miércoles, 19 de diciembre de 2018

Mis viajes soñados


En esa otra vida, desde la cual contemplo con cierta ternura mi yo tangible, no hay obstáculos para que pueda realizar todos aquellos viajes que alguna vez soñé. Sin lugar a duda son numerosos aquellos periplos que me llevan a los confines del mundo. 

En la universidad tracé un mapa con un amigo. Él era un gran navegante, por lo  que él daría la vuelta al mundo por los mares y yo por tierra; fijamos puntos de encuentro donde poder compartir nuestras experiencias. Hoy se ha complicado esa odisea, o tal vez me he vuelto más temerosa con la edad, más sensible a los peligros. Pero ese otro yo mío no teme aquellos impedimentos, y pocos países del mundo dejaría sin ver. 

Mi aventura empezaría en África. Quiero  ver elefantes, cebras, jirafas, antílopes, rinocerontes. Quizás una tribu masái acepte que me quede con ellos algún tiempo y me guíe a través de la sabana. Me acercarán al Kilimanjaro y haré la ascensión hasta la cima. También navegaré por el Nilo entre las pirámides. Quiero perderme en los templos del antiguo Egipto y descifrar jeroglíficos. En Senegal saldré a pescar con los marinos y asaremos el pescado en un fuego a orillas del mar. En Namibia perderé la conciencia del tiempo y del espacio. Me exaltará la sensación de caminar por los lugares que vieron nacer a la humanidad. Beberé té con los beduinos y aprenderé a cocinar el cuscús. Iré a Madagascar y me asombraré ante su peculiar fauna. 


Después iré a Asia. En Líbano comeré mezzes junto a amigos descubiertos allí, y esquiaremos en Mzaar Kfardebian, la estación de esquí más grande de Oriente Medio. Patinaré sobre un río en Rusia y cogeré el tren transiberiano, que me llevará a través de los lugares remotos de mis sueños. Veré los cerezos en flor en Japón y entraré en la ciudad prohibida en Pekín. Me haré experta en el arte de los palillos. Buscaré al yeti en Nepal. Recogeré el té en la India y monjes budistas me llevarán a los confines de mi conciencia. Haré submarinismo en Indonesia, veré caballitos de mar y mantas raya, y quién sabe si alguna sirena también.

Luego saltaré a Oceanía. Empezaré por Nueva Zelanda que recorreré de norte a sur, tras los pasos de los hobbits. Asistiré a una ópera en Sídney y aprenderé a hacer surf sobre las olas del océano Índico. Viviré durante algún tiempo en un islote de Polinesia cuyo nombre no aparece en ningún mapa.

Llegaré a América por el sur, primero a Ushuaia, tierra extrema donde las haya. Aprenderé a bailar el tango y cataré vinos chilenos y argentinos. Galoparé en la pampa. Celebraré el carnaval en Río de Janeiro y sobrevolaré las cataratas de Iguazú. Me reiré con mis nuevos amigos de nuestras diferencias de vocabulario. Me perderé por las calles de Cuzco. Exploraré los secretos del canal de Panamá y comeré plátanos fritos. Conseguiré fotografiar a un colibrí, antes de visitar pirámides mayas.


Haré rutas por el Gran Cañón. Lloraré sobre la tumba de Martin Luther King. Me sentiré neoyorquina cuando recorra sus calles que casi conozco sin haber visitado nunca. Llegaré a Canadá en otoño para ver cómo las hojas de sus bosques se van encendiendo. Luego remontaré el río San Lorenzo.

Llegaré de vuelta a Europa por Islandia donde me bañaré en aguas humeantes. Me deslizaré sobre un trineo tirado por renos en Laponia. Conoceré todas las capitales: tomaré clases de cocina en París, saldré de discotecas en Berlín, comeré hojas de vid en Atenas, iré de compras en Londres. Recorreré con una mochila el camino que sale del sur de Francia y llega a Dinamarca. Compararé los chocolates suizos y belgas. Buscaré los reflejos azules del Danubio. Volveré a mi España natal cargada de experiencias y aventuras, con amigos en todos los continentes, feliz.

Entonces sí, solamente entonces, podré morir.

Fanny Beaudoin

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