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lunes, 14 de mayo de 2018

Destellos

Relato ganador del XVIII Certamen de Relatos de Amor "Dime que me quieres"

 


Destellos, relato escrito por Salvador Rivas, ha resultado ganador del XVIII Certamen de Relatos de Amor "Dime que me quieres", categoría provincial, organizado por el Ayuntamiento de Málaga. Rivas es autor igualmente de uno de los relatos de Almas negras (Ediciones del Genal, 2017), recopilación de historias de género negro recientemente publicada por Alas de Papel. A continuación, el texto completo de Destellos

La claridad que perforaba la persiana dibujaba al carboncillo una silueta cónica, con la cúspide ligeramente redondeada. El cristalino del ojo izquierdo se acomodaba para enfocar la superficie rugosa, sobre la que se posaban las diminutas partículas de luz. La aureola sostenía el pezón erecto, que se erguía como un faro, acuchillando la penumbra y devolviendo los destellos a su origen. La mano izquierda sobre el pecho izquierdo de ella. El brazo derecho bloqueado bajo el peso del cuerpo. La cabeza apoyada en su hombro. El ojo derecho cegado por la cercanía. La sábana bosquejaba cercos de humedad.

Se desvanecía agosto. Para los dos era el último día del verano. El resto de la estación sería el lento declive de las jornadas calurosas, las noches robando furtivas cada vez más horas. Fran entreabrió la puerta y ella entró sigilosa, urgida por la necesidad de no ser vista, o puede que acuciada por el deseo. Tal vez confundiera ambas sensaciones, que el ritual comenzara con un cosquilleo en el estómago, más intenso conforme se acercaba a aquella casa, que el riesgo penetrara poderoso en su vientre y desatara la excitación que la llevaría directamente del zaguán a la cama. Eran tardes muy largas, con su calor angustioso y la luz afilada, la piel supurante. Tardes de apremiante inquietud, con el crepúsculo rasgado por profundas heridas.

Fran cerró la puerta sin ruido, por la espalda le rodeó la cintura con los brazos y subió las manos rápidamente hasta sus pechos. Mordió atropelladamente la nuca despejada, aspiró el olor del pelo recogido. Era el rito, los pasos medidos que conducían al dormitorio, los resortes que aceleraban la respiración. La ceremonia mediante la que ambos se convertían en carne, mezclaban la saliva, modelaban sus lenguas. Peregrinaban por el angosto pasillo, aprisionados entre las dos paredes como los dedos introducidos en la vagina, deslizándose por aquel túnel como el pene estimulado por la mano de la mujer. Llegaban a la segunda puerta entreabierta. Primero era la puerta de la calle, después la de la habitación bañada en claroscuros. La cama preparada con una escueta sábana destinada a la lavandería. La almohada ligeramente atravesada, con la que ella se cubriría la cara para sofocar una sucesión de gemidos. La almohada en cuya funda dejaría impresa durante unos minutos su cara, su frente, los pómulos y la barbilla delimitando el arco facial. La nariz impertinente hendía clara su huella, y el leve rastro de sus ojos estaba destinado a ser el primero en perderse. Los labios entreabiertos. El rito culminado por un sudario milagrosamente perecedero, que continuaba por toda la cama con los pliegues de la sábana, una sucesión de ondas en movimiento que bien pudiera descifrar un acreditado cartógrafo: aquí las nalgas, ahí los talones, las rodillas superpuestas y las puntas de los dedos de los pies, el puño repentinamente cerrado es este ramillete, los codos removidos dejaron aquel sendero. Y la presencia húmeda en el aire, en el tejido, depositada en el suelo camino del cuarto de baño, contaminando la pintura del muro al apoyar la palma de la mano. Agua salada, agua amarga, agua ácida. Agua bendita.

“¿Pero en serio me estáis diciendo que son todos unos salvajes?”, preguntó alguien. No hubo un silencio sepulcral, porque los silencios sepulcrales resuenan una eternidad. Fue un silencio breve, seguido de otra voz que blandía una respuesta: “Pues sí”. Con qué facilidad brotaron aquellas dos palabras, la réplica que nadie se atreve a desnudar ante los demás. Pues sí. Y a renglón seguido, entre la decena de personas reunidas en el pequeño patio trasero del adosado, se desató una vaga sucesión de reparos. Pues sí, pero tampoco es eso, hay de todo como en cualquier sitio. Pues sí, las buenas personas existen allá donde vayas, no todo va a ser odio, violencia, rabia. Pues sí, también hay familias cultas, con la mente abierta, mujeres y niñas esmeradamente educadas. El sol se escondía, era el comienzo de un otoño amable y el aire refrescaba. Ella se levantó de la silla y recogió un par de platos con restos de comida. Miró a su marido, que le acercaba distraído una litrona vacía, y recordó que en la cocina la esperaba el móvil con un mensaje. Fran había vuelto de uno de sus viajes. ¿De negocios? No, el negocio no era suyo. Viajes de trabajo. Traficaba con una de las monedas más antiguas del mundo, casi tanto como el propio ser humano: el aceite de oliva. Era el responsable de las exportaciones de su empresa en el Magreb y Oriente Próximo. Mañana me llamará y yo acudiré como siempre, pensó. Pero no sería como siempre. Ya no la asfixiaba el miedo, que había sustituido por una desconfiada prudencia. Podía urdir con soltura un adecuado repertorio de embustes, y utilizar los recursos a su alcance para dejar a los niños a buen recaudo durante unas horas. Mamá, me he traído trabajo a casa, ¿podrías quedarte un rato con ellos? De paso que vas a por tu hijo al cumpleaños, ¿te importa recoger a los míos y luego me acerco? Tengo que hacer unas compras. He quedado con una amiga de la infancia, voy a pasar el día con ella.


La estela del remordimiento se diluía conforme se desnudaba, y quedaba definitivamente evaporada entre sus piernas. Ella le explicaba sus truncadas aspiraciones de juventud, la preparación universitaria, su casi inconsciente camino hasta el matrimonio, las consecuencias de los dos partos… Detallaba las decisiones del pasado sin posible vuelta atrás, las que no debieron ser y las que otros tomaron en su lugar. Esperaba el momento de decidir por y para sí misma. Trabajaba en una oficina municipal, poniendo sellos en solicitudes de licencias de obras. Si todo hubiera seguido su curso natural, ahora estaría muy lejos de allí. Una licenciatura en Derecho, un máster sobre Ordenamiento Jurídico Europeo y el dominio del francés, el inglés y el alemán, la hicieron soñar. Recorrió medio continente para perfeccionar los idiomas. Se sintió a sus anchas. Pero algo ocurrió en aquellas oposiciones al Cuerpo Diplomático que eran el paso definitivo para asaltar el mundo. El último día, en la última prueba, aquel papel en blanco permaneció intacto mientras su cabeza se agrietaba bajo un dolor insoportable. Se mantuvo perpleja durante mucho tiempo, desorientada y confusa. En aquellos meses volvió la tutela que creyó haber dejado atrás. Tu sitio está en tu ciudad, con tu familia, tu novio y tus amigos, escuchó. Deja ya de dar vueltas, has visto muchas cosas, más que la mayoría de la gente, ha llegado el momento que siempre hemos deseado para ti. Y se vio recorriendo las descarnadas habitaciones del adosado, mientras todos susurraban lo bien situado que estaba, la amplitud, la luz natural que alegraba cualquier rincón. Por el dinero no te preocupes, cada familia pone su parte, ya nos lo devolveréis. Se asomó al balcón, con las manos cruzadas en el regazo, contempló las calles y el lugar al que conducían. Sosteniendo el ramo de flores, vestida de blanco, con las manos cruzadas en el regazo, pronunció tres meses después aquel “Sí, quiero”. Dos palabras muchas veces repetidas, trasladadas por el eco hasta el último banco de la iglesia. El jolgorio, el griterío, el baile en la celebración. Dos palabras en el eco, listas para concebir. Llegó el primer hijo con un pan debajo del brazo, el trabajo en el Ayuntamiento; pronto el otro niño con el último eslabón, las complicaciones, las largas semanas de hospital. Pensó que no saldría viva de allí, pero al fin le dieron el alta. Aunque bien pensado nunca volvió a sentirse bien. A veces, cuando volvía a casa desde la oficina, se cruzaba con algunos turistas, y entre las tres campanadas que marcaban la hora descifraba sus conversaciones, situaba sus acentos, imaginaba el clima y las urbes a las que pronto regresarían.

Un día tropezó con Fran en una esquina. Hacía mucho que no se veían, desde el instituto. Ella marchó a la Universidad. Él se hizo cargo poco a poco de los olivos de las fincas de sus padres y entró de administrativo en la cooperativa, que ya se había expandido lo suficiente como para sobrepasar los límites de varias provincias. Siempre fue un chico inteligente, se le daban bien los idiomas y sólo era cuestión de tiempo que progresara adecuadamente en la empresa. Quedaron en tomarse un café para ponerse al día, y necesitaron unas cuantas tazas repartidas en fechas consecutivas. Fran era divertido, la hacía sonreír, le contaba sus viajes como si su propósito fuera descubrir las fuentes del Nilo. Le habló de Damasco antes de la guerra, sus calles alegres y coloridas, los mercados, las tiendas que permanecían abiertas día y noche, el convento de Santa Tecla, la mezquita omeya, el Palacio de Azm. Musulmanes que felicitaban la Navidad a los cristianos y cristianos que felicitaban el Ramadán a los musulmanes. Le habló de Tánger, su bullicio, la espléndida bahía y la efervescencia cultural: los festivales de cine, de jazz, de música bereber… Su laberíntica medina, los anocheceres paseando por la calle México y el té muy caliente en el Café Hafa, siempre a punto de despeñarse colina abajo para precipitarse en el mar. Le habló de tantos sitios que el mundo parecía derramarse. Convirtió las palabras en un pincel y le dibujó los ambientes, las luces crepusculares y las que estallaban al amanecer. Hizo brotar entre sus manos los olores de las especias, el tacto de la lana y el estruendo del caos.

Pues sí. Te bajas de un avión y parece que han mezclado el pasado de tus abuelos con fragmentos de un siglo XXI que ha reventado en pedazos. Claro que hay miseria, y violencia, y odio, y rabia. Claro que hay barbaridades diarias contra las mujeres. Pero yo no juzgo, decía. Tan sólo observo y veo personas que intentan ganarse la vida, veo comercios e industrias con camino por recorrer. Veo injusticias y también recompensas para virtudes que nosotros olvidamos hace mucho tiempo. Veo gente feliz y gente que sufre. Como en cualquier sitio en el que estés de paso. Ya tenemos bastantes jefazos encargados de arreglar el planeta, deja que yo disfrute mi trabajo en un pedacito de él. Cambiaba de tema y ella dejaba que le contagiara su optimismo, su falta de prejuicios, el impulso de explorar y conocer.

La felicidad es un café humeante manchado de crema en la candente superficie. Cada sorbo contenía las ilusiones recobradas, las expectativas apiñadas de cualquier manera en el rincón más oscuro de un polvoriento armario. El último sorbo descubría la taza vacía, las gotas ya tibias de un líquido oscuro resbalando lentamente por la pulida superficie de la loza. Y tras el café el camino de vuelta, la visita al supermercado, se acabaron los cereales que le gustan al pequeño, le llevará pizza barbacoa al mayor, patatas fritas para todos. Entrará en casa con una bolsa en cada mano, los niños correrán a descubrir si lleva golosinas, y ese personaje infantil con el que se casó se mantendrá muy concentrado en la repetición de la última jugada, atrapada en cincuenta espléndidas pulgadas. ¿Cenamos? Sí, ya… ¿Me ayudas? Ahora, ahora… ¿Vienes? Voy, voy, un momento... Y ella cena sola con los críos, los baña, los acuesta, es que ha habido prórroga, me he tomado unas cervezas con panchitos y es que ya no tengo hambre, ¿me has traído la espuma de afeitar? Ven ahora a ver la película, si es que no te quedas dormida, yo no te la voy a contar luego. El lavavajillas tose y después parece susurrarle que estaría mejor con Fran, que no es una fantasía irse lejos, rehacerse, probar de nuevo. Que bajo el camisón su piel se tensa y lo echa de menos. Estoy cansada, sube conmigo y leemos. Oh, en lo mejor de la película, espera, tardo diez minutos. No es una mala persona, se dice, pero si desaparece ahora mismo tendría que pensar mucho si eso cambiará alguna rutina de mi vida.

La psicóloga frunció el ceño y preguntó: “¿La felicidad es un café?” Quiso probar una temporada. A escondidas. Ya trapicheará para disimular el gasto. Quien se encarga de las cuentas es ella. Necesitaba hablar con alguien, aunque tuviera que pagarle. La felicidad es no tener miedo. Le cuenta que la semana pasada quiso merendar fuera con los niños, buscaron una heladería. No había mucha gente en la terraza y allí, solitario, destacaba aquel muchacho. Tenía barba y el pelo muy corto. Era moreno, fuerte, bien parecido, muy joven, muy guapo. Tenía sobre la mesa un batido de considerable tamaño, con la pajita bailando en el líquido cremoso, a medio consumir. El muchacho no se dio cuenta de que se acercaba con disimulo, quería verle bien los ojos, pero leía atentamente un libro con las tapas cubiertas por un forro negro. Y entonces lo descubrió. Lucía un tatuaje en la parte izquierda del cuello, una sucesión de símbolos extraños que atrajeron su mirada y la hicieron detenerse varios segundos. Parecen caracteres árabes, no, no lo son, sí es árabe, no sé… Vio la mochila del joven bajo la mesa, junto a sus pies, y se preguntó qué hacía un individuo de aspecto sospechoso, solitario, leyendo un extraño libro en la terraza de una heladería, tomando un batido. ¡Si al menos fuera una cerveza! ¿Qué había en aquella mochila? Se fue de allí arrastrando las protestas de los niños, alejándose al trote de la llamada funesta del destino. Cinco calles más tarde se sintió aliviada y, tal vez, sorprendida: no había oído ninguna explosión, ni siquiera una sucesión de detonaciones apagadas. La felicidad es saberse viva.


¿Pero tú estás loca o qué? Su marido gritaba la pregunta con el ceño fruncido y mostrando las palmas de las manos. Adelantaba los hombros y encogía el cuello. Tenía un aspecto cómico que le arrancó una carcajada, a ella, casi ahogada por las lágrimas, y lo enfureció aún más. ¿Pero qué coño te pasa? ¡No hay quien te entienda! Me voy a recoger a los niños, ya deben de haber terminado en el comedor del colegio. Él salió de la cocina dando un portazo. La había seguido hasta allí cuando se levantó en pleno almuerzo, sollozando. Empezaba el telediario, con su rítmica sintonía. Pon algo más alegre, le pidió, es un desastre detrás de otro. Venga ya, es el único rato que tengo para ver las noticias, luego tú te pones a ver los culebrones y yo no digo nada. La sintonía bajó a segundo plano, comenzó la ronda de titulares y el corresponsal en Londres recitó la entradilla de su conexión en directo. Tras él se atisbaban las barreras policiales, los bobbies con su ridículo casco y sus chalecos reflectantes; los chalecos antibalas, los fusiles de asalto y las boinas negras de los agentes de los grupos especiales. Fue entonces cuando no pudo contener las lágrimas y escapó a la cocina. Lo que su marido no sabía es que el llanto abarcaba cada vez más momentos del día. Cuando aliñaba la ensalada. Al reparar en el ronroneo de un avión volando veloz a miles de metros de altura. Empuñando el cuchillo para cortar el pan.

Un malestar incontrolable que empezó dos semanas atrás. Fran volvía de Londres a primera hora de la mañana. Había pasado unos días con su hermano, enfermero del London Bridge Hospital, situado en Tooley Street. Ella ponía un sello tras otro en su oficina, archivaba papeles, informaba de los trámites engorrosos y miraba de reojo el teléfono móvil, dispuesto a recibir su mensaje en modo vibración. Lo comprobó varias veces, pero únicamente encontró un par de twits con vociferantes consignas contra los inmigrantes, un wasap de su marido avisando de que no iría a comer y una llamada perdida de un número desconocido. Llegó a casa y calculó que a las cuatro recogería a sus hijos. Pasó por la plancha un filete de pollo y condimentó la ensalada. Se sentó ante la tele, cortó el filete con el cuchillo afilado y empezó a comer. Las noticias eran un monográfico sobre el atentado terrorista en Southwork, un barrio londinense del que nunca había oído hablar, aquella madrugada. Miraba distraídamente el trasiego de ambulancias, manchas de sangre sobre el pavimento, carreras despavoridas y policías con el rostro desencajado. Apenas si prestaba atención al abejorreo de los comentarios. Si Fran no la avisaba en cinco minutos daba por perdida la tarde, ya no podría organizarse con los niños. Habrá que esperar, Dios sabe cuánto. La pantalla del televisor cambió de escena con un fogonazo y ella quedó hipnotizada. Le fue imposible apartar la vista. Eran las imágenes de una cámara de seguridad en una calle en penumbra, en la que la luz amarillenta de las farolas se desintegraba antes de llegar al suelo. Se veían cristaleras de restaurantes y de pubs, algunas rotas. Sillas por los suelos, mesas descolocadas. Un hombre ocupó el centro de la escena, miró a su alrededor y pareció dudar. Aunque no se distinguían sus facciones, la manera de andar le era completamente familiar. Vestía una cazadora motera de líneas claras y limpias, ajustada a la cintura. Se la había regalado ella. Aparecieron de repente dos siluetas oscuras que llevaban algo en las manos, algo brillante, que producía destellos en la lente. Los destellos se balancearon de atrás hacia adelante una vez, dos, tres, puede que cuatro. Las sombras siguieron su camino y un bulto quedó inmóvil sobre la calzada. Ella vomitó en el baño cuanto tenía en el estómago, vomitó los temblores y el pánico, la desesperación. Es él, es él, me lo han matado. No te precipites, puede ser cualquiera, no se ve claro. Es él.

Guardar su luto es guardar las formas. Lo guarda en el mismo lugar que sus caricias, lejos del alcance de cualquier persona. Guardar su luto es guardar el mismo secreto, ocultar que Fran deja viuda a la mujer de otro, convencerse de que se ha muerto y ella no debe llorar. ¿Pero tú estás loca o qué? No quiero llorar, nunca he llorado, qué van a pensar. Ella habla sin parar y la psicóloga no dice nada. Eran ingleses, ¿sabes? Ingleses morenos, bueno. Habían nacido allí, se habían educado allí. Crecieron y maduraron entre ingleses. Recorre medio mundo envuelto en llamas para que lo maten en Londres unos ingleses que ni ellos mismos saben que lo son. Procuro rescatar los recuerdos agradables, ¿sabes? Lo que me contó de tantas y tantas ciudades, de la gente, de las sensaciones. A veces imagino Damasco. La de antes de la guerra, claro. Me la imagino tal y como él me la describió. Pero de pronto despierto como de un sueño y estoy mirando la tele, y las ruinas cubren la pantalla. Están hablando de cualquier lugar, pero me da igual. Entonces sé que Damasco ya no existe.


Salvador Rivas


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