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viernes, 29 de octubre de 2021

Ora gallego, ora andaluz

Relato de Isabel Mª Merino González - Premio Andalucía del IX Certamen Literario María Carreira

 
 
A Miguel Guillén, mi tío.   
Siempre conmigo, joven.


Nuno Domuiño llegó a los astilleros con las botas al hombro para que no se le gastaran las suelas. Había viajado tras las huellas de su padre y esas huellas se detenían en ese lugar donde se celebraba la botadura del Astene Tercero. Sevilla había amanecido soleada y alegre como las notas de una gaita, pero en su cabeza, nubarrones y un mar de fondo que se elevaba más allá de los ocho metros. Se abrió paso entre la mezcolanza del gentío, (lugareños, emigrantes, navieros, curiosos), se sentó al borde del Guadalquivir y observó sus piernas colgando sobre el agua, sus dedos sucios y sus uñas quebradas. Entonces, entonó un cántico. Al principio sólo era un murmullo que se le escapaba entre los labios finos, resecos, blanquecinos, después fue la melodía algo desafinada y, al final, un dialecto, un himno, un buen recuerdo. 

 

¿Qué din os rumorosos
na costa verdecente
ao raio transparente
do prácido luar?

Los versos se mecían en el continuo vaivén de las olas del Atlántico desplomándose sobre las playas de Langosteira, allí donde se acababa la tierra. Cerró los ojos para enfocarlo mejor y marchó mil kilómetros atrás, hasta el pie de una casa de piedra en la ladera de un monte donde habitaban su madre y otros ocho chiquillos. Donde nunca más habitaría él. 

El padre lo encontró a mediodía. Aún allí, con la cabeza gacha. Apartó el hatillo, (un saco verde militar lleno de ropa vieja, calzoncillos, calcetines de lana bien zurcidos y una fotografía de la familia que sobresalía por el borde), se sentó a su lado y le echó un brazo por los hombros. 

É só morriña, fillo, pasará, dijo. 

Non quero que pase.

Lo dijo sin apartar la vista de las aguas calmas, deslucidas y estancadas que le devolvían su reflejo: acné, cabello mal recortado y orejas prominentes ocultas bajo una boina de lana; cuerpo embutido en un jersey azul carbónico, una chaqueta heredada, varias tallas más grande, y unos pantalones de pana atados con una soga. 

El padre comenzó a hablarle. Un monólogo interminable, ora gallego, ora andaluz, sobre temas que poco podían interesarle a un niño: cizallas, tamices, rectificadoras angulares, boquillas de oxicorte. Y el agua se movía, levemente, por el paso de un banco de peces, ¿tencas? ¿colmillejas? ¿pardillas? Y al fin, de nuevo la calma y su reflejo: Ojos grises, como un hórreo, sonrisa amplia e inclinada como un valle fluvial. Tan desproporcionado, de repente, el cuerpo. Tan extraño a su propia vista.  

Xa non es un neno, agora es un igual, dijo el padre al acabar su discurso.


Nuno apretó los dientes, se volvió hacia él y lo miró a los ojos por primera vez desde aquella en que se despidieron en el monte Seoane, de forma abrupta y enérgica, como el paisaje, con las botas apretadas sobre una hacina de leña que acababan de cortar. No se parecían demasiado. Tal vez, la inclinación aguileña de la nariz. Un poco, quizá, la curvatura de la frente. Puede que, incluso, la manera de andar o de mover las manos. Pero nada más, al menos nada más desde que marchó de Galicia cuando su madre aún se encontraba en cinta del último de sus hermanos. Cuando el bebé hubo mamado teta unos pocos meses, lo mandó llamar. Aquí hai traballo, fillo. Ya sabía entonces que llegar a la meta no sería su triunfo. Él soñaba con el regreso. 

Se instaló en una habitación en la que convivían más de cinco muchachos, todos gallegos. En el mismo corralón, en la planta de arriba, vivían los hombres. Unos eran mozos de cordel, otros aguadores, la mayoría cargadores del muelle. Compartían con ellos el pozo, el botijo, el patio, los fogones y, cuando volvían de la faena, también la conversación. El océano en el que se ahogaron sus antepasados, las mujeres, y lo que harían cuando volvieran a sus tierras. Nuno no había dejado novia allí, ni siquiera había tenido una. Su padre rio y le removió el pelo la noche que lo confesó, allí, delante de todos, mientras devoraba un bocadillo de chorizo. Es valente, dijo. 

Libraba los domingos y los ocho primeros no supo qué hacer con ellos. Permanecía tirado en el catre hasta bien entrado el mediodía y cuando el sol se colaba a través del sucio ventanal y se deslizaba por la habitación hasta los pies de su cama, se levantaba, cerraba la contraventana y volvía a quedarse a oscuras. En la oscuridad no había límites para su pensamiento y era libre su alma. Soñar despierto era soñar que estaba en casa, que las nubes tronaban fuerte fuera y que el aguacero había fundido las luces del pueblo. En Galicia las estrellas eran más cercanas y en las noches de verano, la claridad del firmamento iluminaba todo el valle. Una de esas noches había nacido él. Pronto haría dieciséis años.

Las tardes de aquellos descansos dominicales las pasó redactándole cartas a Agostiño Marín. Era el único de los compañeros que sabía escribir y también con el que más se reía. Y no era porque tuviera los ojos dispuestos de aquella manera en que uno pareciera permanecer aún a los pies del Santiago Apóstol y el otro apostado a los de la Virgen Macarena, ni porque su altura fuera descomunal como la Giralda, era sobre todo porque compartían el mismo humor y se entendían en todo, hasta en la añoranza. 


Era el domingo noveno, dos días antes de la inauguración de los astilleros por el Generalísimo, que Agostiño lo hizo levantar de mañana.

Nuno, tesme que acompañar.

Onde.

Non preguntes. 

Y no preguntó. Atravesaron el patio de ropa tendida, calzones blancos, jerseys oscuros, calcetines zurcidos, y salieron a la calle empedrada que, paralela al río, cursaba hacia el centro. Una larga caminata con olor a azahar que los hizo estornudar varias veces. El sol lucía espléndido en un cielo despejado de nubes y pronto, el calor primaveral que apretaba como si ya fuera verano, les hizo despojarse de los abrigos y las boinas. Subieron al tranvía y bajaron en Prado de San Sebastián para seguir caminando por la animada calle San Fernando, donde se cruzaron con un niño que soplaba una flauta de pan y empujaba un carrito, con varios recaderos que tiraban de sus burros con una cuerda, y con un barquillero rodeado de curiosos. Se acercaron a la ruleta y los invitó a probar suerte. Dijeron que no, pero permanecieron allí un rato, observando cómo el que obtuvo el menor número de todos los compradores tuvo que pagar los barquillos del resto. Agostiño le tiró de una oreja. Imos, dijo. Su meta no se encontraba muy lejos, a decir verdad, ya se divisaba alta, clara y dorada. 

Que é iso?

A torre du ouro. 

El poco trecho que los separaba pareciera que Nuno lo hizo volando. No recordaba haber posado los pies sobre el suelo hasta llegar a la base. Miró hacia arriba y suspiró. No era muy alta, no la rodeaba la niebla, no se veía el océano, pero le pareció haber encontrado el faro que ilumina el camino a casa, a orillas del Guadalquivir. 

É un faro?, preguntó. 

Non.

E por que me has traído ata aquí?

Polas mozas, dijo Agostiño.

Un ramillete de muchachas vestidas con faldas largas de lunares, camisas anudadas a la cintura y pañuelos en el pelo, pregonaba sus flores a los paseantes. ¡A dos reales, señora. A dos reales, caballero! Apoyaban los cestos de flores en la cintura, se observaba cierta camaradería entre ellas y se movían graciosamente, en un vaivén continuo, como si las meciera el Atlántico. Las observaron largo rato, allí bajo la sombra de la Torre del Oro. Las muchachas conversaban, reían y cuando alguna se atrevía a cantar, el resto taconeaba, tocaba palmas y decía ole-ole. 

É hipnotizador, dijo Nuno sin poder apartar la vista del cuadro flamenco. 

Pero no son mulleres galegas. 

Que máis dá, Agostiño? 

El muchacho estiró los labios hasta las orejas. Después de todo, no iba a ser tan difícil mostrarle los encantos hispalenses al finisterro. El padre quiso darle unas monedillas por sacarlo, por la dificultad, por el vaticinio del fracaso en su encargo, pero Agostiño no había querido cobrarle ni un real, tan seguro estaba de su victoria. Cogió a su amigo del brazo y lo impulsó a cruzar la calle, donde las muchachas ya comenzaban a entonar la siguiente cancioncilla. 

Non che parece bonita Sevilla?, dijo.

Nuno asintió sin pensar.


La semana laboral se presentó larga, a pesar de los festejos de inauguración, a pesar de habérselas visto frente a frente con el Caudillo enfundado en un traje elegante y rayado. Tenía un bigotito corto, la cabeza grande y el cuerpo menudo. No lo había imaginado así. El domingo siguiente se levantó antes de que saliera el sol, se acicaló, se puso ropa limpia y se peinó el pelo hacia atrás para parecer más mayor. Agostiño chifló al verlo y lo llamó Don Juan. A saber, qué significa eso, pensó. De nuevo el sol, la gente en la calle, carteles de feria y las muchachas guapas que vendían flores y que se habían movido al barrio del Arenal, frente a la Maestranza. Cuchichearon al verlos bajo la puerta del Príncipe, tan atentos a sus risotadas, sus bailes y sus cantes. Y lo mismo pasó al domingo siguiente, en la isleta de los patos del parque de María Luisa, y también al otro, a las puertas de la plaza de España. Monumental, había dicho Nuno. Y no se trataba sólo de la plaza, sino de aquella florista que ya empezaba a destacar entre las demás, con la que había soñado las últimas noches. Un desvelo de imágenes compartidas. Un lunar en la cara, unos ojos color aceituna, unos labios rojos la flor del Anturio. Y, por otro lado, la madre, los hermanos, la espuma de sal, salpicando las naos allá en Finisterre. 

Ahí viene tu gallego, le dijo a su enamorada aquella que llamaban la Carmela. Pero se quedó allí clavado. Mirándola. Movía el abanico y las caderas con el mismo baile hipnótico con el que los estorninos danzaban en el cielo. Fue Agostiño quien lo despertó de un codazo. Cómpralle una flor, dijo. Y eso hizo. Ella le ofreció una viborera de tallo ramificado, con cerdas densas. 

E una flor galega, dijo Nuno, con los ojos llenos de asombro. 

Como tú, dijo ella. 

Así se lo contó al padre al atardecer, recién llegado del cortejo, habiendo entregado su corazón a la que dijo llamarse Remedios y vivir en Triana. Hablaron de flores, sobre todo al principio, y ella le contó que no se diferenciaban tanto de las personas y que, aunque la mayoría eran autóctonas de algún lugar concreto, el aire se llevaba de viaje a sus semillas hasta lugares remotos donde, si las condiciones eran óptimas, crecían y hacían de su nueva tierra, su nuevo hogar. 

E que máis?

Pasado un año, al hijo le había crecido el bigote, se le había proporcionado el cuerpo y había conocido cada rincón de Sevilla del brazo de su Remedios. Se había aficionado al vasito de manzanilla, a las aceitunas partidas, al tabaco y al cante jondo. Las noches de verano, que empezaban a mitad de la primavera, se bajaba al patio con los hombres, después de la faena, y se fumaba un cigarrillo con el padre. Una de aquellas, le contó, sentado en una silla de enea, la vista levantada al cielo, y los brazos cruzados tras la nuca, que la novia había comparado la plaza de España con la madre gallega. La una resguardaba, además del resto de provincias, a sus ocho hijas andaluzas, la otra a sus ocho hijos menores. 

E que pensas?

Parécense.

El padre asintió y quedaron los dos dando caladas a los cigarrillos y viendo cómo el humo se elevaba hacia un cielo raso de luna y estrellas. Hacía calor. Olía a naranjos. 

Un año más, dos, tres. El mismo patio, la misma camaradería entre padre e hijo. Nuno le hablaba de Remedios. Ora gallego, ora andaluz. Le contaba que la muchacha decía que él era Galicia, que no necesitaba volver para reencontrarse con ella. Que cada persona es el lugar donde nació y que lo lleva consigo adonde quiera que va. 

E que pensas?

Que es verdad, dijo Nuno en castellano.

El padre asintió y marchó a dormir. El hijo quedóse allí, esperando a que Agostiño bajara. Lo había enseñado a leer y a escribir y quería que le corrigiera su primera carta. A la madre.

El verano que cumplió veintiuno, el padre le regaló un sobre. Ábreo, dijo. Estaban de fiesta en una cantina, ya todos hombres, todos gallegos, ningún chiquillo ya en el corralón. Nuno miró la hora en el reloj de pulsera de Agostiño, no quería que se le escapara el tren. Remedios actuaba en Córdoba con un cuadro flamenco, en la plaza de la Corredera. Atrás quedaban los días en que vendía flores por las plazas, ahora vendía quejíos, taconeos y arte. Un arte que daba más reales que los astilleros. Ábreo, insistió el padre. Y Nuno lo abrió. Todos los ojos expectantes a su reacción. Eran dos billetes para otro tren. Larga distancia. 

O teu soño.
O meu soño,
dijo en gallego. 

Padre e hijo se abrazaron. Uno con los ojos cerrados, apretados, también el abrazo. El otro con los ojos abiertos, dejándose abrazar, consciente de que los sueños, aún perseguidos durante años, son capaces de cambiar. No supo decir no. 

Era domingo también, un ocho de agosto, y en el andén, gallegos y sevillanos, la familia que le había arropado los años en que se hizo hombre. Tras ellos, su Remedios. Se había despedido de los astilleros unos días antes. Su capataz le ofreció un puesto de mayor rango. Más categoría, Nuno, dos mil pesetas, piénsatelo. Le dejó las puertas abiertas, de él dependía cerrarlas. Y eso era lo que llevaba en la cabeza, entre un abrazo y otro, antes de que su mirada se cruzara con la de su sevillana. Ella dijo adiós, Nuniño. Él dijo adiós, Remedios. Ella lo besó en los labios cuando él ya subía al vagón. Él le devolvió el beso. Ella le susurró algo al oído. Él agachó la cabeza, soltó su mano y entró al vagón. Cuando el tren comenzó a marchar, el susurro de sus palabras se había vuelto eco y sonaba por toda la cabina: vuelve, vuelve, vuelve. Se asomó a la ventana y ella dijo adiós con la mano. Tras ella, muchas manos más, robustas, callosas, en un vaivén que parecieran las olas del Atlántico.


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