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miércoles, 29 de junio de 2016

Mujeres que sonríen

Relato ganador del IV Certamen Literario Maria Carreira

Autor: José Quesada

 

 
 
María tiene una foto de un árbol enmarcada en un portarretratos. Es un flamboyán. Pasa muchas horas mirándolo. Se pierde en la exuberancia de sus ramas y en el colorido exagerado de sus flores; durante horas, como si no tuviera nada que hacer, como si lo tuviera todo hecho desde hace siglos. Es así en realidad, porque las faenas del hogar se las ventila en un santiamén desde que vive sola y ya su hijo no le ensucia la casa. A veces le duele tanto la pierna que de la cama se va al sofá y prende la tele, o mira el árbol, y se dice que ya se levantará a la hora de la comida y se hará una tortilla francesa o un tomatito picado con orégano y aceite. La soledad la apoltrona en la desgana, y la pierna… la pierna nunca le quedó bien, y le duele tanto, a veces, que no acaba de olvidarse de ella.
 
Mientras mira el árbol, el flamboyán gigantesco del portarretratos, se pregunta si se pierde algo de esa hermosura tan abundante, pues hace más de veinte años que no ve nada por uno de sus ojos. El derecho. El ojo ya no le duele; antes de perderlo del todo, recuerda, sentía un dolor que era como si le vaciaran la cuenca y luego la rellenaran con ascuas, y veía como si mirara a través de un cristal esmerilado. Luego se le fueron apagando las luces, a medida que el dolor remitía, hasta que se quedó en nada; una cavidad donde luego pusieron un ojo fijo y sin vida que le da a María un aire extraviado a muñeca de porcelana. Ha aprendido a mirar por un solo ojo. Ya no le duele. Aunque un ojo de cristal, ahí, donde en tiempos hubo un ojo hermoso y azul, es un sufrimiento permanente, un dolor silencioso. Pero María tiene muchos dolores silenciosos, y otros que le hacen ruido en su cuerpo gastado y maltrecho, como el de la pierna o el de los tendones de su muñeca, que ya no le sirven para cerrar el puño como antes y a veces se le caen los vasos a medio llenar. Cuando piensa que su hijo le dará un nieto tarde o temprano y no podrá mecerlo, o abrazarlo mientras le lleva el biberón a la boca, le invade ese otro dolor, el silencioso, que es el mismo dolor que siente por el vacío de su ojo y por el vacío de su medio siglo.

El portarretratos lo había comprado porque la foto de la modelo rubia con la que lo exhibían en el escaparate del bazar le había resultado familiar; o porque le pareció guapa y a María le gusta fantasear con que tiene una nuera hermosa, de esas que se encienden cuando sonríen y hablan con el tono pausado de las locutoras de antes. María pasa muchas horas frente a la tele y muchas frente al árbol, del que supo que era un flamboyán por una vecina dominicana, a la que no le importaría emparentar con su hijo. El árbol lo recortó de un manual de jardinería. Sacó la foto de la chica rubia de mentira, la arrugó entre sus manos, la arrojó al cubo de la basura y puso en su sitio el recorte del flamboyán. Luego tiró el manual de jardinería, porque a su hijo le desasosiegan los libros rotos o recortados y no quería que un día abriese sus hojas y se encontrara el troquelado donde antes hubo un árbol exagerado y hermoso.

Su hijo se llama Onésimo Madrid, como su padre. Bueno, como se llamaba su padre, porque a estas horas, piensa María mientras mira el carillón de la sala, el padre de su hijo debe ser poco más que polvo de hombre en una hornacina del crematorio.

La llamaron hace cuatro días, para decirle que habían encontrado el cuerpo sin vida de Onésimo Madrid, y a María le dio un vuelco el corazón, porque pensó que le hablaban de su hijo, y sólo cuando le dijeron que si quería pasar a reconocerlo, aunque no le iba a resultar agradable, porque llevaba una semana muerto y las carroñas le habían vaciado los ojos y hasta el hígado, cayó en la cuenta de aquel otro Onésimo Madrid al que sabía por los Cerros de Úbeda, de puta en puta y taberna en taberna, y al que esperaba y temía ver aparecer un día, aunque no muerto.

Ojo por ojo, pensó, y dijo a la persona que le informaba al otro lado del teléfono que mandaría a su hijo para lo que se ofreciese. Después colgó y se acarició la huella cicatrizada y vieja de la navaja barbera en su muñeca. Y quiso sonreír, sentir alivio…


Onésimo Madrid, el hijo de María, acaba de cumplir treinta años. Anda pendiente de una plaza fija de profesor y, hasta que eso llegue, da clases de matemáticas en una academia. Por ocho euros la hora. Mientras su madre mira el carillón de su casa, él aguarda, solo y aburrido, en una sala de espera del tanatorio municipal. Es una pieza sobria, de paredes blancas renegridas y un zócalo de metro y medio de pizarra; unos bancos de madera con corazones y leyendas obscenas talladas a navaja, y unas láminas con paisajes inocentes que apenas ayudan a mitigar el ambiente de sórdida soledad en que se encuentra sumido ese hombre que mira su reloj de pulsera y se agita, como buscando acomodo en un banco que es todo menos cómodo.

Onésimo Madrid vuelve a consultar su reloj y piensa que su padre, que se llamaba Onésimo Madrid, como él, debe ser ya poco más que polvo de hombre en una hornacina del crematorio. Le habían dicho que esperara una hora. Ya se ha cumplido. Presiente algo de movimiento tras la puerta por la que había desaparecido el ataúd que portaba los restos mortales de su padre. Hace una hora. Mira el reloj de nuevo. Una hora y un minuto hace. Se dice que no debiera sentir la pesadumbre del aburrimiento o la impaciencia por hacer algo más de provecho que esperar las cenizas de su padre; que debiera padecer la aflicción del ser querido que queda solo, infinitamente solo, y estar abatido por la pérdida. Pero mira otra vez el reloj y se dice que no va a sentir desconsuelo ninguno por aquel hijo de puta que le jodió la infancia.

Lo último que Onésimo Madrid había sabido de su padre es que andaba por los Cerros de Úbeda, calentándose los pies en los clubes de carretera y quemando los cuartos en timbas de mala muerte, de donde acostumbraba a salir con los labios partidos y los dientes en la mano; desagravios de la providencia, que así se cobraba en carnes las palizas que propinó a su madre. No le queda en la memoria ni un rasgo de su cara. Recuerda, eso sí, aquel olor a lavanda y a tabaco que iba dejando por los pasillos de la casa después de afeitarse, y recuerda, escasamente, como una escena nocturna que se iluminara de pronto por una luz súbita y fugaz, la navaja barbera con la que cada mañana se rasuraba la cara y con la que un día su madre se rajó las venas. Ramalazos en el aire. Eso era su padre en la memoria: un olor desvaído por el tiempo y el miedo a que un día regresara y su madre intentara de nuevo la evasión del suicidio. Así que cuando llamaron a su madre para decirle que había muerto solo en una casa semiderruida del Barrio Viejo y que lo habían encontrado en descomposición avanzada y roído por las ratas, no le extrañó lo más mínimo, aunque tampoco le extrañó que dejara una nota manuscrita donde daba detalles para encontrar a su familia y encomendarles el deseo último de que incineraran sus restos; siempre ha pensado que, incluso después de muerto, habría de volver para joderles la vida.

Mira el reloj. Una hora y doce minutos. Le dijeron una hora. La puerta del fondo se abate. Un funcionario con uniforme gris se acerca, murmura su apellido y con rostro de fingido sentimiento le estrecha la mano y le entrega la urna metálica con los restos incinerados de lo que había sido su padre.

—Mis más sentidas condolencias —dice el empleado gris con una mueca bien ensayada en los labios.

Le entrega una bolsa de lona azul con el logotipo de la funeraria para que transporte la urna, agacha la cabeza, y se pierde tras la puerta por la que había llegado. Una puerta abatible de dos hojas que el funcionario empuja con el hombro, como si no tuviese manos. Onésimo Madrid, con la urna en una mano y la bolsa en la otra, lo sigue con la mirada y lo imagina dentro, en una confortable sala para el personal, aflojándose la corbata y echándose sobre un sofá comodísimo y limpio, feliz por el trabajo bien hecho, orgulloso de cómo el trámite de la muerte se va cumpliendo con un rigor profesional. A esperar al próximo muerto, se dice Onésimo Madrid mientras consulta otra vez el reloj. La una y cuarto murmura. Mete la urna en la bolsa. Aún está caliente. Cuánto tardará en ser ceniza fría, se pregunta. Tira de los cordones del auto cierre y se la tercia al hombro, como se terciaba aquella bolsa de tela donde llevaba sus cuadernos y su único libro. Un libro de matemáticas con las hojas pegadas con celo, porque su padre se aliviaba el veneno de las borracheras jodiendo a todo ser viviente y sabía que a Onésimo Madrid, hijo, le dolía más su libro y sus cuadernos que los guantazos en la cara.

La una y dieciséis. Su madre debe estar preocupadísima. Lo esperaba a la una, como cada sábado. No pensaba que un cuerpo muerto tardara tanto en arder y menos un cuerpo al que se le había rellenado en vida con tantos litros de alcohol que hubiera tenido que combustionar con sólo acercársele una cerilla.

Onésimo Madrid sonríe su propia gracia, y corre hacia la parada del autobús, ligero, como si no llevara un muerto en bandolera.


Aquella misma noche que sacó del portarretratos la foto de pega de la modelo rubia para poner en su lugar el recorte exuberante del flamboyán, a María le sobrevino un tenue remordimiento por la chica y removió la basura hasta encontrarla, arrugada y percudida de boloñesa. La limpió con el envés de su bata, la secó y la alisó con las palmas de las manos hasta que sólo quedaron unos pliegues irreductibles que, aunque llenaban su mirada de sombras, no la afeaban lo más mínimo, y la metió en la caja de lata de galletas danesas donde guarda aquella parte de su historia que ha sabido proteger de la inquina y la mala leche de Onésimo Madrid, padre; su tesoro, dos docenas mal contadas de fotos desde donde sonríe al mundo, jovial a sus dieciséis años, sus dos soberbios ojos azules. Desde aquel día, que descubrió que la chica de la foto se daba un aire a ella misma en aquella edad en que era frágil y hermosa, sacó las fotografías más a menudo. La tele, el flamboyán y las fotos. Se gusta en aquella que su padre le sacó con La Alhambra detrás, o en aquella en que el mar rebosa de un espigón natural contra el que ella se apoya y la sorprende salpicándole la espalda justo en el momento en que accionan el click. Su cuerpo de dieciocho años estremecido por la espuma fría de un mar de agosto, sus dos piernas perfectas prolongadas desde un bikini de flores, la instantánea febril de un cuerpo joven que aún no ha descubierto sus primeras caricias. María ocultó durante años aquella fotografía. A Onésimo Madrid, padre, le encantaba romper fotos y destrozar libros, y esas en las que su mujer le hubiera podido gustar a otros hombres, eran sus favoritas. Hay algunas sacadas por su marido, y María las asocia, cada cual, a un momento trágico o a una tristeza. La primera vez que la humilló frente a sus amigas, la primera vez que estampó el bol con la sopa fría contra el retrato de bodas o contra las figuritas de barro del aparador, la primera vez que le cruzó la cara o la primera vez que la arrinconó en la cocina y la manchó con sus babas de borracho…pero ni ella sabría poner en pie cuándo pasó cada cosa; su memoria, como su ojo antes de perderlo para siempre, ve a través de un cristal esmerilado. Sabría ordenar cronológicamente las fotos, secuenciar su vida, y no sólo por la evidencia de su cojera en las imágenes, o su ojo extraviado de muñeca de porcelana, sino por cómo se le ha ido apagando la luz del rostro, de manera paulatina e imparable. Más que por las afrentas o por los dolores, por el miedo y la decepción.

Ella era de esas que se encienden cuando sonríen, como la chica que venía en el portarretratos, piensa mientras pasa las fotos. La caja de lata en su regazo.

El carillón marca las dos de la tarde. María levanta la vista y, desde el sofá, revisa el estado de la mesa. El mantel de hilo de su ajuar de novia, las servilletas a juego, la jarra de agua y la sopa que burbujea en la cocina. La llave que gira en la puerta. Un gozne que suena como un lamento. Onésimo Madrid que entra, se acerca hasta el sofá y se inclina para besar a su madre en la frente, la urna en su bolsa, terciada al hombro, y la mirada que fugaz se posa en el regazo donde bulle ese tiempo ido de las fotos.

Su hijo se saca la bolsa del hombro. María se estremece. Hace tiempo que no siente tan cerca al padre de su hijo, a pesar de ser cuerpo molido, ceniza de hombre, polvo de escoria, inofensivo y manso. Puede olerlo; lavanda y tabaco. Le impone su espanto, desde más allá de la muerte. Onésimo Madrid cuelga la bolsa de lona con la urna en la percha del recibidor y, sobre la misma percha, cuelga el abrigo. Ha notado que su madre se revuelve en el sofá.

—Huele bien —dice, asomándose a la cocina.
—Voy a apartar la sopa del fuego —dice María.

Mete las fotos en la lata y la pone a un lado del asiento, sin taparla. Se levanta, con dificultad. Se encuentra a su hijo en mitad del pasillo, con la olla en las manos. Se aparta. Lo sigue con la mirada. Su hijo le dice vamos con la cabeza, sin hablarle. Retira una silla. Se la ofrece. No hablan mucho. Aprendieron a golpes a no hablar en la mesa, de manera que toman la sopa en un silencio espeso y ceremonial, pero María no deja de mirar donde el abrigo, hacia ese lugar en que se remansa la podredumbre del hombre. Y terminan la sopa y un cuarto de queso sin más ruido que el de las cucharas en el plato o la respiración de María.

Recogen la mesa y Onésimo Madrid friega a mano la vajilla, ese reducto de porcelana delicada de Bohemia que ha sobrevivido a los humores de su padre muerto, mientras su madre la seca con un paño. Cuando terminan, él se echa en el sofá y toma la lata. Se la pone en el regazo. Mira las fotos, distraído. La baraja del tiempo en sus manos. Las va pasando, como pasaba los cromos cuando niño. Nota en la respiración de su madre, sentada a su lado, que quiere decirle algo. La mira. Le pregunta con la mirada.

—¿Qué vas a hacer con eso? —pregunta María mirando la percha.
—No lo sé. Las tiraré al mar, o las enterraré en el campo. No lo sé. Mañana.

María mira las manos de su hijo, que pasan las fotos sin detenerse a mirarlas. La foto del espigón, La Alhambra, María embarazada, María afligida, aterrorizada, María presa del dolor, del miedo, María sin sombra siquiera. María que se levanta, con dificultad, que se acerca cojeando hasta la percha, que saca la bolsa de debajo del abrigo, que la abre y toma la urna de ceniza ya fría y la destapa mientras avanza por el pasillo. Qué poco pesa un hombre muerto, piensa.

Onésimo Madrid se detiene en esa foto que nunca ha visto de su madre, hermosa en sus diecinueve años, dos ojos azules y vivos; María antes del suplicio. Mira el flamboyán exuberante de ramas y colores, mira la foto. Alcanza el portarretratos, saca el árbol recortado del manual de jardinería y desliza la foto de su madre en su interior. Era guapa; muy guapa, su madre. Aún lo es cuando sonríe.

Al final del pasillo, en el baño, María se persigna frente a la taza del wáter y pulsa la cisterna. Polvo de escoria camino a las cloacas, piensa María, y se le ilumina la cara.

—Me he encontrado a Ada en la escalera —dice Onésimo Madrid cuando la ve reaparecer por el pasillo, con la urna abierta y vacía en las manos—. La he invitado a merendar.
—Es muy dulce —dice María, mirándose en su retrato—, como todas las dominicanas. Y muy guapa. Cuando sonríe se le ilumina la cara toda.

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