Apenas estrenamos octubre y los establecimientos dedicados al comercio de las flores ya están preparándose para afrontar el aluvión de ventas que se les avecina: un mar de claveles, tulipanes, dalias, crisantemos, y demás, traídos desde lejos para adornar los cementerios, llenandolos de color. Un obsequio que ofreceremos a nuestros parientes fallecidos para festejar su memoria en el Día de Todos los Santos.
La vida ha cambiado mucho en poco tiempo y aunque el dolor que se siente al perder un ser querido no pueda ser regulado por modas ni costumbres, sí que ha variado el modo de exteriorizar los sentimientos y la manera que tenemos de despedir a nuestros difuntos. Lejos se perciben aquellas veladas tristisimas en las que parientes y amigos acompañaban al cadáver en la intimidad del hogar. Afligidos, cansados y abatidos pero con libertad para manifestar espontáneamente las emociones: un ambiente profundamente cercano y conmovedor en el que el cansancio físico y mental se manifestaba en estallidos de risa incontrolable seguidos de llantos desconsolados, lamentos y vahídos.
Ahora todo es más contenido. Ya no está bien visto dejarse arrastrar por el pesar públicamente. Ni tampoco invita a manifestaciones "subiditas de tono" el ambiente deliberadamente neutro -casi aséptico- de los tanatorios: máquinas expendedoras, sillones modulares tapizados con polipiel, mesitas de tubo cromado y láminas de metacrilato. Nada debe alterar el estado de ánimo de los desolados parientes y para evitarles sufrimientos añadidos se sitúa al difunto, convenientemente apartado del mundo de los vivos, tras una mampara de cristal.
En general, todos sentimos un profundo rechazo hacia la muerte aunque pertenezcamos a una cultura ancestralmente vinculada al mundo de los muertos: así lo confirman personajes fantasmagóricos que nos advierten de su existencia asomándose, cadavéricos, entre las páginas escritas por nuestros mejores literatos. Y el testimonio horrorizado de personas que han tenido la fatalidad de tropezarse con la Santa Compaña: un desfile de espíritus errantes que recorren caminos solitarios durante la noche. En un plano más cotidiano, aunque no menos interesante, están las historias familiares de apariciones y contactos con difuntos, tan frecuentes en el ámbito popular. Casas encantadas y un sinfín de lugares malditos repartidos por toda nuestra geografía, han hecho de éste país una tierra mágica, llena de misterios y extraordinariamente espiritual.
Afortunadamente, las prácticas funerarias se han ido relajando con el paso del tiempo; ya no estamos sometidos a la tiranía de lutos interminables que envolvían de negro vidas y hogares durante años… Pero pretender borrar de un plumazo creencias y hábitos tan arraigados es una inutilidad. Por eso, aunque estemos dispuestos a sacrificar muchas cosas en aras de la modernidad, cuando se acercan las fechas destinadas a honrar la memoria de los difuntos algo que se despierta en nuestro interior nos conduce hasta el cementerio. Durante algunos días, las calles generalmente silenciosas y tranquilas del Campo Santo se llenan de vida gracias a la algarabía de niños jugando entre panteones. Y al parloteo de mujeres que encalan tumbas, abrillantan lápidas y acomodan flores como muestra de cariño y respeto hacia los difuntos pero quizás, también… ¿Quién sabe? Para mantener alejados de sus hogares al espíritu de los muertos…
Carmen María Herrera
Muy acertada tu reflexión y muy bien expresada, enhorabuena amiga.Besitos.
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