Foto: Nicolás Vidondo |
Rosa es como una consola, un mueble que se pone en el recibidor sin un fin específico. Allí unos dejan las llaves, otros el sombrero; ellas, los bolsos y se repasan el peinado mientras hacen un sinfín de muecas frente al espejo. Muchas veces solo sirve para tropezar con él. Así es ella. No es madre, ni abuela, tampoco tía o hermana y si alguna vez fue hija lo ha olvidado. Nada más nacer y cortarle el cordón umbilical rompió el único vínculo de amor que la hubiera hecho distinta. Muerta la madre, el padre tardó poco en ponerle una madrastra. Como buen militar le era fácil volver a poner un nuevo soldado en el puesto vacante. Hombre formado en las más estrictas normas militares, nunca se prodigó en besos o caricias hacia la pequeña, a la que pronto dejó también huérfana de padre. Una buena pensión de orfandad era lo suficientemente atractiva como para que la niña se quedara en casa.
Rosa pensó que tenía mucha suerte pues podía haber ido a un orfanato de no haberse compadecido de ella la viuda de su padre. La niña nunca la llamó mamá, tata o algún apelativo cariñoso. Poco después aquella señora volvió a casarse y tuvo un hijo al que Rosa cuidaba con mimo y al que tomó un gran cariño. Se pasó su mocedad (como ella decía) cuidando de aquel chiquillo flacucho y enfermizo. No tuvo novio, tampoco amigas con las que salir a pasear las tardes de domingos y festivos. Los ratos libres los dedicaba a hacer bizcochos. Llegó a ser una destacada pastelera y pronto las vecinas y conocidas comenzaron a pedirle que les hiciera un bizcocho, una tarta, empanadillas o cualquiera de aquellas delicias tan apetitosas que salían de sus manos. Con aquella habilidad natural que tenía pudo haberse independizado, pero ella siguió junto al niño y dándole todo el dinero que sacaba para que se labrara un futuro. Un día la madre enfermó. Ella la cuidó como si de la suya propia se tratara. Cuando murió, el viudo se largó con todo el dinero que había y dejándola sola con aquel muchacho debilucho que se avergonzaba de decir que era huérfano y abandonado.
Ella continuó con el negocio que les daba para salir adelante, sin grandes lujos, pero no faltaba el plato caliente y para pagar la mensualidad escolar. Rosa quería que el muchacho se labrara un porvenir. Pasó el tiempo y el chico se convirtió en un hombre alto, guapo y con un trabajo bien remunerado. Rosa no cabía en sí de orgullo, a pesar de que ella nunca vio ni una peseta de lo que él ganaba. Un buen día le dijo que se casaba y que se marchaba del pueblo, no quería que su futura familia arrastrará con su historia, así que se iría lejos donde nadie le conociera. "Podrías vender tu casa y venir conmigo". Ella no lo dudó y lo hizo. Vendió su única pertenencia y dio a su niño el dinero para que comprara la nueva vivienda que compartiría con la futura madre de sus hijos. "Le dejé el dinero porque yo no hubiera sabido qué hacer con él y el niño lo necesitaba para pagar la nueva casa". Rosa fue presentada a la familia de la contrayente como la prima, esa pariente pobre y sin familia a la que tú acoges por caridad cristiana. Después de la boda llegó la señora. Ya no era la boba Rosa la que dirigía la casa, ahora recibía órdenes de la esposa del niño, una señorita pueblerina que se las daba de ser hija de un hombre de muchos negocios, profesión que nunca supo Rosa cuál era. Ella dejó de entrar en la cocina (lugar reservado exclusivamente para la señora). Ahora sus deberes eran otros, la limpieza del hogar, la colada, el cuidado del jardín y pronto también los niños. Cinco fueron los retoños a los que cuidó. Era normal verla correr a buscarlos al colegio, o a comprarles el pan a primera hora para el bocadillo. Nunca se le veía en la calle de cháchara con las vecinas, siempre iba con prisa pues tenía cosas que hacer.
Un día cuando yo iba a mi trabajo ella estaba sacando brillo a los tiradores de bronce de la puerta. Le di los buenos días y no me respondió como siempre.
–¿Tú haces pedicuras?
- Sí, le respondí.
-¿Para cuándo me das cita? es que no puedo cortarme las uñas -le di la cita y ahí comenzó nuestra amistad.
- Sí, le respondí.
-¿Para cuándo me das cita? es que no puedo cortarme las uñas -le di la cita y ahí comenzó nuestra amistad.
Rosa acudía cada mes cuando cobraba su pensión no contributiva a arreglarse sus maltrechos pies deformados por los juanetes. Le aliviaba los masajes que yo le daba al término de la pedicura. No recuerdo exactamente cuánto tiempo estuvo acudiendo a mi gabinete, dos años… quizás tres… En este tiempo me fue desgranando los distintos capítulos de su vida. Estaba agradecida al niño y su esposa por tenerla en su casa y no daba ningún valor a lo que hacía. Un día le pregunté por su edad y no lo sabía. Tampoco se la podrías calcular aunque su pelo gris, su espalda gibosa y sus ojos opacos delataban al menos ochenta. Era primero de mes y Rosa vino como siempre a cuidarse sus pies, durante la sesión no paró de toser y yo le pregunté si había ido al médico.
–No, me estoy tomando un jarabe que compré en la farmacia.
-Esa tos no es para un jarabe, debe ir a que la vea el doctor y le diagnostique de dónde le viene.
-Es que él no tiene tiempo de llevarme y andando está muy lejos- Se refería al niño, creo que me puse un poco seria y le dije: “pues usted sí que tiene tiempo para todos”. Hizo aquella mueca parecida a una sonrisa y calló. Con la excusa de limar las uñas de las manos se las tomé entre las mías y le ardían.
-Esa tos no es para un jarabe, debe ir a que la vea el doctor y le diagnostique de dónde le viene.
-Es que él no tiene tiempo de llevarme y andando está muy lejos- Se refería al niño, creo que me puse un poco seria y le dije: “pues usted sí que tiene tiempo para todos”. Hizo aquella mueca parecida a una sonrisa y calló. Con la excusa de limar las uñas de las manos se las tomé entre las mías y le ardían.
A la mañana siguiente cuando pasé por ante su puerta llamé: nunca antes había entrado en aquella casa y mi trato con sus moradores no era otro que unos buenos días o buenas tardes. Salió Evarista, la “señora”, como siempre estaba impecable, perfectamente peinada, sin una arruga en el vestido. Dio los buenos días sin poder ocultar en su rostro la sorpresa que le causaba mi presencia. Tras responder a su saludo y pedirle disculpas por si la había molestado le dije cuál era el motivo de mi presencia: ayer cuando estuvo Rosa a hacerse la pedicura estaba mal, y he llegado a ver como sigue. Pareció un poco desconcertada.
–Anoche la prima se tomó una infusión de tomillo y miel y un paracetamol y se acostó pronto. Hoy no se ha levantado todavía, si en un rato no baja subiré a su habitación a ver cómo sigue.
Sin más me despedí bastante preocupada. Una hora después se escuchó un barullo en la calle, levanté la cortina y miré, una ambulancia parada frente al domicilio de Rosa me preocupó.
Tras tomar la infusión, cepillar la chaqueta y los zapatos del “niño” subió a su apartado dormitorio. Dio cuerda a su viejo reloj poniendo la hora a la que debía despertarla, colocó con sumo cuidado su ajado vestido, se puso el camisón de franela que tanto le gustaba y se metió entre las sábanas del pirineo esperando hallar el calor que necesitaba. Rezó las pocas oraciones que conocía y se durmió. A la mañana siguiente cuando sonó el despertador Rosa siguió durmiendo.
Araceli Ruiz
Un pequeño homenaje a una de mis clientas
Un pequeño homenaje a una de mis clientas
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