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jueves, 22 de junio de 2017

El horoscopista, la cartera y un gato gris

Primer Premio del V Certamen Literario María Carreira (2017)




Con la solvencia que otorga el gesto muchas veces repetido, don Decoroso retiró la goma elástica que unía el mazo de fichas. El chasquido que produjo el pequeño latigazo en su muñeca le regaló, por un segundo, el leve regocijo del evento cotidiano, de la diminuta tortura deseada. Aquel pequeño estallido brilló por encima del soniquete de la lluvia sobre la vidriera del ventanal. Al oírlo, un gato, de un gris como el de la pizarra de una escuela bombardeada en el siglo pasado, abrió los ojos por un instante para volver a cerrarlos más pesados.

Eran unas doscientas cartulinas pautadas, amarilleadas por el tiempo y con las esquinas romas debido al uso continuo. La operación de barajarlas era lenta, correosa; ya hacía años que los rectángulos de cartón no deslizaban entre sí y que se encallaban en los ángulos y en los vivos, recubiertos ya por unos minúsculos pelillos como de piel de oruga. Extrajo una tarjeta al azar en la que se leía, en el centro, una única frase escrita a máquina: «Alimentación sana». Don Decoroso la dejó sobre la mesa y tecleó en su vieja Remington:

«Akuario: La komida sana tiene que komenzar a formar parte de tu dieta kuanto antes, ya que si sigues kon esa mala alimentakión, perderás energías en el día de hoy». 

Repitió la operación y sacó una ficha en la que se leía: «Gestión de problemas familiares».

Don Decoroso escribió: «Piskis: Trata de ser un poko más amable a la hora de enfrentarte a los problemas; kambiar un poko tu aktitud en el día de hoy te ayudará a solukionar un konflikto familiar».

Con ese práctico sistema, repetido durante décadas, no necesitaba más de cuarenta minutos al día para completar la predicción de los doce signos del zodiaco.  Era un cometido resuelto con un cinismo inofensivo, candoroso. En la redacción del periódico sabían que la tecla «c» de la Remington del colaborador estaba defectuosa. El maquetador, desde hacía años, repicaba todo el texto sustituyendo las kas por ces. Había desistido de intentar convencer al horoscopista para que redactase su sección con un ordenador y lo enviase por correo electrónico: todos en el periódico sabían que don Decoroso y la informática no se sospechaban, que pertenecían a dos mundos; que existían por separado en planos de realidad que nunca se cruzarían.

Por su parte, el vaticinador descreído ignoraba que, entre sus lectores más jóvenes, pocos hubiesen detectado algo extraño si el periódico hubiese optado por publicar su sección sin las correcciones pertinentes. Sin saberlo, se había adelantado a una época en la que se instauraría la libertad del individuo para trocar unas letras por otras no ya por ignorancia, sino por desenfado, para exhibirse como espíritu libre. Así, la sustitución de la ce por la ka por parte de determinado estrato de la población, se constituía en una reivindicación de la modernidad de una letra sobre la otra para reafirmar, por extensión, la modernidad del usuario. Como si las letras del alfabeto, aun sin formar palabras, hubiesen evolucionado hasta adquirir la capacidad de revelar el progresismo o el conservadurismo de quien las usa. Prodigiosa condición del lenguaje.

Don Decoroso era de una construcción achatada, estable; con un centro de gravedad situado en el bajo vientre. Su semialopecia era a duras penas disimulada por un bisoñé imperdonable, que fomentaba el chascarrillo fácil y adolescente de sus pocos conocidos y el recelo del gato. Su olor era antiguo, un olor a encierro; entre sus componentes dominaba una reminiscencia propia del alcanfor, de algún hidrocarburo o de una humedad propiciatoria al florecimiento de hongos o de otra forma de vida primigenia. Su manera de vestir era de una elegancia clásica: observaba al detalle la última moda de tres décadas atrás.

La remuneración por su trabajo era escasa, pero tampoco tenía excesivos gastos. El contable del periódico había demostrado con cifras, ante el consejo de administración, que resultaba más rentable mantener a su propio horoscopista hasta el ya cercano día de su jubilación, que recurrir a bancos de predicciones en Internet y despedirlo con una indemnización de veinticinco años. Seguía siendo la sección que más personas leían y que más barata resultaba. Contaba con la ventaja de que el director ―con quien nunca había cruzado más que algunas fórmulas de cortesía― le tenía cierto apego; como el que se tiene a un amuleto traído de un viaje o a una vieja chaqueta de pana demasiado gastada para usarla pero que uno se resiste a desechar.

Cuando hubo concluido el falsario pronóstico, volvió a atar el mazo de tarjetas, apuró su taza de café y abrió el periódico del día; ignorando las noticias, buscó la página con el horóscopo que él mismo redactara la víspera; lo recortó y lo metió en un sobre en el que escribió una dirección por la parte delantera. Adhirió un sello en la esquina superior derecha y se lo echó en el bolsillo de la gabardina. Un gato, gris como el cielo de Flandes de un pintor muerto, se estiró y caminó hasta la cocina sin demasiada convicción.

Don Decoroso salió de su casa y marchó varias cuadras hasta la redacción del periódico. Evitó penetrar demasiado profundo en el edificio para no confrontarse a las miradas de menosprecio del resto de los trabajadores. Entregó a la recepcionista el folio mecanografiado y, tras salir, se dirigió a la biblioteca municipal. Hizo un pequeño desvío para pasar ante el buzón de correos y depositar el sobre que contenía el recorte. Era un itinerario asentado, repetido día tras día desde hacía muchos años.

Pasó la mañana en la biblioteca manejando libros de Historia. Don Decoroso, desde hacía más de treinta años, empleaba sus mañanas en escribir tratados que nadie leía sobre el pueblo jázaro durante el imperio bizantino. En aquel momento recopilaba notas sobre las guerras jázaras contra el imperio sasánida y los califatos árabes. Su trabajo de investigación era mecánico: invertía en él la misma pasión que podía haber usado para escribir sobre la historia del uso del perejil o sobre la mecánica de los cortacéspedes: muy poca o ninguna. A pesar del escaso entusiasmo, la persistencia en su estudio le otorgaba una cierta impresión de solidez, de deber cumplido, de tiempo aprovechado: don Decoroso conjuraba el exceso de ocio como si se tratase de un vicio nefasto. A las doce y cuarenta minutos, retornaba los tratados al mostrador y, con un gruñido que solía quedar sin respuesta, se despedía de la bibliotecaria. Era una vieja apergaminada que tendía a mimetizarse con el entorno de anaqueles ajados y barnices antiguos. Jamás, durante todos esos años, había mostrado el menor interés por la erudición de su cliente más fiel. La funcionaria, aun siendo demasiado insignificante para poder permitirse tamaño mal humor, siempre entregaba los volúmenes a regañadientes, con desconfianza, como si fueran de su propiedad y temiese que no los fuese a retornar en buen estado. Don Decoroso ni siquiera la odió un poco. A la misma hora, en su casa, un gato, de un gris quebrado como el humo del asfalto recién echado sobre un alma enferma, se acomodaba en el quicio del ventanal para ver a su amo llegar. Don Decoroso, no obstante, tenía asumido que los gatos no tienen amo; que su papel era más bien el de un compañero de piso con responsabilidades de intendencia.

Tras entrar en su casa miró su reloj, se adecentó un poco el bisoñé, se sirvió media copa de moscatel y se sentó junto a la vidriera a esperar a la cartera. A la una en punto la vio doblar la esquina con el paso vigoroso que siempre le suscitaba admiración y envidia. Cada día le maravillaba que alguien pudiese arrastrar un carrito con cartas y paquetes manteniendo un porte tan distinguido. Su elegancia no había mermado con la edad, sin duda cercana a la jubilación. Por el contrario, se había asentado en su semblante la pátina de serenidad que proporciona media vida repartiendo el correo. Cuando las arrugas se ordenan a lo largo de los años manteniendo una composición equilibrada, se puede hablar de vejez pero no de fealdad. Se veía que era una mujer decidida pero de carácter dulce, que manejaba con tanta solvencia los formularios de los envíos contra reembolso como los certificados. En el momento en que sonó al timbre de su puerta, don Decoroso ya se había ajustado el nudo de la corbata y estaba preparado para abrir. Un pequeño sobresalto, semejante a un minúsculo tornado silencioso, aceleró el pulso del erudito horoscopista y le hizo subir la sangre a la cara de forma demasiado evidente. Se intercambiaron un saludo formal, acompañado de alguna apreciación meteorológica con alguna ligera diferencia respecto a la formulada la víspera, y la cartera le entregó su carta diaria. 

Cuando se quedó solo, se sentó en su sillón de orejas; abrió el sobre que él mismo se había enviado y, mientras degustaba su moscatel, leyó el horóscopo de su signo, inventado y olvidado por él mismo dos o tres días antes. Un gato, de un gris lejano como una barca de plomo brillando bajo la luna de San Juan, ronroneaba como un pequeño motor enredado entre sus pies.

Aún recibiría cartas durante dos o tres días más. Había decidido que la de esa mañana sería la última que se enviase después de quince años sin interrupción. La batalla había durado demasiado. Comenzó con aquella estrategia para tener la oportunidad de establecer un contacto más cercano con la cartera ―nunca recibía otro correo―. Al principio fue un arrebato de aventurero, una proeza ideada tal vez en un momento de heroicidad que acabó por establecerse como una costumbre. Tras tres lustros de cartas diarias, no había conseguido ningún avance: ni siquiera conocía el nombre de la cartera. De repente, se encontró patético ante su estúpida pantomima.

Algunas semanas después de haber capitulado en su cruzada postal, don Decoroso estaba sentado en su sillón de orejas con su media copa de moscatel. Vio cómo la cartera doblaba la esquina a la hora habitual, con el brío y el estilo que tanto le encandilaban. A través de la vidriera, sus ojos se encontraron por un instante. Ella leyó resignación. Él no pudo identificar la rabia. No esperaba que sonase el timbre. Se levantó sobresaltado y recibió a la cartera sin reparar que el nudo de la corbata estaba torcido. Se alarmó al constatar que no había preparado ninguna ingeniosa alusión al tiempo. Cuando le entregó la carta, notó una leve variación: la cartera la retuvo entre sus dedos tal vez medio segundo o un segundo más de lo normal mientras le miraba de frente. Le resultó inquietante. Ya solo, tras rasgar el sobre, leyó en el horóscopo de su signo: «Ponga más atención a su entorno; puede que los seres que le rodean tengan algo que decirle si se muestra más receptivo». Recordó haber escrito aquello hacía tiempo; pensó que era una última carta que quedó extraviada en alguna saca del servicio de Correos y que por fin había aparecido. Mientras tanto, un gato gris como la ceniza que queda tras quemar un traje de novia, seguía con su vista las evoluciones de una mosca sobre el cristal sin ninguna intención de darle caza.

Cada día, a la una de la tarde, la mirada de la cartera se cruzaba con la suya a través de la ventana, durante un breve intercambio de munición etérea. Al cabo de unos días recibió otra carta. Esta vez observó con detenimiento la caligrafía del sobre y no la reconoció como suya. En el horóscopo de su signo pudo leer: «Si supera su timidez tal vez encuentre la amistad». Un gato, de un gris denso como el vientre grávido de un submarino, reclamaba con impaciencia su ración de comida de gato.

A los pocos días, volvió a ver a la cartera llegar de frente y la mirada que se cruzaron era similar a la de dos ajedrecistas antes de la partida. Esta vez, la noticia que le trajo la carta era directa: «El amor llamará a su puerta». Don Decoroso lo vio claro. Un gato, de un gris intenso como el interior del caballo de Troya, se acomodó en su cojín tras castigarlo con sus uñas varias veces.

Al día siguiente, cuando sonó el timbre, lucía un nudo de corbata perfecto. Había desechado el bisoñé y había hecho uso de un enjuague bucal que le proporcionó una seguridad relativa, un amago de firmeza. No le extrañó que no trajese carta. Esta vez no hubo intercambio de comentarios meteorológicos. Don Decoroso carraspeó y le preguntó: «¿No le apetece pasar y tomar una copita de  moscatel?»

―Creí que no me lo pediría nunca ―contestó la cartera, dejando su carrito aparcado junto a la puerta y dedicándole una sonrisa llena de luz. Un gato de un gris lluvioso, como los puntales de una trinchera antigua o de una mina abandonada, intuyó malhumorado que habría cambios en la casa.

                                                                                                                Antonio Tocornal

 

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