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lunes, 25 de febrero de 2019

In Memoriam


Venía cada domingo a la cafetería. Con esos andares graciosos, como el que sube y baja escaleras al mismo tiempo. Era alto, delgado, algo encorvado y con una prominente nariz que me recordaba a la de Cyrano de Bergerac. Me asombraba verlo en estos días tan frescos vestir solo vaquero y camiseta.

Siempre la misma mesa del fondo, la que tenía dos sillas. Parecía que la reservaban solo para él. Como éramos los parroquianos habituales, nadie se sentaba en aquel lugar, se había ganado el profundo respeto de todos.

A veces, alguno le preguntaba: ¿Dónde está tu amiga? ¿No ha venido? Y él daba su misma respuesta, hoy no viene la Mary.

Pedía chocolate caliente. Se lo bebía lentamente, paladeándolo a gusto, mientras garabateaba en una libreta azul. Después de pagar, salía dando sus pequeños saltitos despidiéndose de todos con su encantadora sonrisa.

Le apreciábamos mucho, jamás le vimos perder su optimismo y gentileza. Era polifacético, cada domingo nos deleitaba con canciones, chistes, versos o reflexiones que nos regalaba en pequeños papeles que abríamos presurosos por saber lo que nos había tocado. En cierta oportunidad me llegó uno que guardo celosamente dentro de las páginas de un libro, el perdón es la fragancia que desprende la violeta del tacón que la ha aplastado. 

Poseía tal intuición, capaz de escrutar nuestras almas. Nadie sabía cómo había aparecido en nuestras vidas, pero agradecíamos tenerlo como si fuera un pequeño rayo de luz.

De pronto un domingo noté su ausencia. Y al siguiente. Hasta que pasaron algunas semanas y empezaron a despuntar esos amaneceres gélidos donde el aire sonroja las mejillas y el bullicio de las noches aturde los sentidos. Me había acostumbrado a la presencia del agradable trovador y formaba ya parte de mi vida. Sentía profunda preocupación de que al arreciar el tiempo y saber cómo vestía, pudiera estar enfermo. Por eso indagué qué pasaba con él.

Una de las camareras me informó entristecida, que lo habían buscado por todo el pueblo, pero al parecer, ni rastro de él. Dicho esto, me señaló hacia lo alto de un estante la famosa libreta azul que olvidó la última vez en la cafetería. La guardaban como un tesoro por si algún día decidiera volver. 

Solicité mirarla un instante y descubrí en la primera página, escrita con primorosa caligrafía, esta frase que me sobrecogió: 

A mi madre. Por su amor para aceptarme y perdonarme tanto. 
Para mi Mary. 

Ana Monteza

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