Sería fácil contar mi reciente viaje a Londres con las mismas pinceladas que cualquier reportaje del Canal Viajar. Me limitaría a lanzar recomendaciones junto a unas fotos idénticas a las que te enseñó el pesado de tu cuñado después de visitar la capital, que dicho sea de paso son calcaditas a la lámpara de tu cuarto de estudios.
Lo que te quiero narrar sobre mi visita a Londres es algo diferente, algo que se mueve en el tiempo y que te impresiona cuando te asomas a su origen: sus cicatrices.
Había soñado con el centro de Londres innumerables veces, me lo imaginaba con grandes barrios victorianos casi intactos y dispuestos a ofrecer los escenarios perfectos para cualquier película de Sherlock Holmes o de Jack el Destripador. Nada más alejado de la realidad.
Tras mi primer paseo quedé maravillada de su encanto y majestuosidad No sabía hacía donde mirar, me sentía un niño en una juguetería nueva. Me pareció muy diferente a Paris, puntualizo que ni mejor ni peor, ambas son ciudades impresionantes, pero me resultó inevitable compararlas. Me llamaba la atención constantemente el contraste y la mezcla de edificios modernos y maravillosas fachadas de ladrillos rojos. Lo antiguo y lo nuevo mezclado de una forma aleatoria y a veces hasta molesta. París es homogéneo, coordinado, compacto. Pero sigamos hablando de Londres.
Tardé un par de días en caer: quizás el origen de esa diferencia se encontrara en la segunda guerra mundial. Los franceses se vieron empujados a firmar un armisticio y se dejaron ocupar por los alemanes evitando las destrucción de parte del país, París se libró de la quema. El Reino Unido ofreció resistencia y su capital, junto a otras ciudades importantes, fue bombardeada sin piedad.
A mi vuelta traté de comprobar si mi apreciación tenía fundamento. Supongo que la apariencia de Londres se deberá a un conjunto de circunstancias y hechos que no voy a estudiar ni analizar yo en este momento, pero después de buscar los datos y ver las fotografías, que os voy a mostrar, queda claro que la segunda guerra mundial hizo grandes heridas en una ciudad que, hoy en día, tendría un aspecto diferente.
Estos bombardeos, acontecidos desde septiembre de 1940 hasta mayo de 1941, se conocen como Blitz, palabra alemana que significa relámpago. He leído muchos datos y las cifras son impresionantes. Entre septiembre y noviembre los bombardeos fueron casi diarios, llegándose a contabilizar cincuenta y siete noches consecutivas, noches en las que se abrían ochenta estaciones de metro para proteger a unos londinenses que no sabrían hasta el amanecer si su hogar seguiría en pie.
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Me imagino lo largas que resultarían las noches mientras más de trescientos bombarderos escoltados por casi seiscientos veinte cazas soltaban toneladas de bombas sobre una ciudad que difícilmente podía defenderse y que tuvo que mejorar a marchas forzadas sus defensas antiaéreas.
Hitler pretendía, aparte de destruir la capacidad militar del país, sembrar el caos entre la población inglesa y que esta forzara al gobierno a una rendición. El resultado no fue ese, Churchill consiguió mantener la cohesión y controlar los terribles efectos que el acoso alemán provocaba sin descanso sobre la sociedad londinense.
El último ataque, donde fueron dañados numerosos edificios importantes, se produjo el 10 de mayo ya que las fuerzas alemanas eran requeridas en el este para la invasión de la Unión Soviética. El Blitz llegaba a su fin, dejando cuarenta y tres mil víctimas mortales y más de cien mil heridos. En cuanto a los edificios se estima que más de un millón de hogares fueron destruidos, Una vez más la ferocidad de la guerra, maestra extrema de la desgracia y la irracionalidad.
Londres curó sus heridas, igual que las tuvieron que curar Berlín, Hiroshima y otras tantas ciudades, pero esas cicatrices siguen vivas en el tiempo, unas más visibles que otras, en el alma del pueblo o simplemente en el asfalto esperando que cualquier turista como yo las descubra y las recuerde.
Marisa López
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