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lunes, 3 de julio de 2017

De los sucesos acaecidos en la muy noble y leal ciudad de Bárbola

Premio al Mejor Autor Local del V Certamen Literario María Carreira 

"El baile de la boda" (1566), de Pieter Brueghel
 
Fue en el año del Señor de 1661 cuando en la muy noble y nunca bien apreciada ciudad de Bárbola, conocida por la amplitud de miras de sus habitantes, si bien dados un poco —o en demasía, según los recalcitrantes cronistas de envidiosas localidades vecinas— a habladurías y a preocuparse más de la vida del prójimo que de las suyas, fue entonces, digo, cuando a mediados del mes de abril una funesta e innombrable epidemia asoló la dicha villa.

Así pasó a la historia barbolensis, como funesta e innombrable, por décadas, hasta que fray Dionisio, un curioso postulante de la Orden del Santo Enebro, jugando a los prohibidos con el peculio de la Sangre de Cristo tuvo la suerte de cara y conservó no los dineros de su encomienda vinatera sino que los incrementó y aun ganó a un estudiante, que el diablo se llevó allende la mar, un librito que tenía en gran estima porque, decía, le habría de sacar de las hambres y sentar en el justo trono de la fama.

Fue entonces que con la noche clara o el día turbio el fraile saltó las bardas del convento donde rogaba el perdón de los pecados del mundo y de la carne, cuitas de las que en la propia suya él sabía bien. 

Mientras dudaba si andar en busca del único gallo que aún se resistía a acabar en pepitoria de truhanes de taberna y agrado de damas de noche pierniabiertas, el acaso hizo que se dejaran caer sus ojos por el libro y el volunto diole por abrirlo y leello, lo que se llevó por delante los maitines y demás oficios que eran beneficio para las almas.

Así conoció que la innombrable y no por ello menos funesta no había sido otra cosa que una asaz atroz invasión de ladillas que no dejó títere con cabeza, aunque más bien fuera decir para verdad de esta crónica que no hubo cabeza, barba, bigote o zona pudenda que no cayera en manos de los rapadores para solaz incluso de sus bolsillos; también los hubo esquiladores que aliviaron la comezón de algunos perros y burras, que nunca se supo cómo tuvieron aquel concurso de molestas bestezuelas por ser más dados a pulgueríos y garrapatas.

Dícese también, por la mencionada maledicencia del terruño, que fue una dama inglesa quien contribuyó a propinar tal comezón porque ella misma no ocultaba ser lady si bien no terminaba, por secreto o recato, de pronunciar lo innombrable. De este modo, cuéntase que un gracioso animóla a decirla del todo con esto: “lady, dilla” y allá que se le quedó.

Empero, el fraile volatinero no era noticioso de este asunto en tanto leía asombrado lo acontecido en la ciudad aquellos días pretéritos.

Como la voz popular y la falta de pelambre cundieron la alarma, el concejo de la ciudad reunióse de urgencia; quién con una peluca mujeriega, quién con la toca del ama de la casa y los más a pelo o, mejor dicho, sin él, al menos donde era casto verlo.

Entre rascaduras discretas de perniles y otras menos de seseras llegóse a concluir que era menester abandonar la ciudad, dejando con un palmo de narices al físico más reputado de los alrededores, el cual había preparado una disertación, a su parecer muy lograda, acerca de la pervivencia de las ladillas desde la Creación hasta el día de los fechos, especulando cómo pudieron salvarse del diluvio y haber embarcado en el arca de Noé, ya que sus afectos, por así llamarlos, eran nada propensos a los animales. Tal disertación había despertado la ira del Santo Oficio, que ya tenía que tragar con la borrachera del patriarca, a fin de cuentas antepasado de Cristo, por haber preservado para la Humanidad la vid con que celebrar la misa; el tribunal no quiso rascar más, era un decir, ni pensar cómo habrían pasado aquellos nautas 40 días y 40 noches con semejante prurito bajero o en según qué latitudes corporales.

Las actas de aquella tumultosa reunión harán el deleite de los historiadores futuros; de encontrarse, porque lo sabido hasta ahora es pura especulación y boca a boca, algo, por otro lado, nada ajeno a la idiosincrasia del pueblo barbolitano.

Todo comenzó porque un estudiante, listo como sólo puede ser quien lleva el diablo dentro, sugirió que lo mejor era repartirse por las fincas y descansos que poseía la nobleza del lugar para alejarse de dicha terrible epidemia, "pues si se les quita el alimento, que somos nosotros, fenecerán de hambre". No obstante, dijo, la cuestión era saber cuánto tiempo soportaría tal forzado ayuno un animalejo como aquél, si bien era de esperar que poco, ya que al haberse acostumbado a la vida regalada que llevaba, en perniles mayormente, quitado de fríos y lluvias, salvo las impertinentes que se estaban poniendo de moda entre las damas, no tardaría en sufrir las inclemencias de la intemperie y las penurias de no tener qué llevarse a la boca, esto último hablando metafóricamente.

Mientras cada uno combatía con más o menos disimulo el prurito que le torturaba, se alzó una voz tonante, como salida de los ejes del carro que llevó a Elías a váyase a saber.

—¡Al hombre se le dio el poder sobre las bestias! ¡Nada de huir ante unas nimiedades que apenas se ven! 

Quien así rugió fue un cura visitador que ya hartaba desde antes de Difuntos con su presencia, solamente tolerada por las cartas de presentación que enseñaba a la menor oportunidad para demostrar que era familiar del Santo Oficio.

—¿Qué propone entonces su merced, licenciado Orejuela? —preguntó arrepintiéndose al punto el alcalde mayor de la ciudad, pues bien sabía de la afición a la yesca y al pedernal del páter.
—He oído que el azufre es un buen remedio.

Maldiciendo a la puta que lo parió, el alcalde trató de guardar la compostura haciendo ademán de pensar entre los murmullos cada vez más intensos de los presentes.

—No querrá su merced que hagamos una troyana... —dijo al fin el regidor.
—¡Y aun una romana sin con ello desterramos de la faz de la tierra esta plaga maldita de siglos!—respondió el cura.
—Mira Nero de Tarpeya a Roma cómo se ardía... —recitó el estudiante.
—Tenga su lengua, no sea que no recite más lecciones —advirtió Orejuela.

Aquellas palabras acallaron todos los susurros y disensiones, más de uno pensó que aquel cabrón que se amparaba en las faldas de la Inquisición debería catar en sí un poco de su medicina; hasta el mismo estudiante, de nombre Hontígolas, no hubiera dudado en atizar con cualquier catón, e incluso arrojarlo para alimentar la pira, el fuego purificador que tanto amaba.

—Digo -continuó Orejuela —haber leído en libros, que no están al alcance de almas simples, que el polvo de azufre será un buen remedio para el mal que nos..., que aqueja a esta ciudad.

Y en este punto se dice que hubo carcajada general y hasta oyose una voz que dijo, poco más o menos, que las yemas desde la Creación estaban dentro de los huevos y no al revés. Decir que aquello no gustó al cura sería poco; antes bien, hizo memoria de caras, nombres y gestos para más adelante hacer ajustes, ya de cuentas ya de cuerdas.

El licenciado Navas, boticario, abundó en la opinión del cura Orejuela, ponderando su sapiencia y las virtudes del remedio que proponía, tal vez por haber en su almacén unos quintales de azufre que compró cuando quiso montar un batán de pólvora cuyo permiso le fue denegado por el corregidor y, según él, el mismo obispo, por entender que era materia peligrosa de manejar para una cabeza como la suya. A medio real la libra... tantos quintales... es decir, que ya habíase hecho su particular cuento de la lechera. Y esto dio lugar a nuevos chistes y risillas comedidas de los concurrentes, pues se imaginaban las pelucas bajas achinadas o de color amarillo faltando tanto para carnaval.

El de Hontígolas, que ya se dijo nada le tenía que envidiar a Belcebú, sino al contrario, propuso que tal vez fuera mejor hacer penar en los infiernos a semejantes impúdicas criaturas, que no dudaba fuesen creadas para penitencia de la carne, pero eran harto molestas e impertinentes, amén de inoportunas en las reuniones. Y la tal propuesta no fue otra que "hacerlas comer huevos duros o acaso hervidos para que salgan escaldados de tal infausta aventura; es decir, que lo mejor por parte de cada cual lo más acertado sea poner de su parte y, con las mismas, sus partes ora en palangana, en lebrillo ora incluso en aguamanil con agua bien caliente que mitigara comezones y asfixiase dichos engendros malhadados de Dios Nuestro Señor".

No se dice si fue por recato o por miedo, pero nadie pareció oír dicha propuesta, acaso por conocer el ánimo zumbón del estudiante, que, dicho sea de paso, era el único o de los pocos que no aparentaba urgencia de rascamientos.

Mientras tanto, maese Paquillo se arrepentía en su taller de no haber aceptado la invitación a tan sesuda reunión, todo por un malquistamiento acerca de unos cadalsos para quemar herejes que le debía la ciudad desde que su abuelo moceaba entre clavos, cuñas y aldabillas. Y es que se le había presentado sin aviso, que de haberlo tenido habríase ido al África a talar maderas, don Reyes, un ingenio local que se empeñaba en que los cuadros podían moverse y cobrar vida. 

—Ya os he dicho que no puedo hacerlo —dijo nada más verle entrar—, un cuadro se puede mover de sitio, pero lo que hay dentro no.
—Si es muy fácil, sólo tiene que moverse a prisa con otros cuadros —insistió Reyes.
—Sepa su merced que los únicos cuadros que se mueven son los de las comedias, así que déjeme en mis ocupaciones y vaya a Dios —concluyó maese Paquillo mirando de reojo un mazo con el que ajustaba sus tableros.
—Sea, mas podría llenaros los bolsillos… y no de serrín —se despidió desde la puerta don Reyes con prisa al ver que el carpintero cogía una gubia con mirada aviesa.

La historia que leía encerrado en su celda fray Dionisio no se olvidaba de las damas y mujeres de la muy noble ciudad de Bárbola, a fin de cuentas eran pacientes o, ¿cuáles de ellas?, causantes de tan tremebunda desazón ciudadana, pues incidía el recogedor de la veraz crónica en que ningún estado había escapado a tal plaga, de la que ni se tenían noticia en los tiempos de Sodoma y Gomorra. Las más notables, todas emperifolladas como pudieron, ya que sus maridos las despelucaron para andar a la reunión famosa, compartían chocolate y picatostes en casa de la alcaldesa mayor.

—Yo le he prometido una novena a San Pacomio —se atrevió a decir una de ellas.
—No sea su merced sonsa —la reprendió sin perder los modos la mujer del alguacil mayor—, eso se pide cuando las cabras están malas.

La dicha volvió a coger su jícara y deseó entre sí que a la otra le picase hasta el mismísimo deshonesto agujero sobre el que se sentaba.

—Yo creo que es mejor a San Fiacrio —aventuró la del depositario del cabildo.
—Ése es para las pilistras y demás macetas —volvió a reconvenir la alguacila.
—Magín es lo que hace falta —sentenció la alcaldesa.

Según el cronista, hubo un silencio espeso, tal que el chocolate que asistía mudo al conciliábulo de ofendidas y coronadas como Juno, sin que por ello alguna de ellas no compartiese la opinión no mencionada de que también aquélla tuviese picores en el referido sitio.

Intuyendo en las miradas lo que se cocía, doña Quiteria, la alcaldesa, quiso templar como pudo los ánimos y dijo:

—No quiero decir que voacedes sean insulsas o algo así, sino que es San Magín el santo al que debemos encomendarnos, conforme me ha recomendado fray Zapata, mi confesor.

Se dice que hubo intercambio de sonrisillas cómplices entre algunas de las presentes. Se decía, a saber de qué lengua envenenada había partido el infundio, que los secretos que dejaba la doña en el confesionario eran más de los que convendría a una dama de su posición; se decía que el fraile la reconfortaba más de lo debido... se decía más de la cuenta, nada extraño en una ciudad que cuidaba tanto de sus habitantes y de sus vidas ajenas.

Si alguien creía que la vida recatada y alejada del mundanal ruido había quedado al margen de tan incómodos huéspedes, se equivocaba. En este punto, al leerlo, fray Dionisio comenzó a atar cabos, como se suele decir, y halló explicación a algunos exvotos con pátina de tiempo que había en las capillas de los santos citados. Demasiadas cabras enfermas, abundancia de geranios y otras hierbas agostadas... y algunos con cintas cuyos colores le resultaban muy conocidos. En demasía. En fin, que la vida monástica también sufría, aunque sin dar cuartos al pregonero, su calvario.

Doña Petronila de Salcedo y Ponce, priora del Convento de Santa Margarita de la Sierra, dudó mucho antes de convocar al claustro de la comunidad. Nunca jamás se habían dado tales hechos en aquel su convento, que ella supiera. Y esto se lo repetía andando decidida y con pasos que levantaba los pétalos de las flores que anidaban en los parterres y arriates del atrio porticado de aquella santa casa. "Sunescándalo", mascullaba con su acento castellano sin temor a espantar a los gorriones y calandrias que acudían a las sombras de los aleros. Sí, era un escándalo lo que sospechaba. "Escandalosamente escandaloso", repetía.

Su cabreada, aunque seráfica madre, ni se imaginaba el lío en que andaba metida la casa. Bueno, era normal que en ciertos días del mes las calendas purpúreas postrasen en la cama unas jornadas a las más jóvenes, algo que con una buena infusión de belladona se mitigaba, porque recurrir a un cilicio o a las disciplinas le parecía ya demasiado sangrante cuando algunas de las hermanas atravesaban su particular Mar Rojo; pero aquello... Y mucho más andando en danza Benito de Cantalapiedra, aquel frailón que decía no serlo, pero cierto como el día del Juicio, que era familiar del Santo Oficio. Y también el confesor de aquellas incautas que tenía a su cargo, por más que las advitiera de que los hombres, aun vistiendo faldas, no eran de fiar. Y aquél, menos.

Toda una vida de privaciones y sacrificios podría quedar en nada si le resultaba una monja preñada. Por no fiarse de los arrebatos de la edad siempre tenía en cuenta las reglas de sus pupilas, invadiéndola el mayor de los desasosiegos y temores si detectaba un retraso; pero al frailón don Benito no le que quitaba eso el sueño. Se veía llamado a más altas misiones que oír las candideces que aquella parva de ignorantes le confiaba en el secreto del confesionario. Estaba destinado a grandes acciones y empeños de la fe, a ser cuando menos fiscal de la Santa Inquisición y no un mero correveidile, cual beata a la que se le quema el puchero por no atenderlo. Así que decidió echar mano del Enemigo, siempre a punto para enredar en los negocios del siglo.

Sin examen de conciencia, y mucho menos propósito de enmienda, le espetó a la superiora:

—Creo que toda esta súbita calura es obra de ese cabrón de los sótanos del infierno, que de fuego bien entiende.

Sor Petronila se hizo cruces y no donde quería por pudor. ¡El cornilargo metido en el convento! ¡Rediós!

Sería prolijo y tedioso, leyó fray Dionisio que escribió el cronista de esta verdadera historia, relatar las causas, exámenes y autodelaciones realizadas por las otrora pacatas virgencillas y hogaño concubinas diablesas; pero fue que frailón De Cantalapiedra era un buen cantero y sabía apedrear las almas por mor de que el cuerpo, aun siendo pecador, no padeciese. "Un cabrón", pensará quien todo esto leyere, pero hay que tener en cuenta que fue escrito y reseñado en el siglo XVII, y las monjillas confesaron que los picores que las martirizaban, allá en cuyas partes, eran obra del demonio, que por pausarlos y evitar vergüenzas recurrieron a untos y ungüentos de plantas que o habían en el convento o se las allegaban de fuera de él. Todo por consolarlas, dijeron.

De esta opinión era el padre Padial, un franciscano ni alto ni bajo, bien plantadillo él, el cual pensaba que "el hermano picor" no era más que seña de la voluntad de Dios para recordarse que se estaba vivo y algo tan nimio iba de arriba a abajo; es decir, de villano al rey. Un tiempo más tarde estos decires le costaron un proceso al dicho padre que dio con sus huesos al aire, que lo quemaron por hereje y otras envidias. Y fue porque en una carta que le capturaron decía que todas las más nimias criaturas eran de Dios y tenían derecho a la vida. 

Tal vez de esa opinión era el regidor don Lebrón, quien dijo en la reunión tumultuosa del cabildo municipal que los referidos bichitos eran obra de Dios y era de suyo el respetarlos e incluso cuidar de ellos. Tal aserto le hizo saltar a don Navas, alguacil mayor de las partes; no se sabe si porque en las suyas había habitantes o porque se picó, es un decir, de lo mismo.

Y de picores en salva sea la parte sabía muy mucho bien el barberillo Alonso de Osuna, organista a ratos libres; pues por hacer obras de misericordia (enseñar a la que no sabe, dar de comer a la hambrienta, de beber a la sedienta... y otras varias), aún no se sabía cómo, entruchó a una novicia en la reja y allá que la enladilló, siendo luego ella por obra, milagro o artificio del innombrable la apóstol de tal desgracia. Se dice también que por su ánimo volatinero y saltimbanqui los dichos animalitos, en su afán de ver mundo, pasaron en el confesionario al hábito de don Benito, quien en sus piadosas visitas compartió la mala nueva allá y acullá.

Y acaso lo viera así el visitador del santo Oficio, el afamado padre Arqueiro, gallego de retranca acostumbrado a trasgos, meigas y mudanzas de figuras, el cual con sus admoniciones, advertencias y prevenciones hizo desistir a los prohombres de emprender un éxodo que fuera más escrito que el del pueblo hebreo.

El acabar de aquella plaga, no por minúscula menos peligrosa, es algo que fray Dionisio no supo por siempre jamás.


                                                                                                  Antonio Arquillo



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