miércoles, 30 de mayo de 2018

Lo que más me importa es vivir


RMS Olympic, 1929

Junio es un buen mes para viajar en barco, dijo mi padre.

He pensado mucho en sus palabras cuando el rumor de las olas cantaba el nombre de Emilio. O cuando, al mirar hacia abajo desde cubierta, las ondas del agua me recordaban esos dibujos que Salvador esbozaba a veces en alguna de mis libretas. Y yo, que siempre he presumido de querer llorar porque me daba la gana, he derramado lágrimas que hubiera deseado no conocer. 

Seis días he permanecido atento a la marea que me lleva lejos de Granada y de Madrid. De París y de ese Perro andaluz que celebra sus mieles tras quince días de rodaje, 25.000 pesetas y una estocada en mi corazón. De Emilio, que se despidió sin que sus ojos reflejaran lo que habíamos vivido juntos. Del antiguo Federico, que ha estado añorando la muerte en la tierra que ahora se arrepiente de haber dejado atrás.

¿Qué es más dolorosa, la traición de un amigo o la traición de un amor? De igual forma ambas me lastiman el alma mientras diviso, a lo lejos, la gigantesca ciudad donde conviven millones de personas. Dentro de pocas horas estaré ahí. Me perderé entre esa gente y sus grandes miserias en atestadas aceras de incansable trasiego. Pasearé por largas avenidas donde no oiré los acordes de un fandango ni aspiraré el suave aroma de los jazmines. Ningún camarero me lanzará un “Buenos días, don Federico” a la entrada de un café. Seré uno más entre tantos rostros extraños y un idioma que nunca podré aprender. Y tendré que descubrir sus sentimientos ocultos para escribir sobre ellos porque es lo único que puedo hacer. Porque si no escribo me pudro por dentro.

¿Conseguirán el jazz y las próximas amistades hacerme olvidar las viejas heridas? ¿Aunque sólo sea para dejar hueco a otras que no tardarán en llegar?  Porque, al igual que la poesía, la vida necesita el ritmo de nuevos versos que den continuidad a la historia. Da igual que sean alegres o desdichados. Es así hasta la muerte, esa muerte que coquetea con nosotros todo el tiempo pero que sólo nos besa cuando quiere.

El horizonte de hormigón y acero me aterra y fascina a la vez. Noto que algunos pasajeros me miran con curiosidad. Un joven español de aspecto melancólico que no parece tener ganas de desembarcar. ¿Qué hará el poeta en Nueva York?, se estarán preguntando. Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre, asomado a un estribor de nubes blancas que no entiende de deslealtades. Me consuela saber que, en cuanto mis pies toquen ese suelo de cemento apaleado incansablemente, buscaré papel y lápiz y ya no podré parar.

Es lo único que siempre me mantendrá con vida. Si es que quiero vivir.

Mercedes Suárez Saldaña

Relato publicado en la revista Estrechando,
número 5, monográfico dedicado a García Lorca


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