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miércoles, 30 de octubre de 2019

El anhelado sepelio


La implacable y unánime sentencia del Tribunal Supremo, al final, provocó menos revuelo de lo que cabía esperar. Los restos del dictador debían ser exhumados y vueltos a inhumar en el cementerio de una localidad cercana. El presidente del Gobierno, de viaje oficial en Estados Unidos, fue despertado en la madrugada de allí por la vicepresidenta que no dudó en llamarlo para comunicarle la tan anhelada noticia. Él lo agradeció, se cumplía así una de sus principales promesas electorales. El Consejo de Ministros había logrado sortear todos y cada uno de los impedimentos que, el prior de la abadía, la familia, nostálgicos del régimen y algún que otro juez ultraconservador no cesaban de interponer y que, ante la sorpresa de algunos, la Iglesia Católica no. 

Llegó el día esperado. El ministro del Interior llamó al presidente del Gobierno para comunicarle los graves problemas que acuciaban. La empresa funeraria encargada del sepelio había sufrido un atentado supuestamente perpetrado por algún grupo ultraderechista. Todos los coches fúnebres de la empresa a la que había sido encargado el sepelio habían aparecido calcinados esa mañana. El presidente encargó al ministro del Interior hacerse cargo personalmente del caso. Prioridad absoluta, le ordenó. Tras una rápida cadena de llamadas protocolarias, decenas de coches patrulla, del ejército y policía secreta, haciendo sonar sus estridentes sirenas, se dirigieron desde diversos lugares hacia el pueblo donde debía de acontecer el esperado sepelio. El ministro adelantó a todos ellos en helicóptero. Cuando aterrizó en el campo de fútbol de la localidad, ya lo esperaba allí el capitán de la Guardia Civil. Se cuadró ante el ministro, que bajó de la aeronave junto a cuatro acompañantes más, y pasó a darle el parte de la situación.

- Señor ministro. El atentado parece haber sido perpetrado por un grupo bien organizado.
- Ya me han llamado al helicóptero del Ministerio. No se encuentra funeraria disponible en ciento cincuenta quilómetros a la redonda. Parece ser que, meticulosamente, el grupo terrorista ha encargado falsos sepelios para hoy a la misma hora. 
- Bueno, no hay de qué preocuparse entonces. – Comentó el capitán encogiéndose de hombros. - Si son encargos falsos.
- Todos han sido pagados por anticipado. – Dijo serio el ministro ante el asombro del capitán. – Detrás de todo debe haber algún millonario nostálgico que financia la operación.

El capitán enmudeció.

- Bueno. Hay que actuar rápido. – Expuso el ministro. – Pronto llegarán los miembros del gabinete de crisis. Necesitamos una sala amplia para reunirnos.
- El Salón de Plenos del Ayuntamiento. – Propuso el capitán.
- Buena idea. ¿De qué partido es el alcalde?
- Del suyo, señor. – Contestó el guardia civil aliviado.
- Estupendo, vamos para allá.

El ministro y sus acompañantes se acomodaron en los coches patrulla de la Benemérita que partieron raudos, haciendo sonar sus estridentes sirenas, hacia el Ayuntamiento.

Cuando llegaron ya se encontraban allí dos todoterrenos del ejército que habían partido de una base cercana. Cuando el ministro bajó del coche le dijo al capitán que había que retirar los coches de allí para no llamar la atención. La prensa no debía hacerse eco de lo que realmente ocurría. El capitán ordenó a uno de los números que lo acompañaba que según llegara el resto de vehículos se encargara de retirarlos de allí. Entraron al Ayuntamiento y subieron hasta una sala colindante al salón propuesto, ya que en ese momento se estaba celebrando un pleno municipal. Ordenó hacer venir al alcalde que debía participar, como conocedor del pueblo, en el gabinete de crisis. También usted capitán, le ordenó. Entraron a una gran sala ocupada casi en su totalidad por una enorme mesa muy parecida a la del Consejo de Ministros. Esperaron al resto de las personas citadas y el ministro tomó la palabra.

- Señores, tormenta de ideas. Es una emergencia nacional trasladar los restos mortales del dictador al cementerio que ha dictado la sentencia del Tribunal Supremo y no disponemos de vehículo para ello. A quien se le ocurra una idea, por muy loca o extravagante que le parezca, que la suelte. Trataremos que una idea nos lleve sucesivamente a otras que la vayan mejorando.
- Un teniente coronel intervino. - Lo podríamos trasladar a hombros, con honores militares.
- Bien. Buen comienzo. – Le respondió el ministro. – pero hay demasiados kilómetros para eso, más ideas.
- En carroza. – propuso la secretaria del alcalde.
- La carroza que tenía la funeraria para entierros solemnes es ahora un montón de cenizas. – intervino el capitán.
- Tenemos el carruaje con el que trasladamos a los toreros en la feria. - intervino el alcalde.
- No es el adecuado para cargar un féretro. ¿No hay otros carruajes en el pueblo? – preguntó un alto funcionario del Ministerio.
- Sí, claro. – intervino el alcalde.
- Pero no parecen carruajes fúnebres. – añadió.
- Habría que disfrazarlo, como en carnaval. – propuso una de las mujeres que llegó en el helicóptero.
- Bien, vamos avanzando. – comentó contento el ministro.
- Y necesitaremos caballos, por lo menos seis, para que no resulte cutre. – propuso otro de los funcionarios.
- Supongo que habrá caballos en el pueblo ¿no alcalde? – preguntó el ministro. – Si es necesario los compramos. – el dinero no es problema, contamos con los fondos reservados.
- Sí, claro.
- Pues mande a alguien a reclutar seis caballos, alcalde. – ordenó el ministro. – que ofrezca mil euros por un día de alquiler por caballo. - añadió. - Y localice un carro aparente. Y un carpintero y un cristalero que transformen el carro en algo parecido a un carruaje fúnebre.
- Enseguida, ministro. – respondió mientras se levantaba y salía de la sala a trasladarle las órdenes a algún funcionario.
- Ya se están encargando de ello, ministro. – comentó el alcalde tras volver a los pocos minutos.
- Hay que cuidar al máximo los detalles. – expuso el ministro. – Debe dar el pego.
- Los caballos deberían ir ataviados con adornos adecuados, como plumas negras en las cabezas. – objetó uno de los funcionarios. 
 - Las plumas de los disfraces de carnaval, pintadas de negro. - propuso la secretaria del alcalde.

Al poco llegó el funcionario encargado de conseguir los caballos que comunicó que seis corceles se dirigían al patio de caballos de la plaza de toros.

 - Vamos para allá. – propuso el ministro.

Todos se levantaron camino de la plaza. Seis caballos, cada uno de su padre y de su madre, esperaban traídos por sus dueños. Parecía un muestrario de razas equinas. Desde un enorme podenco de peludas pezuñas a un pequeño y musculoso caballo árabe, pasando por equinos de todos los colores. Blanco, marrón, gris, incluso uno de pelaje manchado que recordaba a los que usaban los indios en las películas del oeste.

- Buen muestrario para una feria. – comentó el ministro con ironía. – habrá que pintarlos todos de negro. ¿Hay alguna carbonería en el pueblo? – añadió.
- En el pueblo de al lado. – comentó el alcalde.
- Pues vayan a buscar picón. Los mancharemos a todos. Busquen las plumas de carnaval, las teñiremos también con el picón.

Un funcionario del Ayuntamiento marchó a cumplir la orden del ministro. Minutos más tarde llegó con un viejo carro y después el carpintero y el cristalero acompañados del presidente de la comparsa de Carnaval que se encargaría de dirigir la obra del disfraz del carromato. Todos se pusieron manos a la obra. Llegó el picón y el ministro fue el primero en mancharse las manos. Resultaba cómico ver a altos mandos del ejército y la policía pringando sus suntuosos uniformes de carbón. Embadurnaron caballos, plumas y correajes de negro mientras carpintero y cristalero trabajaban a marchas forzadas. Emparejaron los caballos por tamaño y los engancharon como pudieron al carruaje que había quedado, ante la sorpresa de todos, aparente. Increíble, pero daba el pego. Partieron rumbo al mausoleo donde descansaba el dictador desde hacía más de cuarenta años. Decidieron, por temor a nuevos actos terroristas, hacer el camino, tanto de ida como de vuelta, dando un rodeo por pequeñas carreteras secundarias. 

Mientras tanto, una moderna grúa levantaba, como si de una pluma de ave se tratara, la pesada losa de tonelada y media que cubría el sepulcro.

Llegaron con una hora de retraso, a pesar de lo cual, el ministro se sentía satisfecho.

Periodistas de todo el mundo esperaban fuera, en la puerta del templo, ansiosos, la llegada de tan singular comitiva que, sorprendentemente, no levantó la más mínima sospecha. Ocho fornidos hombres, escogidos entre familiares y miembros de asociaciones simpatizantes del antiguo régimen trasladaban el viejo féretro a hombros hasta depositarlo en el improvisado carruaje fúnebre. Costó abrir la puerta del viejo carro disfrazado, y la cerraron no demasiado bien. Partió la original comitiva seguida por cientos de objetivos de cámaras de televisión que dejarían registrada la escena para la historia.

El carruaje, seguido por decenas de lujosos coches de familiares y los oficiales con miembros del Gobierno, policía y ejército, iniciaron, por el sinuoso camino trazado por el ministro, el viaje.
Estrechas carreteras con empinadas cuestas y curvas cerradas ponían en serias dificultades al cochero que resultó no ser tan ducho a las riendas de media docena de corceles.

Y, quién sabe si por justicia divina o venganza kármica, el universo dejó escapar una inesperada y fuerte tormenta. El carruaje se encontraba en esos momentos tratando de sortear una de las curvas más cerradas del trayecto. La pertinaz lluvia, inevitablemente, hacía resbalar el carbón por la piel de los caballos. Un caudaloso río de agua negra discurría bajo los neumáticos de los primeros coches de la comitiva mientras salían a la luz el policromado conjunto de pieles equinas con sus extravagantes plumas de colores en las cabezas. Rosa chillón, amarillo limón, verde fosforito... Parecía más bien la cabalgata del Día del Orgullo Gay. La rueda trasera derecha del carruaje se salió del asfalto. El golpe que ocasionó en el viejo carromato hizo desplazarse al féretro que, cuesta abajo topó con la débil puerta que cedió al no encontrarse bien cerrada. El ataúd resbaló hasta dar con el duro asfalto. La madera del féretro, que había servido de alimento a generaciones de termitas durante decenios, acabó convertida en cientos de astillas. Sólo sobrevivió milagrosamente la parte inferior que, como improvisado trineo llevó al cadáver del viejo dictador, en un último viaje, a la cuneta de la carretera donde le haría descansar cara al sol, que tímidamente comenzó a salir.

JuanLu ReinA

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