Foto: S.R. |
Puso el pie sobre el escalón que se escabullía y éste se levantó de repente. Procuró mantener el equilibrio sobre las escaleras mecánicas. Miró varias decenas de metros sobre su cabeza. El enorme tramo de escaleras estaba casi vacío y apenas se cruzaba con alguien que, en sentido contrario, debía subir a un tren sumergido en las entrañas de la tierra.
Llevaba la cazadora recogida sobre el brazo y la carpeta bajo la axila. Hacía un calor asfixiante. Era invierno, pero sudaba. Cuando llegara a la superficie el aire helado le haría tiritar. Miró distraídamente a su alrededor. Los escalones, la cinta de goma sobre la que apoyaba la mano, el horrible azulejo de la pared, las luces disciplinadamente colocadas en fila, los módulos metálicos -sucios y desgastados- que formaban la falsa cúpula del techo… Todo se unía en un lugar imaginario situado allí arriba, sus formas confluían en un único punto del Universo que podría ser la clave de su destino. O bien, simplemente, medir la profundidad de su inconsciencia. Porque él ni siquiera se dio cuenta.
Abandonó el artefacto mecánico que casi le triplicaba la edad, y que chirriaba como las rodillas de un anciano al caminar. Línea 3. La Línea 3 era la Línea Amarilla. Venía de la Línea 2, la Roja. Tardaba en llegar a la facultad unos tres cuartos de hora. Aquel transbordo era muy fatigoso: largos pasillos, grandes desniveles y una nube de fantasmas moviéndose de un lado a otro. Flotando sobre las desgastadas baldosas. Cruzando ante las vallas publicitarias preñadas de colores raídos. Sin apenas dejar huella sobre las retinas ajenas.
Línea 3. Enfiló el andén semivacío y se colocó allí donde pararía uno de los últimos vagones. Miró la pantalla suspendida sobre su cabeza: “Próximo tren: llegada en 2 minutos”. Un plano del metro, grande y acristalado, presidía la estación. Leyó la última línea del cartel macilento que lo remataba: “No introducir el pie entre coche y andén”. Siempre se había preguntado qué llevaría a cualquier ser humano a introducir su pie en ese espacio tan, en apariencia, sugestivamente peligroso.
Llegó el tren y subió al vagón. Un agudo pitido indicó que se cerraban las puertas. Erguida en un rincón, apoyando el peso de su cuerpo sobre el intestino de aquella enorme y veloz lombriz de metal, estaba ella de nuevo, con su aire ausente y su pelo recogido en la nunca, tan tenso que hacía doler la vista.
Se acercó a ella acompasando sus zancadas a las oscilaciones de la gran bestia que huía, a gran velocidad, de aquel abismo oscuro que cubría las ventanas. Depositó la cazadora y la carpeta en el suelo, rodeó su cintura con las manos y se besaron. “Creía que hoy no ibas a clase”, dijo él.
Una voz que antaño perteneció a un ser de carne y hueso anunció: “Próxima estación: Plaza de España. Correspondencia con Línea 10”. Azul marino, ésa era la Línea Azul Marino.
“Estoy embarazada”.
El tren frenó y ambos se tambalearon. El túnel se abrió como un útero dilatado en el último momento del parto, y la luz de los andenes inundó las ventanas, mientras el metal comprimido por la fuerza de la gravedad gemía como un recién nacido tomando aire por primera vez.
Sus miradas se encontraron y las puertas automáticas se separaron con un leve zumbido.
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