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viernes, 29 de octubre de 2021

Mapas de la ciudad secreta

Relato de Juan José Montiel Gálvez - Premio Antequera del IX Certamen Literario María Carreira

 

«¿Acaso no sabes cómo se hace? Se coge un hueso y otro hueso. Uno junto al otro, como los troncos de un fuerte, sobre una hoja de papel. Luego miras un esqueleto en ese libro, el de anatomía. Decides si son huesos de pájaro, o conejo, o gato, o cualquier otro animal. Una vez que lo has averiguado es como un puzle. Debes seguir desenterrando. Limpiar los huesos y encajarlos, para formar el animal del libro. Pegarlos con cola y dejarlos secar el tiempo suficiente, para que no se caigan. Hay animales muy hermosos. El cuello les falta a casi todos. O al menos una parte. Cada hueso de cada parte del cuerpo tiene un nombre. Yo sé todos los nombres de los huesos».

Visitaba iglesias después de dejar a Hanna en el colegio. Iglesias oscuras con olor a luto y a carcoma. O pequeñas capillas con unos pocos cirios encendidos. Se paseaba entre los bancos y olía la cera caliente de las velas. El eco de sus zapatos de tacón subía como una voluta, haciendo que algunos cuellos, algunos ojos, algunas cabezas se volvieran hacia ella para contemplarla. Caminaba, a veces, por anchas avenidas de edificios altos, bajo cielos plomizos, hasta los mismos límites de la ciudad. Luego volvía exhausta. Se arrojaba a la cama y esperaba el momento de llorar.

—Si de verdad quiere que luzca el neumático, yo cambiaría la llanta de aluminio por una de aleación. Es mucho más ligera y hace que el coche agarre más en curva y mejore la suspensión. Lo notará enseguida. Está hecha de magnesio y níquel y pesa más o menos la mitad que la que lleva ahora. Además, puede elegir entre estos tres modelos. Ahora se llevan mucho estas, de seis radios. Son muy elegantes. Tiene acabado liso y el interior cromado en negro. Se venden a diario. Claro que si lo prefiere, también tenemos cosas más robustas. Esta de aquí es una llanta forjada a alta presión. Prácticamente es irrompible. El precio se va un poco, pero la pone usted y puede olvidarse de cambiarla.

—Solo estaba mirando, pero gracias.

Los tres cenaban en silencio, ante el televisor. La mesa era ovalada y Hanna se sentaba en el lado de adentro del salón, el más lejano a la ventana, porque de pequeña decía que si un hombre malo entraba por allí sería la primera a la que cogería. Nuria y Víctor recordaban haberse sonreído ante la ocurrencia.

—Ningún hombre malo va a entrar por la ventana —había dicho Nuria.

—Además, si te sientas ahí y entra por la puerta, también serás la primera a la que coja —bromeó Víctor. La niña, al principio, no pareció entender la broma, pero al final rieron todos juntos. Ocurría a veces. Reían por cosas sin sentido, sin necesidad de que nadie dijera algo chistoso. Pero ahora ninguno se acordaba. No lograban, siquiera, recordar por qué reían entonces, sin ningún motivo.

Una vez Hanna llegó y no había nadie en casa. Hacía ya algún tiempo que volvía sola del colegio. No estaba lejos, solo a tres manzanas, y había cumplido ya ocho años. Pero hasta entonces, su madre siempre había estado. Nuria veía la tele o sacaba brillo a las cenefas. A veces cocinaba. En una sola tarde, podía cocinar las comidas de toda la semana. Debía ser un gran esfuerzo. Una montaña de ollas y cazuelas sucias se amontaba a la noche sobre el fregadero. Luego lo distribuía todo en táperes y escribía por fuera «miércoles» o «viernes», antes de guardarlo en el congelador. Pero esta vez no había táperes ni cacerolas sucias. Nuria había dejado una nota sobre el aparador. He tenido que salir. Volveré pronto. Tienes la merienda en la nevera.

No recordaba cuándo empezó a hacerlo. Se ponía un nombre ficticio y entraba a cualquier chat y hablaba con desconocidos. Lo hacía desde el móvil, después de cenar, tras recoger la mesa y fregar los pocos platos sucios. A veces era Víctor quien recogía la mesa y los fregaba. Entonces ella lo miraba tratando de captar algún mensaje y se cuidaba de no darle las gracias, no por descortesía sino por dignidad. Chateaba a pocos centímetros de Hanna, sentada en el sofá. O a veces junto a su marido, tan cerca de él que, de haberlo querido, este habría ladeado la cabeza y mirado a la pantalla, y visto las últimas frases de una de las cinco o seis conversaciones que ella mantenía, a la vez, en ese preciso instante.

Él se acordaba de las calles mojadas de Lvov, la primera vez que habían viajado para verla. «Es como un gusanito», había dicho, y en parte era verdad. La niña era pequeña y se notaban algunas huellas de la desnutrición. Nuria lloró al verla. Era extraño. Le dolían todas las cosas que le habían hecho a Hanna, por más que las desconociera.

—¿Es que no te gusta?

—Es muy bonita.

Tenía el pelo blanco y los ojos grises y azulados, muy grandes las pupilas, como deseosas de tragar toda la luz que cupiera en un pozo sin fondo. Porque al mirarlas uno siempre veía aquel círculo negro, aquel vacío, rodeado de un pequeño anillo de ceniza.

«¿Ves este hueso grande? Es el esternón. Es siempre lo que más tarda en secarse, por eso no me gusta. Esto es el pigóstilo y sirve para sostener las plumas. Y eso que acabas de coger se llama quilla y no todos los pájaros la tienen. Si no se hubiera conservado el tibiotarso no podríamos hacer que el esqueleto se estuviera en pie. Las palomas tienen pocos huesos, por eso son geniales sin quieres entenderlas…»

 

Le gustaban los hoteles caros. El ritual de recoger las llaves, subir en el ascensor, caminar por largos pasillos con alfombras rojas de Damasco y lámparas decoradas con mandalas, esbeltas columnatas dóricas y jarrones de flores naturales. Entrar en la habitación y asomarse a la ventana. Recrearse en las vistas. Repasar los detalles. Sentir pánico. Serenarse al deshacer la cama. Dejar la puerta discretamente abierta, apenas entornada. Desvestirse y apagar las luces, que ya no se volverían a encender. Colocarse sobre las sábanas, desnuda y en silencio, aguardando el momento de que él llegara…

Víctor caminaba atrás, a tres zancadas del hombre que ascendía casi en paralelo, esquivando el desparramado ramaje del bojedal. Hacía frío y el viento cortante les azotaba el cuerpo a veces, en ráfagas livianas. Víctor miró al tipo, que ciertamente no parecía demasiado acostumbrado a andar en pleno bosque.

—¿Alguna vez viniste por aquí?

—No, nunca. No he venido.

—Pero, ¿te gusta? —insistió Víctor.

—Nunca, no he venido nunca —repitió. Víctor lo miró un poco más de cerca. Comprendió entonces que el hombre no estaba en sus cabales.

Al principio, a Nuria solían gustarle los fines de semana. El sábado vestía a Hanna como una princesita y se la llevaba con ella a la peluquería. Era una niña tranquila y paciente, por lo que no resultaba incómodo que la acompañara mientras a ella le cortaban y teñían el pelo, o le hacían un peinado nuevo. Luego se iban caminando hasta la tienda de repuestos para automóvil que Víctor tenía no muy lejos y esperaban un rato sentadas en un banco, hasta que llegaba la hora de cerrar. Solían comer en cualquiera de los restaurantes de la zona. Era su modo de celebrar que estaban los tres juntos. Por la tarde llevaban a jugar a Hanna al pequeño parque con columpios y toboganes que había justo a dos manzanas. Allí podían pasar horas observándola, hasta que la luz del día empezaba a declinar. 

Llamaron a Nuria del colegio para decirle que Hanna tenía ciertos problemas de dislexia. Algo relativamente habitual. No le estaban diciendo que fuera ni menos lista ni menos aplicada que otros. Se esforzaba, a veces con obstinación. Sí era cierto que no tenía amigos. Para esto, dijeron, tampoco había una razón.

—Las reglas de juego de los niños pueden ser complejas —sentenció la profesora, como una frase hecha que acabara de sacar de algún libro de psicología. Nuria cogió a Hanna de la mano y salió del pequeño despacho.

—¿Cuántos amigos tiene usted? —se volvió para preguntarle. No había acritud, ni reticencia ni ironía alguna en la pregunta. Pero la profesora solo la miraba, como quien espera, impaciente, el desenlace de un chiste que no termina de entender.

El domingo era el día de las excursiones. Lo importante era salir de la ciudad, poner distancia de por medio para tomar aire puro. Víctor parecía transformarse cuando volvía a la naturaleza. De muy joven se aficionó a cazar y desde entonces no había abandonado esta práctica. Claro que no eran muchas las ocasiones de llevarla a cabo. Cuando lo acompañaban Nuria y Hanna disfrutaba hablándoles de los distintos tipos de setas, las buenas y las venenosas. Pero las setas a menudo crecían bosque adentro o en el interior de las vaguadas y a Nuria y Hanna no les gustaba caminar por terrenos tan escarpados. A veces, de hecho, Hanna parecía la más urbanita de los tres. Lo que más le gustaba eran los trenes. Las vías, los vagones, las locomotoras. Con el tiempo se acostumbraron a llevarla a visitar estaciones. Las había cuidadas y coquetas y también desoladoramente abandonadas. Pero eso a Hanna parecía darle igual. A veces sus padres adoptivos se preguntaban de dónde le vendría aquella querencia por los trenes. Era cierto que Lvov era un importante nudo ferroviario, pero, ¿qué podía ella recordar de eso si había sido traída a España con un año? Así pasaban, a menudo, horas enteras paseando en los andenes, a la espera del lejano silbido que anunciara la llegada del próximo convoy.

Ella elegía el hotel, pero la habitación la pagaban siempre ellos. A veces a ella le bastaba una corazonada. Alguien con quien sentirse especial. De todos modos, la condición inexcusable era no verse. Las luces de la habitación debían permanecer siempre apagadas. Ella dejaba la puerta abierta y él entraba. Ese instante era a menudo el más aterrador. Como un lanzarse al vacío que en ella provocaba, al mismo tiempo, miedo y adicción. Luego, a veces, todo sucedía sin palabras. El lenguaje desnudo de los cuerpos. O hablaban susurrándose, durante horas, sin apenas tocarse. Una o dos veces había sentido repulsión. En esos casos se apartaba a un lado de la cama y él entendía el rechazo y se marchaba. Había ocasiones en que la simple voz de él calmaba sus temores y ella se abría mansamente dejando que él la llenase sin más, que llegase a todos sus rincones. No había, entonces, más preguntas, ni condiciones, ni ninguna clase de precaución. Era, simplemente, una absoluta y visceral locura.

Hacía mucho tiempo que ya no iban de excursión. No recordaban a cuál de los dos había dejado de apetecerle primero. O tal vez fuera a Hanna. De todos modos, ninguno se lo reprochaba al otro. En lugar de eso, cuando era temporada, a él le gustaba salir de caza los domingos. Con antelación, se preocupaba de preparar la escopeta y los cartuchos, la canana y el zurrón, los reclamos y la chaqueta. Se levantaba muy temprano y desayunaba siempre en el mismo bar de carretera. De más joven había ido siempre acompañado. Era una jornada de camaradería. Sin embargo, con los años, el trabajo y la familia habían terminado por alejarlo de los pocos amigos de cacería que, por otro lado, también habían tomado distintas direcciones. A decir verdad, no le gustaba mucho cazar solo. En el bosque al que iba se pasaban demasiadas horas de silencio y no resultaba de su agrado aquella clase de introspección. Un día, por la estrecha carretera que ascendía al monte, encontró a alguien caminando. Era un tipo barbudo y con aspecto desaliñado, pero no parecía peligroso. Más bien daba la impresión de ser uno de esos vagabundos que, con el petate a cuestas, se pasan la vida de aquí para allá, recorriendo mundo. Detuvo el coche a su altura y esperó a que el hombre lo mirara. 


 —¿Vas a alguna parte?

Estaba un poco sucio y aparentaba más años de los que seguramente tenía. Parecía un tanto sorprendido y se encogió de hombros antes de responder. 

—Voy para adelante.

—Yo también. También para adelante —se dio cuenta de que bizqueaba y que miraba, de soslayo, al interior del coche—. Sube si quieres. Voy de caza. No me gusta ir solo, así que… si te apuntas… Ahí atrás llevo un par de botellas de vino y bocadillos.

Solo necesitó pensarlo un poco más. Luego abrió la puerta trasera y arrojó el petate y el bastón de caña sobre los asientos. Después miró una vez más al conductor y se acomodó en el asiento delantero. Tenía las manos grandes y huesudas, como las de un estibador.

Cada vez se hizo más frecuente que Hanna regresara del colegio y nadie la esperara en casa. No le gustaba quedarse sola viendo absurdos programas de televisión o haciendo los deberes. Prefería salir al parque, ver la luz del sol. La estación de tren tampoco estaba lejos. Se acostumbró a ir allí y contemplar el trajín en las salas de espera y los andenes. Luego se aficionó a seguir las vías férreas que, poco a poco, le conducían fuera de la ciudad. No se alejaba mucho, lo suficiente para encontrar un sitio tranquilo en el que estar. Un sitio en el que nadie más la molestara. A menudo se quedaba allí, hecha un ovillo, muy cerca de los raíles. Cuando pasaba algún tren, el corazón se le encogía en el pecho, y le latía muy fuerte, como un tambor. En ese instante sentía algo inexplicable. Por un lado terror, por otro orgullo por ser capaz de soportar el miedo. Entonces dio un paso más y comenzó a hacer los sacrificios de animales…

La puerta de la habitación se abrió y entró un hombre que caminaba lento y parecía alto y medianamente atlético. Ella esperaba desde hacía rato bajo el nórdico. Aunque apenas era media tarde, ya había empezado a anochecer. Él se desnudó en la oscuridad, junto a la cama, y ella enseguida tuvo un mal presentimiento. Luego se deslizó bajo las sábanas y sintió sus manos callosas y su aliento agrio y lo apartó. Pero él la atenazó, forzándola, sin detenerse siquiera ni un momento. Ella solo esperó. Tiempo después recordaría que, en esos instantes de pavor, su mente se fue lejos. Atravesó paredes y ventanas, pasillos y recibidores, plazas y avenidas, hasta viajar a la penumbra de una pequeña iglesia recoleta, en la que había estado, y en la que, según recordaba vivamente, un cirio se encendió con las monedas que ella había echado. Ante ese cirio, muy lejano, rezó durante cada uno de aquellos minutos para que todo terminara.

Antes de que su matrimonio hubiese dejado de importarles, Víctor y Nuria se pusieron de acuerdo para visitar la consulta de un psicólogo. «Es como una última oportunidad», se habían dicho, aunque tampoco tuviesen claro qué había que salvar. Quizá lo hiciesen por Hanna, pero el problema era que ni siquiera Nuria se salvaba del naufragio de sus sentimientos. «Soy un monstruo, no sé si sigo queriéndola», dijo sombría, casi en un susurro. Las palabras parecían sucias, como algo vergonzoso. «¿Qué nos pasa? Es como si los tres nos apartáramos, como si ya ni nos conociéramos», dijo él.

—A veces —aseguró la psicóloga, sentada frente a ambos— cada uno creamos nuestro propio mapa —sonrió al ver que no le comprendían—. Podemos compartir la misma casa, la misma ciudad, pero nuestros lugares comunes han dejado de coincidir. En otras palabras, tenemos nuestro propio mapa secreto e íntimo de la realidad que nos rodea, que ya es indescifrable y ajeno incluso para aquellos que tenemos más cerca.

Los dos se miraron, como quien es descubierto en una falta, y no logra, sin embargo, sentir arrepentimiento. 

Víctor se había quedado atrás, en un repecho. El hombre caminaba tranquilo, sobre la cama de hojarasca formada bajo los castaños. Se colocó la escopeta en posición de tiro y dirigió la mira hacia adelante, hasta tenerla situada sobre el hombre. Si se hubiese girado en ese instante, a buen seguro lo habría visto y hubiese tenido que matarlo. Eso pensó. El punto de mira seguía la espalda del otro, en movimiento. El dedo, en el gatillo, vibró un momento, y Víctor ajustó el mentón sobre la báscula. Ahora se había detenido. Lo tenía apenas a diez metros. El disparo sería cien por cien certero. Sintió un regusto acre en la garganta. Entonces el hombre volvió la cabeza para ver dónde estaba. Las ramas de un enebro lo tapaban. Tuvo el tiempo justo para bajar el arma. 

 

En realidad no era cierto que Hanna no tuviera amigos. Encontró a uno en aquellos peregrinos viajes a las vías. Era también un niño solitario, más o menos de su misma edad, que vivía en uno de los barrios de los extrarradios. Al chico le asombraba comprobar lo cerca que Hanna se colocaba siempre cuando pasaba el tren. Pensó simplemente que estaba reuniendo ánimo para suicidarse. Tampoco era tan raro. Él ya había visto a muchas personas que merodeaban por las vías del tren y sabía muy bien cuál era su propósito. Pero sabía también, por experiencia, que nadie terminaba por llevarlo a cabo. Nadie que él hubiera visto, claro. Hacía falta sentir mucho dolor para hacerse eso a uno mismo, se decía siempre. Sin embargo, al acercarse a ella, descubrió que no quería, en realidad, matarse. Más bien, por lo que vio, la niña se dedicaba a sujetar un pájaro, cuya cabeza colocaba cuidadosamente en el raíl. Más tarde el tren se la rebanaría. Un movimiento brusco se hubiese llevado por delante, también, la propia mano de la niña, quién sabe si junto el antebrazo. 

—¿Para qué haces eso? —le preguntó.

—Es un sacrificio —dijo Hanna.

—¿Qué es un sacrificio? 

Hanna tuvo que pensarlo. No estaba acostumbrada a hacer definiciones.

—Algo que haces para que se te conceda un deseo.

—¿Y tú que deseo pides?

—Que no me dejen sola. Dejar de tener miedo…

Aquella tarde, antes de despedirse del hombre, le regaló el trozo de queso y de cecina, y la botella de vino que habían sobrado del almuerzo. El hombre le dio las gracias y echó a andar por el filo de la carretera, hasta perderse de vista. Luego Víctor reanudó la marcha. Mientras conducía, vinieron a su mente todas las veces que lo había hecho. Todas las veces en que, sin saber por qué, había tenido a alguien en el punto de mira de su escopeta. Su padre. Su hermano. Sus amigos. Como en otras ocasiones, sintió que el pulso le temblaba. Se apartó al arcén y se echó a llorar sobre el volante. 

El niño se llamaba Ladis y vivía en un bloque de pisos verdes, a media hora de zapato. Eso dijo y a Hanna le hizo gracia. También le dijo que dejara de decapitar pájaros. Ella le preguntó si quería que le enseñara anatomía. Hanna llevaba un libro grande que abrió por una página cualquiera. Apareció el dibujo a todo color del esqueleto de una paloma. A su alrededor estaban indicados los nombres de todos los huesos. Entonces Hanna comenzó a desenterrar algo de un pequeño remonte de tierra, no lejos de las vías. Sacó un hueso y otro hueso, que fue colocando delante de ellos, como un puzle, sobre una hoja de papel.

—¿Ves este hueso grande? Es el esternón. Es siempre lo que más tarda en secarse, por eso no me gusta. Y a esto le llaman el pigóstilo y sirve para sostener las plumas…

—¿Y de qué tienes miedo? —preguntó Ladis, de repente.

—Siempre tengo un sueño. Alguien entra de noche, a mi habitación. No sé quién es, ni sé por qué siento miedo… 

—¿Y siempre tienes ese sueño?

 —No lo sé, está en mi cabeza. En realidad no sé si es un sueño o un recuerdo…

Víctor empujó la puerta abierta de la habitación. Semanas antes, cuando bajaba del monte, había enterrado la escopeta en los bajíos del río. Por la noche, después de recoger la mesa, se sentó junto a Nuria en el sofá. Casi por accidente encontró una sala de chat con el nombre de la ciudad. Entró y empezó a hablar con una mujer llamada Mirna. Le pareció agradable, tranquila, sugerente. Alguien de quien hubiera resultado fácil enamorarse, había pensado. Ella le sorprendió al proponerle que se vieran. Mejor dicho, que tuvieran una cita, pero sin verse… Le sugirió incluso el nombre del hotel. 

Ella notó algo familiar en la sombra de él, apenas perfilada en la penumbra de la habitación. También en su forma de respirar y de desvestirse. Al meterse en la cama, él se quedó un rato quieto, en su lado, y dijo algo antes de hacer nada. «Puedo irme ahora, si no te sientes muy segura». Pero ella se sentía segura, al igual que estaba segura de a quién pertenecía aquella voz. Se acercó a él y, sin decir una palabra, le besó en la comisura de sus labios. Sintió que estaba temblando, como si fuera la primera vez.



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