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viernes, 23 de diciembre de 2016

Dinamita bajo el árbol


Voy a contaros un cuento de Navidad en toda regla, con un protagonista muy peculiar que lo último que hubiera pensado, hace unas semanas, es que tendría la necesidad imperiosa de sentarse a escribir esta historia.

Hace años que llegada esta época me vengo abajo. Que conste que no odio la Navidad. No soy el señor Scrooge, entre otras cosas porque soy algo más joven y guapo, tengo bastante menos dinero y podría salir a la calle deseando Feliz Navidad sin tener que viajar en el tiempo con fantasmas cabronazos. Yo sólo deseo pasar esta época del año en el extranjero, a solas con mi mujer, en un hotelazo y escuchando villancicos en inglés… me veo paseando por Covent Garden o por Manhattan, Jingle Bells, Jingle Bells… Iluso. Lamentablemente el panorama que se me presenta cada año es bastante distinto y he aquí donde aparece mi rictus agrio cuando me hablan de estas fechas.

La pobre de mi mujer no tiene la culpa, bueno, al menos no toda. Quizás yo la exima de responsabilidad por lo mucho que la quiero, aunque sea una bobalicona que se deja mangonear por dos hermanas y una madre con más galones que todo el Ejército del Aire junto. Ella se entusiasma por las luces, los regalos, las cenas en familia y los chistes malos de mi suegro que se embala después de la segunda copa de vino; la jodía se parte con los peores de Jaimito. Yo la dejo ser feliz mientras disimulo, cada vez con más dificultad, que estoy hasta los madroños de tanto protocolo previsible, de las imitaciones caducadas de Chiquito, de los mismos canapés con guinda de hace veinte años y de la colonia de Adolfo Domínguez que siempre me regala mi suegra. No puedo más.¡¡¡Odio mi Navidad!!!

Hace unas semanas decidí que, en vez de caer en una depresión severa hasta el siete de enero, iba a buscar una solución. Me puse a leer todas las citas, consejos y chorradas sobre autoayuda que mis amigos comparten en Facebook y me quedé con una frase de un sabio japonés que había colgado mi amiga Kiki: “Cuando tengas un problema no huyas de él, dale la vuelta con humor. Posiblemente no se solucione pero al menos te reirás un rato”. Al leerla se encendieron sobre mi cabeza todas las luces con las que el hortera de mi vecino sepulta su balcón. Ya tenía la clave para ser feliz esta Navidad, para disfrutarla e ilusionarme con ella, ya la tenía. Iba a sabotear las fiestas, a reventarlas, a que la familia de mi mujer aborreciera hasta la tarta que mi cuñada hace en junio con el turrón caducado. Lo que me iba a reír. Por mis muelas que yo no me tragaba el programa de Raphael este año.

Entiéndase por sabotear urdir un plan secreto, maquiavélico y perfecto del que jamás se descubra su existencia ni al creador de tan prodigiosa trama. Tenía que salir indemne, inmaculado, incluso si conseguía apuntarme un par de acciones heroicas mucho mejor. Que mi mujer se sintiera orgullosa de mí me aseguraría un par de polvetes de esos que hacen historia. Pero tenía que ir por partes, que me estaba viniendo arriba. Ante todo mucha calma, que la motivación no me deslumbrase, así que cogí un folio y empecé a trazar el plan con detalle y parsimonia.
 
•    Buscar información sobre las calles cortadas por obras, las horas punta en el centro, los parking que antes se llenan y todo lo que me pueda ayudar a conseguir que, el día que llevemos a mis suegros a ver el alumbrado de Málaga, nos tiremos más rato en el coche que en la ciudad. 

•    Mi cuñado Andrés, como siempre, revoloteará como un buitre sobre el mejor sillón orejero del salón hasta hacerse con él. Como es el asiento más alejado de la cocina, el muy caradura, siempre acaba con todo por delante sin levantar ese pedazo de culo que se ha trabajado a base de no moverlo. Importante: comprar polvos picapica.

•    Pitusa, el caniche de mi suegra que tiene menos gracia que una película de Bayona, empezará, de forma sistemática, insistente y sólo a mí, a darme en la pierna con la patita para que le lance alguna delicatessen. Que nadie me discuta sobre la memoria de los perros, aún estoy pagando la gamba que le pelé la Nochevieja del 2005. He de buscar la manera de financiar, sin dejar rastro, el arsenal de petardos de los niños del barrio. 

•    Con lo que no estoy muy convencido es si, comprando todo el huevo hilado y las guindas verdes de los supermercados más cercanos, conseguiré que mi cuñada innove en los canapés. No sé de qué le sirve tanto Masterchef. De todas formas lo haré, conociendo lo cabezona que es mandará al culo gordo de su marido a lanzarse por toda la ciudad en busca del huevo perdido. Un, dos, un, dos…hala, a moverse. 

•    El marisco lo compramos siempre a medias y este año me toca a mí encargarlo. Menuda cara va a poner mi suegro y su hija mayor, que son de esos que antes de dormir les dan un besito a la cartilla del banco, cuando vean los tres kilos extra de langostino de Sanlúcar que voy a llevar. Fijo que les amargo la noche, les pondrán pegas y casi ni los probarán del mal rato. Hasta que no vayamos a hacer cuentas no confesaré que este año he querido tener un detalle y que los tigres corren de mi cuenta. Y pedazo de tanto que me apunto con mi señora, le encanta que sea generoso con su familia.

•    Agitar a más no poder, a escondidas, las botellas de Freixenet. Con suerte al abrirlas se pondrá chorreando el mantel de lagarterana y lo cambiarán, al menos lo perderé de vista por un rato. Además servirá para darle otro disgusto a la tacañona, no va a sobrar para ponerle una cucharilla y guardarlo para hacer el pollo al cava de fin de año. 

•    Sobre las campanadas no se me ocurre gran cosa. Desde que falta Ramón en La Primera siempre se ve el Canal Sur, con suerte la cagan otra vez este año y me río un rato con la tragedia. De todas formas unas horas antes diré que hay que tomarse las uvas con ropa interior verde, naturalmente yo le habré comprado unas bragas chulísimas a mi mujer y quedaré de escándalo, pero mi cuñado tendrá que lanzarse de tournée por los chinos. Un, dos, un, dos…hala, a moverse.

•    Voy a presumir comentando que este año los representantes me han regalado tres cajas de polvorones, una de bombones y dos tarros de Agua Fresca de Adolfo Domínguez, con eso de que estamos saliendo de la crisis yo creo que cuela…a ver que hace mi suegra con el bote que compró de oferta hace tres meses.

Una vez terminada la lista, porque el presupuesto se me estaba disparando, procedí a la ejecución de la fase previa. Sólo destacar que lo más complicado resultó la compra de los adornos de canapés y la financiación de los petardos. Pero unir las dos cosas fue una idea brillante, tras seleccionar a los vecinos más traviesos de mi suegra les pedí que me fueran comprando las guindas y los huevos a cambio de algunos euros y los chiquillos cumplieron entusiasmados. Luego llevé todo el material a un comedor social y asunto resuelto.

Llegado el día veintitrés lo tenía todo controlado hasta que, ya entrada la tarde, sonó el timbre de casa y casi me caigo en redondo al ver en la puerta a toda la familia de mi mujer. Ninguno de los dos teníamos ni idea qué hacían allí, pero tras chillar un “SORPRESA” entraron arrolladores metiendo cosas en la nevera y colocando el mantel de lagarterana. Teníamos que celebrar la Nochebuena por adelantado. A mi suegro le había tocado la papeleta que Kiki le había vendido de su agencia de viajes, un crucero navideño por el Mediterráneo y se partía a la mañana siguiente. Aún conmocionados ayudamos a preparar una cena improvisada mientras yo intentaba adelantar unos planes que, naturalmente, se me habían venido abajo y que decidí no ejecutar. 

En quince minutos la mesa tenía los canapés de siempre, Pitusa (que también había venido) ya estaba rogándome que le pelara una gamba y mi suegro, con la ayuda de Faustino V, se puso en pie para contar el primer chiste. Pero no fue uno de Jaimito, tras dar unos golpecitos con el tenedor alzó su copa y brindó por nosotros, por mi mujer y por mí, por lo mucho que significamos para ellos, por nuestra paciencia y por nuestra compañía y sobre todo porque lo pasáramos muy bien en el crucero. Comenzó todo el mundo a llorar, mis cuñadas, mi mujer, Pitusa... Hasta Andrés se levantó de mi sillón orejero y me dio un abrazo acompañado de tres golpes mientras me susurraba que llevaban semanas organizándolo todo y que sabían que estas fechas para mí no eran buenas. Sobre mis hombros empezaron a caer la culpa y el arrepentimiento a partes iguales y no por el plan para dinamitarles las Navidades, que también, sino por olvidar el calor que me dan siempre y el lugar que ocupan en mi vida, aunque sean unos pesados previsibles. Así que yo también solté alguna lagrimita y luego, después de hartarme de canapés, saqué unas botellas de Freixenet sin agitar, los polvorones y los bombones comprados, le regalé a mi cuñado un frasco de Adolfo Domínguez y me reí a carcajadas con el peor chiste de la historia.

Y aquí estoy escribiendo este cuento navideño desde un camarote maravilloso gracias a la familia de mi mujer, perdón, gracias a mi familia. 

                                                                                                       Marisa López

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