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jueves, 11 de noviembre de 2021

Ellas siempre me abandonan

Un relato de Mercedes Suárez Saldaña

 

Cuando Ángela y Nicolás me invitan a cenar no puedo negarme. Son tan buenos amigos que hoy me veo incapaz de inventar una nueva excusa. Además, sé que ya no admitirían ninguna, el tono de voz de ambos no me deja lugar a dudas. Por el camino compro una botella de vino y unos frutos secos. Nada más llegar a su casa percibo el aroma a la lasaña de él. Ángela se apresura a enseñarme el sofá nuevo, que yo no había visto aún. Frente a él, una mesa con platos, vasos y algo de picoteo. Cuando le doy lo que he traído, ella me lo agradece con una sonrisa y me invita a sentarme a su lado. Nicolás llega entonces con su plato estrella mientras grita Cuidado, que quema

Quieren que me distraiga, lo sé. Llevo un tiempo decaído, sin ganas de nada. Apenas salgo de casa y siempre estoy mirando la televisión, da igual lo que pongan. Mientras comemos, conversamos de las películas que están echando en el cine, de los libros que hemos leído últimamente y del panorama político. Al principio ellos charlan más que yo, aunque después de un par de copas me siento con ánimos de participar. Sé que no quieren que hable de cosas tristes, pero poco después, sin proponerlo, acabo recordando a Candela. 

Candela era dulce, cariñosa, inteligente. Vivimos juntos dos años. Nos divertíamos mucho, a ambos nos gustaba ver series en la televisión mientras comíamos palomitas de maíz, tranquilos, sin que nada nos molestara. El único problema con ella eran sus celos. Si alguien venía a casa, parecía distante, como si sólo se sintiera cómoda en nuestro universo de dos. Cuando mi hermano perdió su trabajo y lo invité a quedarse con nosotros unos días Candela pareció no tomárselo muy bien. De repente se fue sin despedirse siquiera.

Más que la soledad, lo peor fue dejar de sentir la devoción de alguien que antes parecía quererme tanto. Hago un inciso entre mis recuerdos para explicar que uno no es más feliz amando que siendo amado. Cuando nos adoran con pasión, cuando se nos tiene en alta consideración sin tener en cuenta nuestros defectos, cuando nos veneran por encima de todo…, esto es lo más cerca que se puede estar de esa felicidad extrema que suelen citar los poetas. 


 

Nicolás me interrumpe para decir que la poesía le parece aburrida y que además no está de acuerdo conmigo, pero obvio sus comentarios para continuar evocando el pasado. La tercera copa de vino termina por soltarme la lengua del todo. Y saco a relucir a Diana.

La conocí poco después de que Candela me dejara. Creo que nos enamoramos el uno del otro al instante, nada más vernos. Nuestra convivencia fue bien desde el principio. Nos encantaba estar tumbados, sin necesidad de palabras, acariciándonos de vez en cuando. Los domingos comíamos platos exóticos que yo pedía a diferentes restaurantes de la zona y, si hacía buen tiempo, almorzábamos en la terraza mientras escuchábamos a los pájaros que se posaban en los tejados. Diana nunca decía que no a ningún bocado. Engullía con tanto apetito que pronto engordó. Yo también. Desgraciadamente también me abandonó. 

Ángela me pasa el plato de jamón y comenta, tratando de ser amable, que Diana era un encanto. Nicolás dice que prefería a Eva. La encontraba más atractiva. Asiento porque sé a qué se refiere.

 

Eva y yo nos conocimos en el parque una tarde de otoño donde los árboles se balanceaban con el viento para cubrir los senderos de hojas. Congeniamos pronto. Días más tarde se vino a vivir conmigo. Era tan bonita como salvaje. Propensa al mal genio, podía tornarse irascible si algo no cuadraba en sus planes. Llevaba mucho tiempo haciendo lo que le daba la gana. Había vagabundeado durante años con músicos callejeros y hippies errantes. Sin embargo, si estaba de buenas, seducía a todo aquel que pusiera sus ojos en ella. Algunas veces desaparecía dos o tres días y yo me preocupaba pensando en donde podría estar. Volvía, siempre volvía, sin esclarecer sus escapadas. El olor de otros amores, impregnado en su piel, me sacaba de quicio, pero terminé por acostumbrarme a sus ausencias.

No recuerdo con exactitud cuándo se fue definitivamente. Supongo que corrió a la búsqueda de alguien que le procurara la emoción y la aventura que yo no supe darle. Confieso que sentí cierto alivio, aunque también la eché de menos. Cada vez que veía a un grupo de músicos en la calle detenía mis pasos para ver si estaba entre ellos. Pero esto no sucedió. Nunca he tenido la suerte de tropezármela de nuevo.

Ángela piensa que era una colgada. Está segura de que invitaba a amiguitos a casa cuando yo no estaba. Y se ríe porque también se ha achispado con el vino. Supongo que tiene razón. Eva me quitó las ganas de intentarlo de nuevo.

Y ahora, delante de mis amigos, me declaro culpable. ¿Por qué, si no soy el causante, todas han acabado por abandonarme?  Bebo otro sorbo. Supongo que tendré que resignarme a estar solo el resto de mi vida.

Es entonces cuando ellos se miran y sonríen de forma cómplice. Ángela se levanta con prisas y corretea hasta la cocina para volver con una caja enigmática entre las manos. Está envuelta precipitadamente en papel de regalo y adornada con un enorme lazo rojo. Los interrogo con la mirada y ellos me hacen gestos para que la abra.

-Vamos, venga, hombre. 

-Rompe el papel de una vez.

Voy haciendo lo que me dicen mientras oigo sus risitas expectantes. Y al fin descubro a un cachorrillo blanco y peludo que, arropado en una manta, bosteza antes de mirarme con curiosidad. Es una monada, lo reconozco. Tiene unos ojillos pequeños y brillantes que destilan puro amor. 

A pesar de esto, me quedo de una pieza porque nunca he tenido un perro.

-Es para que cambies de tercio – los oigo decir. - Los perros son más fieles y se quedan contigo hasta el fin de sus días. 

Los miro esperando que terminen por gritar, alborozados, que es una broma y que el animalito es un nuevo miembro de su familia. Pero no, cuando observo sus caras comprendo que van en serio.
No sé qué decir. Estoy algo borracho. El perrito me está lamiendo una mano con gesto inocente. Los otros dos continúan mirándome ilusionados, esperando mi reacción. Se supone que yo tendría que sonreír y darles las gracias, pero no me sale ningún gesto especial mientras comienzo a oír un sutil sonido tras la ventana. Es un maullido, un dulce maullido que parece dirigirse a mí.  
Antes de que puedan detenerme, salgo del piso a la calle con la esperanza de que todo irá mejor esta vez. La llamaré Patty y la llevaré a casa enseguida.

Mercedes Suárez Saldaña



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