Cuando X le gritó aquello sintió un odio irreparable.
Ya lo había odiado muchas otras veces, o al menos así lo había creído cuando experimentó sentimientos parecidos a ese ardor de azufre que ahora le subía por la garganta. Pero nunca como en aquella ocasión.
Comprendió que aquel era un odio distinto, primario y devorador; absolutamente alejado de aquellos meros arrebatos de ira que surgían de algún encontronazo y que tarde o temprano acababan por disiparse como bocanadas de humo. Para ella las palabras importaban porque creía firmemente que todo lo que se verbaliza, termina siendo la respuesta a algún tipo de impulso, incluso recóndito y desconocido para el que lo pronuncia. A veces ocurría, como en aquel caso, que una sola palabra desencadenaba en su visión de las cosas una explosión inesperada, ya fuera para bien o para mal. Casi siempre para mal.
Cuando X le gritó aquello, ella corrió a tender la ropa que estaba húmeda en la lavadora.
Cada vez que se enfadaba de verdad, sobre todo con X, le embargaba una necesidad frenética de hacer tareas domésticas y dolorosas como limpiar las baldosas del cuarto de baño que llevaba posponiendo semanas, cepillar las hendiduras de las suelas embarradas de las zapatillas u ordenar los cajones de la ropa interior. Todo había de hacerse de manera continua y agotadora buscando en ese mantra de actividad una especie de penitencia observada por otros, una flagelación pública que buscaba el remordimiento en los demás. Pero los demás – por lo general X-, más allá de sentir un ligero fastidio, se limitaban a esperar el transcurrir de las horas conscientes de que aquel enfado también pasaría.
Cada vez que se enfadaba de verdad, sobre todo con X, le embargaba una necesidad frenética de hacer tareas domésticas y dolorosas como limpiar las baldosas del cuarto de baño que llevaba posponiendo semanas, cepillar las hendiduras de las suelas embarradas de las zapatillas u ordenar los cajones de la ropa interior. Todo había de hacerse de manera continua y agotadora buscando en ese mantra de actividad una especie de penitencia observada por otros, una flagelación pública que buscaba el remordimiento en los demás. Pero los demás – por lo general X-, más allá de sentir un ligero fastidio, se limitaban a esperar el transcurrir de las horas conscientes de que aquel enfado también pasaría.
En esta ocasión todo sería diferente, se dijo. X había dicho aquello y ya nada podría cambiarlo. Todo había quedado definitivamente corrompido por la conjugación de esas palabras. Nada podría resolverse de la misma forma que no puede darse marcha atrás en el tiempo porque aunque X no volviera a expresarlo jamás, ella siempre sabría que X, en algún lugar minúsculo de su memoria, lo habría registrado.
Sintió avivarse el fuego del odio con estos pensamientos mientras tendía la ropa y resopló buscando con desesperación dos pinzas de igual color en el cesto. Justo en el momento en que fue consciente de lo que estaba haciendo, y de contemplar la posibilidad de rebelarse contra esa manía estúpida de la imposición monocromática en el tendedero, encontró dos de color verde. Las colocó con un gesto brusco y se fue.
Deambuló por los pasillos sin saber muy bien qué hacer, tomándose su tiempo a medida que notaba disiparse el furor como el vapor en la espita de una tetera que se enfría. Aguardó un poco más, contando las baldosas y regodeándose con cierto deleite en aquel momento de confusión que la hacía sentirse importante dentro de su indignación. Impotencia. Eso es lo que sentía. Y desamparo también. La importancia de las palabras otra vez.
Una vez que estuvo más calmada empezó a contemplar, como el brillo tenue de una lejana promesa, la velada posibilidad de que quizá no estuviera todo irremediablemente perdido. Su orgullo fue transmutando sigilosamente hasta convertirse sólo en un concepto primitivo y castrante para un amor tan grande.
Se atrevió entonces a iniciar un tímido acercamiento pero sin dejar de repetirse internamente que el mantenimiento de la dignidad debía ser escrupulosamente cuidado. Sobre todo para futuras ocasiones.
Casi de puntillas, entró en el dormitorio donde X aguardaba en el escritorio.
Se acercó hasta la pantalla y leyó con cierto dolor el terrible mensaje: “Su versión de Java es incompatible con el Scrim 4.2”.
Se sentó con el movimiento ralentizado por la emoción frente a la luz centelleante mientras dos lágrimas titilaban prendidas de sus pestañas.
-Te perdono -dijo sin sombra de rencor.
María José Amador
Sencillamemnte fantastico. Ingeniosamente construido.
ResponderEliminar¡Qué bueno! Me maravilla esa imaginación y esa manera de escribir y sorprender
ResponderEliminarJajjajaja me ha encantado niña...eres un genio!!! ;)
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