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viernes, 21 de septiembre de 2018

Felicidades

Este relato ha obtenido el primer premio del XXII Certamen

Literario Vigía de la Costa (Ayuntamiento de Benalmádena, 2018)

 


Giró la llave del buzón y dejó caer la portezuela. Entonces la vio. Recibir una carta se había convertido en una señal de alarma. Los buzones habían adquirido la cualidad de recipientes obsoletos, meros intermediarios entre la propaganda y la basura. Aparecían regularmente octavillas de prostíbulos domésticos, folletos a doble cara de novedades informáticas y, con periodicidad mensual, cuadernillos de doce páginas del descomunal supermercado de la esquina. Una carta era un imprevisto ante el que había que ser cauteloso. No recordaba en qué momento se cansó de las facturas indescifrables, de las notificaciones de pago a crédito y de los resúmenes fiscales de su única cuenta corriente. Lo puso todo en la modalidad de comunicación electrónica. Ahora las operaciones postales se limitaban a girar la llave, vaciar y tirar. Aquella carta… Una carta de un organismo oficial era un riesgo para el que no estaba preparado. Pero persistía allí, el clásico sobre con ventana, y asomándose a la ventana su dirección y su nombre: Arturo Román Donoso. Sólo unas pocas personas lo conocían. Para la inmensa mayoría era Arthur Stein, escritor de bestseller policíacos. En la misiva destacaba el emblema de la Dirección General para la Felicidad Social y la Calidad de Vida.

Cerró la puerta tras de sí y dejó el llavero en el cenicero del aparador de la entrada. Rasgó la solapa del sobre. Desplegó la hoja y leyó el texto con avidez.

Estimado señor:

Me complace ponerme en contacto con usted desde esta Dirección General, que como bien sabe ha sido recientemente creada para solventar asuntos que afectan tanto al bienestar personal de la ciudadanía, como a la placidez social que es imprescindible para el buen gobierno y el desarrollo integral de la comunidad.

Dentro de nuestras actuaciones, nos agradaría mantener una distendida conversación con usted, en la que abordemos temas de su interés e, igualmente, de interés público. Para ello, le esperamos en nuestra sede el próximo día 15 de mayo, jueves, a las 12:00 horas, Segunda Planta, Sala 37.
Sin otro particular, quedo a su entera disposición.

Fdo.: Sebastián Ponce Carvajal
Director General

Frunció el ceño y torció el gesto. Sin comentarios. ¿Pero qué se habían creído estos mamelucos? ¿Que no tenía nada que hacer? ¿Que los libros se escriben solos? Vaya pérdida de tiempo y vaya distracción. Ahora estaría una semana dándole vueltas a la absurda cita, aparecería por allí, apretones de manos y foto para distribuir a la prensa. Grosera propaganda, derecho de pernada, servidumbre oficialista. ¡Y el modo tan chabacano de hacerlo! Cogió el móvil, marcó y casi no esperó a que la voz del otro lado lo saludara. Estaba muy enfadado, ¿para esto te pago, para que no seas capaz de meter en vereda a estos chupatintas? ¿Para qué quiero entonces a un representante? Déjales claro que no es manera de hacer las cosas, que estoy muy ocupado. ¿Cómo voy a terminar la novela con esta clase de sorpresas? Ya sé que la tenía que haber entregado hace tres meses, aún atino a tachar días del calendario, me da igual que la editorial se suba por las paredes, no voy a firmar nada que no esté a mi gusto. Necesito pulir el final, eso es todo.

Se sentó en el sillón de leer. Puso la tele. En el Todonoticias daban la información del tiempo. Temperaturas moderadamente altas con tormentas ocasionales en el nordeste. Viento fuerza siete en la costa sur. Nubes y claros en el interior. Despejado en el resto del territorio nacional. No tenía un final que pulir. Si agitaba el manuscrito arrojaría sobre el escritorio cinco muertos por causas no naturales y tres estupendos candidatos a culpable. Pero le faltaba trenzar el the end, combinar todas las posibilidades y cerrar la historia con una resolución verosímil. Por algo sus libros se vendían en los aeropuertos y en las grandes superficies, no estaban arrumbados en las librerías de viejo comiendo polvo. A él lo leía todo el mundo. De Arthur Stein se esperaba siempre lo mejor, y más ahora que había retomado la saga de su detective estrella, Tom Spencer. Brutal y tierno, castigador y caballero, implacable con los delincuentes y seductoramente ambiguo con mujeres y hombres. Seis novelas habían dado de sí todo lo que podía dar el personaje, lo sabía. Pero la séptima añadiría algo de lo que nunca había suficiente: dinero. O sea, más dinero. Para la editorial, para su representante y para él mismo. ¿Cómo iba a decir que no? Ya el título era un señuelo, Cómo matar a Tom Spencer. Pero por descontado nadie iba a acabar con la mina de oro, y menos que nadie el autor. Todo iba a pedir de boca hasta que se bloqueó. Cogió el mando y cambió a la Teletienda.

Llegó el fin de semana y olvidó la carta. Aporreó el teclado con rabia noche y día, y acabó aporreándose las sienes. Mucha cantidad y ninguna calidad. Aquellos eran los únicos momentos en que echaba de menos a Elvira. Ella le hubiera puesto la mano en el hombro, le habría besado levemente el cuello y posaría junto al ordenador un colacao bien caliente. Entonces sí que se le aclaraban las ideas, sobre todo si iba acompañado de una rebanada de pan con mantequilla y chocolate. Elvira, la ausente. En paradero conocido, la costa oeste de Estados Unidos, generosamente financiado con buena parte de su bien ganado patrimonio. Me divorcio de ti, Arturito, siempre le gustó que lo nombrara con el diminutivo. ¿El qué? Que se acabó el matrimonio. ¿Pero qué dices? ¿Y estos quince años? Ya no te quiero, pero tampoco es imprescindible. Me aburres, y eso sí que es grave. Ni siquiera me gusta lo que escribes. Nunca me ha gustado. Mejor llegamos a un acuerdo y te gastas en mí lo que te costarían los abogados y el juicio, más un porcentaje justo de todo cuanto has ganado. Ella era, como siempre, la voz de la sensatez y de la mesura. La voz perdida.

Llegó el lunes, juzgó innecesario despojarse del pijama para batallar contra su propio texto y aún no era mediodía cuando resonó el móvil. Estaba harto de exigencias y de plazos.

-¿Qué?
-Yo también me alegro de oírte.
-No puedo concentrarme si me presionas continuamente.
-No te llamo para eso, no tengo ningún recado de la editorial ni nada semejante.
-¡Pues entonces adiós!
-¡Espera! ¿Recuerdas la carta de la que me hablaste?
-Sí, supongo que estará solucionado. No voy a ir a ninguna parte hasta que acabe el libro.
-Es que no es lo que te imaginas. Es… un tema administrativo, digamos.
-No puedo distraerme, soluciónalo.
-Imposible, tienes que ser tú en persona, Arturo. Tienes abierto un expediente con información reservada.
-¿Eh? ¿Un expediente? ¿Qué eso? ¿Un expediente de qué?
-No me lo pueden decir, hasta que no te persones ni siquiera a ti pueden indicarte qué pasa. Pero no es nada grave, algún chalado les ha dicho no sé qué y desean aclararlo, no te preocupes.
-¡Que no me preocupe! ¿Qué diantres me estás contando? ¿Me han denunciado? ¿Por qué? ¿Es que ahora tengo que volver a buscar un abogado, no he tenido bastante?
-Noooooooo, cálmate, esto no es el Juzgado de Familia, ni la Seguridad del Estado, nada de abogados, ni denuncias, ni acusaciones. Nadie se va a enterar, van a hablar contigo y ya está. Ya sabes que estas cosas nuevas empiezan con mucha fuerza y es como una lotería, llaman a mucha gente al principio. Hay que justificar el gasto. Imagínate unos Servicios Sociales pero con mucho más radio de acción, que se preocupan del bienestar de la gente en cualquier sentido.
-¿Es que me han visto muy delgado y me van a mandar provisiones de la Cruz Roja? ¿Van a darme en adopción ahora que vivo solo? ¡Qué puñetas de estupidez me estás diciendo!
-Me resulta difícil hablarte de lo que no conozco, Arturo. Tienes que ir, así de simple. Ya sabes que no están los tiempos para jueguecitos. Lo siento.

Se quedó mirando el móvil como un imbécil. Madre mía, madre mía, ¿pero es que no me pueden dejar en paz? Volvió a la pantalla sin intención de escribir ni una letra, no tenía ánimo. Apoyó la quijada derecha en la palma de su mano y percibió la diminuta punción de la barba de tres días. ¿Qué quiere esta gente? Publicidad. Sí, Arthur Stein como usuario de un nuevo servicio público. Y todo mensaje publicitario requiere una buena historia que contar en el menor tiempo posible. La suya sería la del hombre satisfecho por su éxito, que se rehace a sí mismo y comparte su experiencia con la Dirección General. ¿Qué necesitaba para aportar sustancia a la novelita? Lo que hacía siempre: documentarse. Para eso está Internet, no todo va a ser vociferar con nombre falso. Combinó varias búsquedas, gobierno+felicidad, felicidad+suprema, felicidad+social, ministerio+felicidad. Ordenó como pudo las ideas que surgían de aquellos textos fragmentarios, y se sorprendió de la antigüedad del concepto político. Ya Aristóteles consideraba la felicidad un bien supremo en cualquier comunidad de personas libres. A los Padres Fundadores de los Estados Unidos de América no se les escapaba nada, por lo que se veía, pues en 1776 incluyeron en la declaración de independencia que la búsqueda de la felicidad era un derecho inalienable del ser humano. Vaya por Dios. Una noción mimetizada en los albores de la Revolución Francesa, todo el mundo feliz en las plazas públicas vitoreando la cosecha de cabezas. No de ajos precisamente. Pero fue hace décadas, en el último tercio del siglo XX, cuando abrió brecha el derecho legal a ser feliz. Bután, de población budista, fue el primer país en hacerlo, y sustituyó el PIB por el FIB. Pasó de calibrar el producto interior bruto, de criterio exclusivamente económico, al índice bruto de felicidad, con parámetros sociales, sanitarios, culturales y educativos. Las constituciones de Japón, Corea del Sur y Brasil recogieron este viejo derecho innovador. Naciones como México, Venezuela y la propia Francia lo introdujeron en su corpus jurídico. Ahora nosotros lo recuperamos para dar la matraca a quien tiene cosas mejores que hacer, país de majaderos, y se hizo el propósito de ensayar ante el espejo su mejor cara feliz. Lo que era incompatible con su aspecto presente.

Regularizó durante un par de días sus hábitos alimenticios e higiénicos, salió a pasear para que le diera un poco el sol, e incluso dio las gracias a la cajera del supermercado como prueba irrefutable de que podía atemperar a voluntad su cuidada misantropía, de la que se ramificaban brotes cada vez más robustos de misoginia. La tarde anterior a la cita gubernamental le apeteció relajarse y nada mejor que ir al cine, a una sala prolífica a la hora de programar clásicos en blanco y negro, películas subtituladas con vocación de soledad junto a las últimas cintas de gusto semiadolescente. Se alegró mucho cuando encontró ante sí un programa doble, era la Semana Homenaje a Costa-Gavras. Ponían La confesión y Sección especial, oh, qué cuatro horas de narración ajena, de exquisitez visual, de pasión. De olvido. Al salir decidió templar el cuerpo en un local próximo, al que acudía esporádicamente desde que Elvira se fue. Le darían un buen masaje y, si bien le parecía una exageración la etiqueta de final feliz, al menos sí tenía asegurada una satisfacción inmediata y pasajera. Saludó a la recepcionista de rasgos asiáticos, hola Carmen, holaaaaaa, qué gusto verlo de nuevo por aquíiiiiiii.

El relax le duró poco. Apenas pegó ojo imaginando mil versiones distintas de lo que habría de ocurrir al día siguiente. Le sirvió al menos para levantarse muy temprano, darse un baño de los que ya no acostumbraba y rasurarse cuidadosamente. No se hizo ningún corte, lo que interpretó como un buen augurio, se presentaría en la Dirección General con el rostro inmaculado. Imaginó lo que diría Elvira si lo viera de esa guisa, aseado y pulcro como hacía tiempo que no reflejaba el espejo. Si acaso las ojeras desentonaban del conjunto, pero también le daban un tono más acorde con sus intenciones: era una persona ocupada, tenía múltiples responsabilidades, dieciséis horas de vigilia no le daban para todo y tenía que usar algunas de las otras ocho. Así que hola y adiós, qué gusto haberles conocido, ¿una foto? ¡Ah, la foto, el traje! ¿Qué traje llevaría? De nuevo se puso en el lugar de Elvira mientras repasaba el armario. Seguro que ella hubiera dado con la corbata y los calcetines a la primera. Tardó un buen rato en decidirse, no tenía ninguna prisa, y lo hizo por una opción que en principio le desagradaba. Usaría el traje nuevo que le compró ella poco antes de marcharse, el que debía estrenar en la presentación mundial de su novela. Era más que una superstición, la costumbre había alcanzado la categoría de rito sagrado con el curso de los años. Pero caramba, todo había cambiado, nada encajaba ya como antes y tal vez fuera el momento de soltar también ese lastre del pasado. Terminó de cepillarse los zapatos, se puso la chaqueta y se colocó el sombrero con una ligera inclinación que los intérpretes de banderas de señales hubieran anotado como “actitud despreocupada”.


Cuando llegó al edificio de la Dirección General tomó el ascensor hasta la segunda planta y buscó el despacho 37 por los inmaculados y silenciosos pasillos, hasta que dio con él. Giró el picaporte y entró en lo que parecía la sala de espera de un dentista. Cinco sillones de tapicería sufrida pegados a la pared y una mesa central con revistas. Al fondo se abría un ancho pasillo en el que habían instalado un mostrador en forma de ele, atendido por una veinteañera de impecable aspecto, un sencillo traje de dos piezas con cuello mao, moño samurai y sonrisa perpetua. Le entregó la carta y la joven le mostró sus dientes perfectamente alineados, resplandecientes, escoltados por las encías más saludables jamás vistas, del color de un gajo de sandía en pleno agosto. Si quiere esperar un momento, don Arturo, enseguida le atenderemos. No faltaba más, de aquí no me muevo. Por supuesto que no se movería, pues en ese lado de la puerta no había pomo ni tirador que franqueara la salida, según pudo observar mientras se sentaba. Se quitó el sombrero y lo encajó sobre su rodilla. Levantó la cabeza y entonces reparó en quienes le acompañaban en la habitación. Una mujer y un hombre, muy ancianos, parecían sestear arrastrando la respiración. Dos gemelas, de unos cinco o seis años, vestidas de forma idéntica, con sus mochilas escolares en el suelo, se mostraban muy formales y lo miraban fijamente. Le extrañó no ver a sus padres, ¿son vuestros abuelos? Las niñas no contestaron, la más decidida cogió una de las mochilas, vamos a jugar, y sacó dos muñecas.

El hombre mayor jadeó con intensidad un par de veces y abrió los ojos. Susurró algo al oído de la mujer y ella pareció despertar muy lentamente. Lo miró airada, no serás capaz de hacer eso, te lo prohíbo, escupiendo las palabras, cálmate querida, hay gente delante, se van a dar cuenta de la clase de harpía con la que me casé. Hizo como que no los oía y cogió el móvil para matar el tiempo. Sin cobertura. Contrariado, se aflojó ligeramente la corbata, se estaba acalorando. Recurrió a una revista y dejó el sombrero sobre la mesa. Había de moda, del corazón, de temas históricos y de divulgación científica. Escogió una con una espectacular portada de Göbekli Tepe, “el templo más antiguo del mundo”, construido 10.000 años atrás. Seguro que entonces la Humanidad era más feliz. Los ancianos seguían inyectándose veneno entre dientes, acompañaban los gruñidos con insólitas muecas y acrobáticas miradas de soslayo. Muchas veces imaginó que envejecería junto a Elvira, en una edad de oro plácida, en la que cada uno sería el bastón del otro y podrían desgranar los recuerdos de una larga e intensa vida en común. Y sin embargo ahora estaba solo, prematuramente desamparado, y con la memoria ocupada por los peores momentos de su existencia. Elvira, la mujer dulce y sensata, ¿por qué no le hizo caso? Lleguemos a un acuerdo, le dijo ella, y su respuesta fue negarse a cualquier tipo de conversación que no acaeciera entre abogados, y negarse a negociar. Vayamos a juicio, no tengo nada que perder, más allá de un montón de dinero y la mayoría de mis bienes. Ah, qué torpe es el despecho. La ausencia es la peor de las enfermedades mentales. Ya nunca serían dos viejos como aquellos, colmados de rencor, incapaces de deshacer el nudo tóxico que los mantenía unidos. Madre santa, qué calor. Se quitó la chaqueta.

Dos hileras de dientes se entreabrieron como las compuertas de un depósito de misiles y dejaron asomar la lengua sonrosada, pueden pasar cuando quieran, al fondo del todo, y los ancianos se incorporaron arrastrando el peso de 150.000 años de evolucionada naturaleza humana. El hombre siseó “puta” y la mujer silabeó “cabrón”. La sonrisa del mostrador se ensanchó hasta componer el rictus de un payaso de película de terror, y segundos después el zumbido de una leve corriente eléctrica hizo que una puerta se abriera, y enseguida se oyó al agudo chasquido del cierre. Silencio y calor. Volvió a mirar el móvil. Sin cobertura. Se levantó para estirar las piernas y miró a la chica. Perdone, ¿pueden bajar la calefacción? Es insoportable. Lo siento, siempre sonriendo, el sistema anda descompuesto y aún no vinieron a repararlo, en realidad ésta es la temperatura ambiente. Puedo ofrecerle un botellín de agua. Lo aceptó y se sentó de nuevo. Las gemelas habían empezado a alborotar, se disputaban los vestidos de las muñecas, que habían expuesto en uno de los sillones. Nunca le había planteado a Elvira tener hijos, y ella siempre había esquivado la cuestión. ¿Por qué no estaban allí los padres de las niñas?


Ya no había remedio, como pareja, claro. Si llegaba el momento de tener niños probablemente ninguno de los dos conocería a los del otro. ¿Qué aspecto hubieran tenido esos críos? Como la madre, seguro, con el gen recesivo del pelo rojo, las pecas en las mejillas y la piel clara. Elvira la Pelirroja, que bien podría ser el apodo de una mujer pirata del siglo XVIII, surcando el Caribe y arrebatando tesoros a diestra y siniestra. Con sus pechos blancos asomando rebeldes sobre la casaca de combate, los pezones claros endurecidos por el roce de la seda saqueada. Pelirroja en su pubis, remolinos en llamas flanqueando la dulce hendidura. Arrojó de sí la imagen, que le hizo removerse incómodo, notaba las axilas húmedas y la primera gota de sudor resbalando por cada centímetro de su espalda. Del mostrador surgió la voz cantarina del Gato de Cheshire mostrando a Alicia su acorazada dentadura, niñas, niñas, entrad, os están esperando, recoged los vestiditos, guardad las muñecas, vamos, no discutáis. Las vio desfilar ante él, enfurruñadas, y sumergirse más allá de la oquedad del muro. Aflojó otra vez el nudo de la corbata y palpó ligeramente su frente sudorosa. Perdone, ¿tendría un pañuelo de papel, tal vez otro botellín de agua? Por supuesto, tenga usted, no dude en pedirme lo que necesite. Lo que necesito es pasar, terminar y volver a mi trabajo… Ah, no sabe cuánto sentimos este imperdonable retraso, enseguida lo atenderemos. ¿Por qué no hay cobertura? Oh, es una medida antiterrorista, sucede en todo el edificio, así estamos más tranquilos, canturreó un destello molar. Cariacontecido se sentó de nuevo, apoyó los codos sobre los muslos y agachó la cabeza.

Quería irse. Arthur Stein necesitaba acabar su nueva novela. Don Arturo necesitaba que lo hicieran pasar para volver a sus asuntos. Arturo Román Donoso necesitaba volver a la senda de la felicidad, pero no allí, entre burócratas que se creían con derecho a hurgar en su vida. Volver a otro lugar, recóndito, inaccesible. Volver al pasado, al cuerpo palpitante de Elvira, a sus pensamientos sosegados, a su voz tranquilizadora. Lleguemos a un acuerdo, le dijo, y no hubo acuerdo posible que no pasara por permanecer a su lado, por amarlo incondicionalmente. Por disfrutar juntos de todo cuanto poseía. Y aquella multitud de invitados a la fiesta, la gala de su conversión a cenizas, los abogados, el juez, los procuradores y los peritos contables, los testigos, ¿faltaba alguien? Aquellos invitados sobraban y, de repente, ya no hubo nadie. Elvira se fue y el festejo paró. Quedaron él y la pantalla parpadeante, él y el teclado que amenazaba con fracturar sus falanges. ¿Qué se puede escribir después de pronunciar un responso por tu vida futura? Teclear, pulsar, marcar y copiar y pegar. Cortar y borrar. Mucho calor. Empezar de nuevo, titubear, retroceso, intro y aparte. Mandar el archivo a la papelera. Tres meses de retraso y la novela sin terminar. ¿Sin terminar? Tres meses de retraso y tener entre las manos un amasijo de palabras, de pasajes inconexos, fragmentos de una historia sin argamasa. ¿Qué se puede escribir después de oficiar tu propio funeral?

Se contempló a sí mismo desde la perspectiva de una cámara de seguridad, de pie ante el mostrador, con la corbata en la mano y los dos primeros botones de la camisa desabrochados. Las pupilas brillantes. Guiñó repetidamente el ojo izquierdo, escocía una gota de sudor. No estaba dispuesto a darse por vencido. Se humedeció la comisura de los labios con la punta de la lengua, pudorosamente, sin mostrarla, y pronunció la frase:

-Lo confesaré todo.

No tuvo miedo cuando se abrieron aquellas fauces repletas de dientes afilados, deslumbrantes, cuando se estiraron los seis pares de músculos faciales que apuntalan la sonrisa humana y le mostraron toda su potencia.

-Ahora ya puede pasar, don Arturo, estamos aquí para atenderlo en todo lo que precise.

Cogió la chaqueta, la plegó sobre el antebrazo. El pasillo. El zumbido de una leve corriente eléctrica. Aquella puerta entreabierta. Había olvidado el sombrero.



Salvador Rivas


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