jueves, 11 de agosto de 2016

Un préstamo con garantías


Cuando Francisco Sambenito entró en su despachito de director de aquella coqueta sucursal bancaria de barrio, pero de barrio pobre, no podía imaginar la clase de satisfacción que le iba a deparar el día.

Una década le había costado llegar hasta allí, alcanzar la cima de su éxito profesional. No estaba mal para un licenciado en Económicas por la Universidad de Málaga. Llevaba dos semanas en el cargo, tiempo insuficiente para asumir todo lo que sentía. Ni siquiera le había quitado todavía a la pantalla plana de su ordenador el fino plástico que protegía los delicados píxeles. Y aún era capaz de recrearse largo rato contemplando, a través de los acristalados límites de su feudo, el parsimonioso transcurrir de la sucursal.

Pero aquella no iba a ser una mañana cualquiera. Por primera vez un cliente quería hablar con el director. Ése era él. El cliente quería algo que sólo Francisco Sambenito podía darle. Poder, esa sensación se llama poder.

Se estrecharon las manos de forma muy amable y muy distante, pusieron la mejor de sus sonrisas e intercambiaron unas cuantas frases de conveniencia. Pero había algo en aquel sujeto que le resultaba familiar. Los ojos oscuros y sin expresión, el abultado arco superciliar, la nariz chata, los labios finos y las orejas grandes y rojas… ¿Cómo le había dicho que se llamaba? ¿Andrés… qué más… Torquemada? ¿Aquel Andrés Torquemada que en quinto de Básica fue su más odiado enemigo?

Sambenito y Torquemada eran vecinos en el mismo inmueble de la calle de la Amargura. Se veían todas las mañanas camino del colegio, y también al volver. Sambenito tenía por aquel entonces la voz aflautada y gafas a prueba de balas, la ropa nunca le quedaba bien y era propenso a la mucosidad. Torquemada era feo sin remedio, sí, pero también un bruto de cuidado, un ser inanimado que, sin embargo, se movía. Y en cuanto se movía, atropellaba.

La relación entre ambos era una lucha desigual entre la violencia y el pánico. Collejas a discreción, pellizcos a traición, alguna que otra pedrada cuando cambiaba el tiempo y patadas sin balón aunque jugaran en el mismo equipo. Nunca se lo dijo a sus padres, porque en aquella época todos los padres estaban asilvestrados, y consideraban que los cardenales de sus hijos eran una prueba de salud y vitalidad. Es que no para quieto, decían. Claro que no paraba quieto, lo que hacía era correr y esconderse, y cuando corría no miraba atrás, porque ya bastante poco veía cuando corría hacia delante.

La vecindad sólo duró un curso, tiempo suficiente para guardar aquellos recuerdos entre los más sentidos de la infancia. Y aquella cara de bruto, suavizada por la necesidad y los años, se plantaba de nuevo allí, ante él, sin que Sambenito tuviera espacio suficiente para saltar de la silla y llamar a grito pelado al guardia de seguridad que dormitaba junto a la puerta de la calle. Así que tragó saliva, puso la mejor de sus sonrisas y un brillo perturbador adornó aquellos ojos, escondidos tras las gafas de cristales reducidos y montura metálica. Dijo lo que tenía que decir y supo, al fin, lo que el destino le tenía reservado:

- ¿Así que necesita un préstamo? Pues ya sabe usted cómo está la situación económica… Sí, el gobierno dice que nos estamos recuperando, pero mire cómo están los intereses, por los suelos, mientras los jueces se empeñan en reducir aún más las posibilidades de que haya beneficios para todos, sobre todo para los clientes. Así que… ¿Cuál es la garantía que puede ofrecerle usted al banco, si me permite la pregunta?


Salvador Rivas

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