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Cuando encontró la lámpara la reconoció de inmediato. El nerviosismo se apoderó de él. Era, sin duda, la de aquel cuento en el que un niño pedía tres deseos y le eran concedidos. La frotó con ahínco pero no pasó nada. Cogió la lámpara con irritación y la arrojó por una ventana dedicándole una sarta de improperios y palabras malsonantes. Pronto cambió de opinión y fue a buscarla. Efectivamente, el genio que había permanecido encerrado en su interior acababa de salir.
El pequeño comenzó a protestar, a decir que aquello no era justo. Así estuvo un buen rato, hasta que asumió cuán inamovible era la postura de su interlocutor, que lo observaba impasible. Entonces inició una retahíla de propuestas cada vez más extravagantes. En el momento en el que el genio hacía ademán de concedérsela, se retractaba y pasaba a la siguiente.
— Si ha de otorgarme una sola petición, no me puedo conformar con cualquier cosa.
Por fin se decidió. Pensó que si poseyese sus mismos poderes podría hacer lo que se le antojase por siempre jamás, y le pidió ser como él. El genio le dedicó una sonrisa enigmática. Le dijo que eso no le gustaría. Ante su insistencia ya no dudó, y lo dejó encerrado en la lámpara a la espera de que algún otro niño caprichoso lo liberase, ocupando su lugar, como acababa de sucederle a él mismo.
Rafael Ruiz
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