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jueves, 31 de mayo de 2018

La aurora de Nueva York


La humedad trepaba desde el East River y empapaba los muros del edificio de la calle York en aquel mes de agosto de 1953. Se reanudaba una revisión rutinaria de Inmigración, como tantas otras miles desde que McCarthy hiciera sonar la alarma un par de años antes. El sujeto era un cincuentón de cráneo voluminoso, que ya sólo conservaba restos de pelo plateado en las sienes, y que cultivaba una poblada barba. Sobre la mesa, un gran magnetófono y un micro. Se dieron la mano y se sentaron el uno frente al otro. ¿Empezamos, Tony? Se hablaban con familiaridad tras las dos sesiones previas y trece horas de conversación como trece eran los años que Tony llevaba en Nueva York. Nunca había hablado tanto tiempo con nadie en aquella ciudad desmesurada. El funcionario masculló, 18 de agosto de 1953, Richard Mendes, Servicio de Inmigración, tercera sesión de la revisión de residencia de Antonio Mejías Valdivieso, español, nacido el 5 de junio 1898 en Pinos Puente, Granada, de profesión comerciante. En efecto, Tony regentaba una pequeña librería en Williamsburg, especializada en literatura española del Siglo de Oro. Dando nombre al establecimiento, el gran Góngora.

Richard enganchó su mirada a los ojos pequeños, excesivamente juntos, que tenía frente a sí. Tony, dime la verdad, ¿eres comunista? No, no, nunca he sido comunista, apoyé a la República, por algo no puedo volver a España. Pero soy un defensor de la democracia, un admirador ferviente de Estados Unidos. ¿Y qué me dices de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética? Yo no firmé el manifiesto, susurró Mejías. Conoció a varias de las personas que sí lo hicieron, pero muchas de ellas nunca fueron comunistas, sólo querían que se respetara la verdad: Manuel Machado, Marañón, Pío Baroja, Benavente, Concha Espina, Ramón J. Sender, Valle-Inclán… A todos los había tratado de forma superficial, él quería ser escritor, frecuentaba los círculos literarios de Madrid, en los que era tolerado con indulgencia.

Mendes insistía. ¿Buñuel? Puede que hablara con él un par de veces. ¿Falla? Fue a algún concierto, esperó al músico a la salida para felicitarle, estuvo muy afectuoso. ¿Alberti? Una noche toledana le garabateó unos versos en una servilleta, la extravió. ¿Cernuda? Un gran poeta. Un gran maricón, escupió Mendes, y ese Dalí un gran pichafloja. Tres segundos de silencio. Todos eran grandes artistas, nunca tuvo una verdadera amistad con ellos, poco podía aportar más allá de habladurías. El burócrata se impacientaba. Habladurías era lo único que tenían entre manos. Habían mandado los datos de Mejías a su embajada. En España no quedaba rastro de él. En el juzgado de paz de Pinos Puente no daban con el registro de su nacimiento, en la parroquia no constaba el bautismo, no existía acta alguna de depuración ni procedimiento penal. Te podías haber quedado en tu país sin ningún problema, ¿no es cierto, Tony? Pero viniste a parar aquí. ¿Qué eres, un espía pagado por los rusos?

Los ojos muy juntos y muy abiertos. Mendes sopesaba las reacciones del interrogado sin disimulo. Obtuvo una respuesta: 

-Mira, Richard, ambos sabemos lo que pasa cuando hay un bombardeo o cuando la muchedumbre incendia un edificio oficial, se pierden para siempre toneladas de documentos y muchas personas dejan de existir sobre el papel.
-¿Te gusta Nueva York?
-Sí, soy feliz aquí.
-Me dijiste que ya habías estado antes.
-En 1929, llegué en junio y estuve unos meses.
-Ése fue un mal año para la ciudad, para todo el país... 
-Para mí también, llegué huyendo de un desengaño y me fui en busca de otro, volví en 1940, ya lo sabes, era otra huida, pero definitiva. ¿Es así, Richard? ¿O haré las maletas de nuevo?

Vamos a repasar tu historia otra vez. Antonio Mejías Valdivieso suspiró. Se vio de nuevo refugiado en casa de sus amigos falangistas. Dime la fecha exacta. El 16 de agosto de 1936. Golpes en la puerta, gritos, supo que se lo iban a llevar. ¿En qué ciudad? Granada... Cuando lo arrastraban hacia fuera su amigo Luis gritó que no se preocupara, hablarían con quien hiciera falta. ¿Luis qué más? Luis Santos Flores... ¿Sabes que en la Falange de Granada nunca ha existido nadie con ese nombre? Lo sacaron a la calle entre un corro de curiosos, gritaban “¡Rojo, marica!” y lo arrojaron al furgón, donde ya había otros tres presos. ¿Por qué te llamaban marica? Supongo que por ofender… Llegaron a un pueblecito y los metieron en una corraleta a las afueras. Uno de los prisioneros musitó “Albolote”. ¿No era Víznar? No, no, Víznar está en dirección contraria, yo nunca estuve allí… La madrugada del 18 de agosto se abrió la portezuela y brillaron los fusiles. Lo agarraron a él, sólo a él, y lo llevaron hasta una casa próxima. Lo esperaba un mando de Falange. ¿Cuál era su nombre? No lo sé... Le dio un salvoconducto para cruzar los territorios controlados por los rebeldes, y un pasaporte. Dos de sus hombres lo escoltarían hasta el mismo momento en que saliera de España.

-¿Quién te salvó? ¿Por qué? 
-No lo sé… 
-¿Conociste a Primo de Rivera? 

Mejías dudó un instante, no podía equivocarse en la respuesta. Nos vimos un par de veces… Cenaron juntos a escondidas, a ninguno le convenía que trascendiera. Yo no podía ser amigo de alguien que predicaba la violencia y José Antonio consideraba que mis convicciones republicanas eran peligrosas, pero nos respetábamos… Primo de Rivera leyó unos versos suyos y quiso conocerlo. Mejías apreció el atractivo del caudillo fascista, era hermoso, muy culto, inteligente, y eso lo hacía aún más de temer. José Antonio acabó preso en Alicante, desde allí envió el mensaje para que sacaran de España a Antonio Mejías Valdivieso.

Viajaron sin descanso en un Hispano-Suiza T56: Sevilla, Cáceres, Valladolid y, por fin, La Coruña. El 26 de agosto de 1936 el vapor San Martín arribó al puerto de Buenos Aires. Su pasaje, un centenar de labradores gallegos, desplazados por la guerra. ¿Y tú? Yo desembarqué con ellos con unas pocas pesetas en el bolsillo… ¿No buscaste a nadie? No… Pero allí tienes amigos, eso lo sabemos, ya estuviste antes en Argentina… Sí, en 1933, pero ahora tenía que desaparecer… ¿Y eso por qué? Ya estabas a salvo, ¡dime la verdad!

Mendes apagó el magnetófono. Se acabó la grabación por hoy. Lo que me digas ahora no lo va a oír nadie más... No tengo mucho que añadir, trabajé en lo que pude y cuando conseguí reunir algún dinero me trasladé a México. En 1939 acabó la guerra y miles de españoles se exiliaron allí. Yo siempre había soñado con volver a Nueva York, crucé la frontera en 1940.

-¿No estabas a gusto entre los tuyos, rodeado de republicanos como tú? 
-Esa persona murió el 18 de agosto de 1936. Me convertí en otro, en el que soy en este momento. No creo en la resurrección… 
-¿Y a quién enterraron en un barranco? Alguien ocupó tu lugar. 
-A ese otro no le hice ningún daño, cadáveres no faltaban. 
-Tony, ¿y si te mandamos de vuelta a España? 
-Ya lo sabes, habrá consecuencias, será la ruina de familias enteras.
-¿Familias falangistas? Esa gente es culpable, son asesinos. 
-¿Sabes? Nadie es inocente.

Antonio Mejías Valdivieso salió y cerró suavemente la puerta. Richard Mendes abrió el cajoncito de la mesa, sacó un libro manoseado, Poeta en Nueva York, y leyó unos versos:

La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.

Mendes buscó el prefacio y observó la fotografía de Federico García Lorca. Sacó la pluma del bolsillo y rasgó sobre la imagen una poblada barba.

Salvador Rivas

Relato publicado en la revista Estrechando,
número 5, monográfico dedicado a García Lorca

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