Relato finalista del XXVIII Premio de Narrativa Breve de la UNED
El cartapacio asomó cuando ya casi toda la pared se había convertido en escombros. El tabique separaba el salón de la cocina. La carpeta estaba allí, sujeta entre la oculta estructura de madera de la vieja despensa, rebozada en restos de argamasa, piedra y ladrillos. Era una carpeta que en el momento de ser emparedada tenía un color azul apagado y que estaba cruzada por aquellas gomillas de fibras entrelazadas, negras y grises, que ahora se veían rotas, deshilachadas, blanquecinas.
En los días posteriores pensé que era una suerte que
aquel golpe de piqueta hubiera coincidido con mi presencia en la obra. Estaba
reformando una casa tradicional manchega, de la que me había enamorado por su
aspecto desvencijado y su aparente aislamiento. Y por su precio de venta, que
como todo en el país se había ido a pique con la crisis. Yo guardaba todavía
algún dinero de aquel pretencioso premio literario, con el que se pretendía
lanzar al mercado a jóvenes autores. De eso hacía cinco años. La editorial quebró
al poco tiempo, pero sobrevivió lo suficiente para que las ventas de mi
premiado libro de relatos me otorgaran también un cierto período de
tranquilidad económica.
Invertí en aquella casa todo lo que me quedaba.
Estaba situada sobre una suave colina que dominaba una carretera secundaria de poco
tráfico. Al pueblo, cuyo nombre olvidaré mencionar por la seguridad de los
depositarios de esta historia, había poco más de diez kilómetros. Era la típica
casa solariega, con su corral y su patio, su galería de madera sujeta por
columnas y, en el interior, una cocina enorme con una chimenea de campana. Una
decena de álamos daban sombra y, tras ellos, se ocultaban las trazas de un
molino, derruido hasta casi sus cimientos. Estaba dispuesto a impulsar mi
carrera literaria, sumida desde aquel premio en un interminable punto muerto.
Era mi apuesta final: huir de Madrid, aislarme el tiempo que hiciera falta,
olvidar un lustro de insustanciales colaboraciones en prensa y embarcarme en
una novela. La novela definitiva. La Gran Novela Española.
La carpeta apareció en mis manos como por ensalmo.
El albañil murmuró “esto son papeles” y sin más trámite me la entregó. Yo
estaba hipnotizado por aquel hallazgo. Podría haber sido pura basura: recortes
de crónicas deportivas que se remontaran a Di Stéfano, una colección de
necrológicas o una escritura de propiedad centenaria sin mayor utilidad. No iba
a tener la fortuna de encontrar una crónica familiar que pusiera mi inspiración
al nivel de García Márquez.
Me alojaba en el único hotel del pueblo mientras
acababan las obras. Esa misma noche, sentado sobre la cama de mi habitación, limpié
como pude el polvo de la carpeta, la abrí y sacudí, una a una, las cinco páginas
que componían un manuscrito fechado el 12 de abril de 1957. La firma, sobre la
fecha, era perfectamente legible, pero no mencionaré este nombre para no poner
en peligro a quienes custodian mis palabras. Bajo estas páginas había un
paquete bastante más voluminoso, con envoltura en papel de estraza que parecía
a punto de desintegrarse. Lo aparté con cuidado y en aquel instante de mi vida
tuve ante mí un legajo antiquísimo, aparentemente de pergamino, sobre el que
alguien derramó una letra enrevesada. Difícilmente distinguía algunas palabras
sueltas. De algo sí estaba seguro: era castellano antiguo e ignoraba
exactamente de qué época. Cubrí de nuevo el grueso legajo, temeroso de dañarlo.
En
la localidad de …, el abajo firmante declara, para conocimiento de la autoridad
competente, lo siguiente:
-
Que el 27 de febrero de este año falleció mi padre,
Don …, y a solas en su lecho de muerte me encomendó custodiar una reliquia
familiar que, según me aseguró, durante siglos habían protegido los
primogénitos de nuestro linaje. Yo era responsable desde ese momento de su
conservación. Debía buscar una baldosa suelta en un rincón de su habitación,
bajo la que se había excavado un hueco. Allí encontraría el legado.
-
Que tras el funeral, apenado por las circunstancias,
olvidé durante varios días este encargo, que más parecía el delirio de un moribundo
que la decorosa herencia de un padre. Sin embargo, el 12 de marzo de este año, mientras
ordenaba sus papeles, reparé en las últimas palabras que pronunció en vida, y
más por curiosidad que por convencimiento, localicé la baldosa y saqué de su
escondrijo aquel pretendido tesoro familiar.
-
Que a mi entender poco valor debían tener aquellas
diecinueve hojas gruesas y amarillentas, escritas a mano por ambas caras con
una endemoniada caligrafía, y de las que no entendía absolutamente nada.
-
Que el 14 de marzo de este año acudí a la capital de
la provincia para proponer la venta de estos papeles a un librero de viejo,
pues me pareció demasiado doloroso mantener la fantasía postrera de mi padre.
El librero, que regenta el establecimiento de la calle …, empleó un buen rato
en descifrar aquellos garabatos, tras lo que intentó convencerme de que le
dejara en depósito lo que él llamó pergaminos. No valían gran cosa, me dijo,
pero intentaría buscarme un comprador.
-
Que no me pareció que hubiera un buen motivo para dejárselos.
Así que le puse como excusa que un vecino de mi pueblo me había hecho una
oferta modesta, pero suficiente, y que sólo quería confirmar el precio.
-
Que dos días después ví venir por el camino uno de
esos coches franceses a los que llaman Tiburón, de color negro, que fue a parar
en mi misma puerta. Del asiento del conductor se bajó un hombre alto y fuerte,
malencarado, que con gestos torpes abrió la portezuela trasera. Del interior
brotó un hombrecillo menudo, muy joven, vestido con traje oscuro y tocado con
un sombrero de los que salen en las películas antiguas de Hollywood. Sus ojos
parecían muy chicos tras unas gafas de cristales muy gruesos, redondos y sin
montura. Se reía sin motivo. El chófer me lo presentó como Don Paco, aunque se
dirigía a él como “señor Rico”.
-
Que los hice entrar y les puse por delante un vaso
de vino y queso de cabra del que se sirve a las visitas. El tal Don Paco me
refirió que el librero de viejo le había contado lo de mis pergaminos, y que
aun conociendo su escaso valor estaba dispuesto a comprarlos, porque se
dedicaba a reunir en un archivo todas las letras antiguas que localizaba en los
pueblos de España. Lo que me escamó fue que me ofreció un buen dinero y que se
anduvo un buen rato por las ramas. Yo no dije ni que sí ni que no, prometí que
me lo pensaría y que como mucho en una semana le telefonearía al número que me escribió
en un papel.
-
Que empecé a pensar que mi padre no estaba delirando
cuando me encomendó la custodia de aquellos papeles y que, tal vez, debería
atender su voluntad. O al menos asegurarme de cuál era su verdadero valor antes
de malvenderlos al primero que apareciera por mi casa. En todo caso, ponerlos a
buen recaudo mientras tomaba la decisión adecuada.
-
Que en ésas pasaron un par de semanas, hasta que en
la noche del 4 de abril, de vuelta del Círculo de Labradores, donde había
tomado un par de aguardientes, encontré la puerta de mi casa colgando de un
gozne, las habitaciones revueltas y la mayor parte del mobiliario destrozado.
Se habían llevado algunas alhajas que fueron de mi abuela, a las que tenía
cierto aprecio pero que no valían gran cosa. Dinero no pudieron encontrar
porque yo el dinero o lo llevo encima o lo llevo a guardar en el banco, como
algunas otras cosas. Eso sí, la despensa la habían dejado vacía.
Terminé de leer aquel documento, que parecía una
denuncia o más bien un simple borrador de la misma, porque en él no aparecía el
sello de organismo oficial alguno, de la Guardia Civil o de un Juzgado. El
contenido no me pareció apasionante, pero tenía posibilidades literarias si le
daba un par de vueltas a la idea. Si aquella historia era verdadera, o al menos
verosímil, en ese momento no me interesaba más allá de que me ofreciera la
posibilidad de tantear una posible novela. Decidí investigar un poco, buscar un
punto de emoción tras aquella sosa descripción. Y si no lo encontraba,
inventármelo. Ficción lo llaman, pensé.
A la mañana siguiente volví a Madrid. Mi primera
cita fue en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense. Tenía un
amigo que era profesor interino y que casi me declaró amor eterno cuando le
entregué el legajo. Me prometió ponerse a descifrar enseguida lo que decía
aquella reliquia, le pediría ayuda a alguno de sus colegas del Grupo de Investigación
de Literatura del Siglo de Oro.
El segundo paso para aprovechar el día fue dirigirme
a uno de los periódicos más antiguos de España, con especial implantación durante
el franquismo en las zonas rurales del país, y rastrear en su servicio de
documentación cualquier indicio que me llevara a comprobar el relato del asalto
a la casa. Tenía el nombre, el pueblo y la fecha. No debería ser muy complicado
seguir esa pista y averiguar el resto de la historia, si es que sucedió algo
más. Pedí los tomos correspondientes a marzo, abril y mayo de 1957, y me dispuse a
escudriñarlos pacientemente para que no se me escapara una hipotética noticia.
Que por otra parte sería de poca extensión y nada llamativa. No me sorprendió
no encontrar nada, un delito de poca monta escaso eco podía tener en la prensa
de la época. Pero así y todo quise apurar mis opciones y acabé pidiendo también
el tomo de junio.
Repasando ese mes me enteré de que España se había
proclamado campeona de Europa de hockey sobre patines, que la cosecha de trigo
iba a ser mayor que la de 1956 aunque eso no iba a impedir que subiera su
precio, y que Estados Unidos iba a financiar una gran presa en la frontera
entre Etiopía y Sudán. Más de cien comunistas habían sido detenidos en Líbano, mientras
que nuestro ministro del Ejército inspeccionaba los cuarteles y guarniciones
del Ampurdán. Los pueblos granadinos de Albolote y Atarfe iban a ser
industrializados. Ya en la página 38, abajo del todo, en la tercera columna,
aparecía en negrita “Capítulo de sucesos” y a continuación en mayúsculas el
titular: “ASESINADO A GOLPES EN SU PROPIA CASA”. La noticia decía: En su domicilio de …, casa solariega, Don … ,
de 32 años, soltero, fue hallado en gravísimo estado alrededor de las ocho de
la mañana al acudir el arrendatario de una de sus fincas a tratar cuestiones
sobre las cosechas. Avisado con urgencia el médico del pueblo y la dotación de
la Guardia Civil, fue trasladado al hospital de …, donde falleció a las pocas
horas. Don … presentaba numerosos golpes en la cabeza cuyas consecuencias
resultaron fatales. La Guardia Civil investiga a posibles autores de este
horrendo crimen que ha sacudido el apacible transcurrir de la pacífica comarca.
Buscaba un robo y encontré un asesinato. Era él, en
efecto, el heredero del legajo. Me contemplé a mí mismo con la boca abierta,
desconcertado por aquel desenlace. Había algo que no encajaba. Volví a leer la
noticia, parca en detalles. Tan lacónica que ni siquiera mencionaba el anterior
asalto y registro de la casa. Pero estos hechos no eran menores y sin duda deberían
haber sido tenidos en cuenta al redactar la información. Si hubieran sido
conocidos, claro. Ante mí se abría la posibilidad de que la víctima no
presentara finalmente la denuncia. Y si así fue, ¿por qué?
Estaba enfrascado en todas esas dudas cuando sentí
vibrar mi móvil. En la pantalla apareció el rostro de mi amigo el filólogo.
Contesté, todavía conmocionado, y apenas alcancé a oír su voz, pues hablaba en
susurros. Me urgía a reunirme con él de inmediato y la conversación me dejó aún
más consternado, pues no quiso aclararme el motivo de tan misteriosa
precipitación. Entre unas cosas y otras llegué a la facultad a la hora de
comer. Los pasillos estaban desiertos y mis pasos se expandían metro a metro
como redobles de tambor. Llegué al despachito de su departamento y llamé a la
puerta. Transcurrieron algunos segundos hasta que se abrió una rendija por la
que vislumbré a mi amigo, quien se aseguró mucho de que era yo y de que estaba
solo. Al fin me dejó entrar y cerró con llave a mi espalda. No habíamos acabado
de sentarnos cuando me arrojó a la cabeza la pregunta:
-¿Pero
en qué narices te has metido?
-¿Cómo?
¿Pero de qué hablas?
-¡Menudo
broncazo me he llevado! Casi acabo en la calle. No me ha dado tiempo ni a
explicar de dónde habías sacado el legajo. Me han amenazado con expedientarme y
echarme para siempre del mundo académico si no dejaba de especular con
fantasías. Parece que tus pergaminos tienen algunos antecedentes poco
recomendables.
Abrió uno de los cajones de su mesa y los blandió
ante mis ojos.
-¿Pero
qué es lo que pasa? –pregunté impaciente-. ¿Son falsos? Tampoco es que tengas
la culpa, sólo me estabas haciendo un favor.
-¿Falsos?
El problema, querido amigo, es que son auténticos. Auténtico y veraces. Es una
bomba con la que puedes echar abajo el mayor icono cultural de España.
Con sumo cuidado separó la última hoja y señaló una
de las dos rúbricas que figuraban al pie. Me acerqué y me recoloqué las gafas
justo sobre el puente de la nariz. Achiqué los ojos para terminar de aclarar la
visión y leí sílaba a sílaba: “Miguel de Cervantes Saavedra”.
Ya tenía mi ansiada novela entre manos, una aventura
histórica basada en hechos reales, de extraordinario valor. Tan valiosa que era
posible que hubiera costado vidas mantenerla en secreto hasta llegar a mi
poder. Lo que tenía ante mí, me explicó mi amigo, era una declaración judicial
fechada en Madrid en julio de 1614. Hacía dos años que el Quijote se había
traducido al inglés y faltaban pocos meses para su primera edición francesa.
Una obra literaria tan perfecta y, a la vez, tan abundante en incongruencias y
descuidos que alrededor de ella siempre ha habido múltiples polémicas,
sofocadas por el peso del academicismo. No es la menor de ellas la que el
propio Cervantes alimentó sobre su autoría, pues en el texto quijotesco atribuye
el relato original al moro Cide Hamete Benengeli, e introduce alusiones a un
anónimo traductor y a un no menos desconocido editor. Que también habrían
contribuido, figuradamente, al Quijote que se publicó en 1605.
Aquella declaración judicial, con el ingenioso
hidalgo convertido en gloria literaria española ya a escala europea y con la
vida de Cervantes próxima a su final, se producía a instancias del propio autor
manchego. Tiraba del hilo de sus recuerdos desde que en 1575 comenzó su
cautiverio en Argel, cinco largos años de penurias en los que, sin embargo, no
dejó de interesarse por aquella cultura extraña que le fascinaba y le oprimía.
Contaba sus intentos de fuga, en los que tuvo no pocas complicidades entre los
sarracenos, y que a pesar de ello fracasaron uno tras otro, tal vez por las
traiciones entre sus compañeros cristianos. Y contaba cómo gracias a esas
relaciones pudo comprar por unas pocas monedas una narración de un género
desconocido en Europa, escrito en árabe, y cómo lo tradujo pacientemente.
Confesaba, en suma, que la idea original de la obra no era suya, y que en todo
caso el Quijote no era más que la adaptación de lo que había escrito un moro.
La España de Felipe II era una formidable maquinaria
de guerra contra el turco y contra los protestantes europeos. Contra los
herejes españoles y contra los moriscos. Contra los conversos y contra los
judíos. España se definía por oposición a todo cuanto no debía ser el mundo. La
confesión cervantina habría supuesto un monumental escándalo que hubiera
destruido el prestigio español en cuantos conflictos, bélicos, económicos y
culturales, mantenía el Imperio con tan abundantes enemigos. La declaración
judicial debía desaparecer y Cervantes sería condenado al silencio hasta su
muerte.
Ésta era mi novela. El punto de partida era real y
los pergaminos me pertenecían, pues estaban entre los muros de la casa que
compré. Yo estaba obligado a imaginar, a reconstruir, a diseñar el camino que
tomó aquella confesión a través de los siglos hasta ser emparedada. Debía
explicar por qué no fue arrojada al fuego, por qué alguien la rescató de la
destrucción y transmitió el secreto de generación en generación.
Estaba en el aparcamiento de la facultad,
dirigiéndome a mi coche, con el legajo bajo el brazo, redactando mentalmente el
arranque del libro que me consagraría, cuando un Audi A8 negro se deslizó
suavemente junto a mí. La ventanilla trasera bajó con un zumbido. Un anciano me
miró tras unas gruesas gafas redondas, de cristales sin montura. Vestía un
impecable traje gris y una sobria manta cubría sus piernas. Se tocaba con un
clásico sombrero Stetson. Respiraba con dificultad, pero quiso reunir buena
parte de sus fuerzas para dirigirse a mí:
-Joven,
usted no me conoce, pero le aseguro que tenemos asuntos que tratar. Suba y
charlaremos un rato. Puede usted ser víctima de una estafa. Le aseguro que
sabré compensarle por su tiempo y su comprensión. No me faltan contactos en el
mundo editorial –lo miré con desconfianza-. Vamos, no sea tímido. Tiene mucho
que ganar. Le demostraré que Cervantes escribió de la primera a la última
palabra.
Apreté entre mis dedos los pergaminos y contemplé el
lujoso coche y el traje perfectamente cortado. Pensé en la tarea que tenía por
delante y en la necesidad de asegurarme una salida editorial. Recelé de aquel
desconocido que parecía conocer tan bien aquel proyecto literario que acababa
de nacer, y su origen. Pero por otra parte era sólo un anciano que quería
hacerme una oferta. De su boca desdentada escapó una risa que captó de nuevo mi
atención.
-Soy
el señor Rico, aunque todo el mundo me llama Don Paco.
Y volvió a reír.
Salvador Rivas
Me lo acabo de pasar al kindle (uno que tiene sus manías lectoras adquiridas) y me lo voy a leer esta misma noche con muchas ganas. ¡Enhorabuena por la reincidencia! A la tercera, ya se sabe... :-)
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Toni!
EliminarSalva enhorabuena, muy brillante el relato de principio a fin. ¡Bravo!
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Lorena, me alegra que te haya gustado! Salva
Eliminar