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miércoles, 17 de enero de 2018

El que no se fue


En tropel cargaban a Custodio hasta el camposanto de Noalejo. Eran las once de la mañana y yo refrescaba mi rostro y el cansancio en cualquier manantial que iba encontrando desde la Hoya del Salobral, para mayor recuerdo un quince de agosto de inicios de los sesenta. Mi madre enferma me había pedido acompañarla desde Barcelona, y sólo porque era menester honrar su insistente solicitud. Yo, como persona de ciencia, no creía ni nunca creería en supercherías.

Niños, jóvenes, adultos y viejos venidos de todas latitudes, cantaban, lloraban, bendecían demostrando gratitud a este santo. Mientras, mis buenos zapatos venidos desde Italia, muy costosos por cierto, se menospreciaban en estas tierras áridas.

"¡Loado sea el santo hombre!", honraba la multitud enfervorizada. "¡Que el cielo se glorifique con su hijo Custodio!", repetía la feligresía. Vivas y más vivas a este santo varón.

De pronto, en algún punto de la muchedumbre, sucedió algo que hasta ahora no puedo entender, a pesar de que cuento con los años de reglamento para tratar de deshilvanar tan misterioso hecho. "¡Milagro, milagro!", repitió a voz en pecho una señora de blancas canas elevando la mirada en trance hacia el cielo azulado de ese mediodía de agosto.

Todos querían saber la causa, el efecto, el incomprensible prodigio que había ocurrido en plena marcha fúnebre. Mi madre, bajándose de la atestada carreta, se abrió paso como pudo y acompañó la loa del extraordinario acontecimiento, que para los lugareños era pan de cada día, algo así como una rutina conocida de antemano, ni sorprendente ni extraño en esos parajes que rodearon la vida del santo. Mi cerebro no podía dar crédito a las lágrimas que brotaban de los ojos de mi madre, embriagada de una mística revelación que sólo ella y creo que el resto de creyentes experimentaban en la larga y fatigante travesía.

"¡Hija, esa señora había perdido la vista, y ahora ve! ¡Ahora ve, hija!", repitió de emoción mi progenitora, con una voz que irradiaba dulzura y embeleso.

Me calé las gafas, pues como estudiante de Astrofísica y atea natural, no sería bueno ceder. Yo sólo había venido a acompañar a una madre que los médicos de Barcelona habían desahuciado por padecer una rara enfermedad en la sangre que le iba restando vida cada día. 

Pero durante el peregrinaje no dejaba yo de escuchar maravillas de este hombre: que tenía gesto dulce, rostro sereno, la humildad de su casa y sus costumbres, que gustaba de retirarse a orar y meditar en una pequeña cueva cercana a la ermita de la Virgen, patrona del lugar. La fama de Custodio Pérez Aranda era tan amplia, pero sobre todo que curaba a través de masajes, simples contactos, por medio de la saliva e incluso soplando y lo único que pedía al enfermo era fe. Nunca cobró por sus servicios y rechazó los regalos que le ofrecían, esa era la imagen patriarcal que tanto cautivó a cuantos le visitaron.

Otros hechos portentosos fueron sucediendo en el trayecto, pero mi mente y mi corazón no quisieron ver tales actos, me bebía las frescas aguas de todos los manantiales del camino para afianzar mi cordura. Al caer la tarde, cerca al municipio de Noalejo, calculé que me había bebido como cuatro litros de agua y que mis anteojos color rosa estuvieron a punto de ser pisoteados en cinco ocasiones, al soltarse de mi rostro en los empujones.

Cuando cerraba el día, bajo un cielo atravesado por lejanas nubes, con rezos y letanías por doquier; gritos, lágrimas, plegarias, invocaciones y demás, todo en un ambiente esotérico y de misticismo popular, por fin fue introducido a tierra el féretro conteniendo los restos del santo varón.

"¡¿Oiga usted, señorita, podría leer esta estrofa?!", me pidió el devoto guía, previniendo mi estado de letrada.

Más por consideración y respeto a la ocasión, leí en voz alta una estrofilla de entierros, que era un ruego al Padre Celestial por el alma del que yacía dentro del ataúd. Y hasta ahora no sé por qué, o quizá ya sé, me entraron ganas de leer todas las letanías y responsorios de esa única tarde del pueblo enclavado en las altas tierras de Jaén, hasta que alguien me ordenó que dejara mi creciente entusiasmo, para darme cuenta que yo era sabelotodo de una gran ciudad, y ese papel de lectora de sepelios no perfilaba en mi persona.

"¿Y tus gafas?", me preguntó mi madre, luego que casi me arrancaron el librito de responsos.

Primero me desesperé, luego me sorprendí, mas en seguida me asusté, para luego caer en la cuenta de que había leído sin la ayuda de mis imprescindibles gafas, que sin ellas no podía ver un jumento a dos metros de distancia.

"¡Mujer de poca fe, el santo Custodio te regala un milagro y a mí la sanación de mi enfermedad!", señaló mi madre observando con gratitud y dulzura el provisorio nicho del agraciado por Dios o la naturaleza.

Tal hecho, tal misterioso hecho, me sacó de quicio y de mis casillas científicas, y me dio por quedarme absorta y ensimismada por el resto de la noche, en estado de vigilia, junto a mi agradecida progenitora y otros leales fieles.

Definitivamente que ese acontecimiento marcó un antes y un después en mi vida, que siendo siempre de ciencia, iba abriéndome al acercamiento del don divino, a intermediación de un hombre de Dios, o de un taumaturgo especial que me dio otro entendimiento de esta aparente realidad que todavía no llego a entender del todo.

Antes de partir a Barcelona, quise, en señal de humildad y agradecimiento visitar por última vez la tumba de Custodio y tropiezo con este romance que describe bien cómo era este santo:

Los caminos iban llenos de pobres y caballeros,
y en llegando a la Hoya más de dos mil se reunieron.
Les echó la bendición a los malos y a los buenos;
fue tan buena medicina que los pobres recibieron,
que los baldados y cojos todos andando se fueron.
Y decían con alegría: ¡Viva el médico del Cielo!
que el Santo Custodio cura sin botica y sin dinero.
Es nombrado por el mar; también por el extranjero;
con un papel de fumar que le dé el Santo al enfermo
y se lo tome con agua al instante queda bueno.

Tuve ganas de echarme al lado del precario nicho. Me tumbé en el suelo como me había indicado la gente del pueblo, mi cabeza en línea recta con el sepulcro del santo y poniendo las manos pegadas al suelo, cerrando los ojos y esperando unos minutos. Esperando… esperando... Se me hacía larga, más larga esta espera. Supongo entonces, que desde las profundidades del Sheol, Custodio me decía con esa voz apacible y dulce que le caracterizaba:

"¡Montserrat, mujer, si has venido de tan lejos a Noalejo, ábrete nada más al entendimiento!"

Ana Monteza


3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Tu historia tiene buen manejo de la prosa. Vas tejiendo la historia con paciencia hasta llegar el centro de lo que quieres decir y el efecto que consigues es muy bonito. Está chévere.

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  3. Es justamente el efecto que quería conseguir con esta historia. Muchas gracias Edu.

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