Desde que llegué, me siento a escribir o leer en el suelo de la azotea, los pies apoyados en la balaustrada mientras Linda y Susi se disputan mi mano libre para que las acaricie. Son madre e hija, de raza indefinida, color canela y orejas puntiagudas. Mi tía las mima demasiado, está claro que son las dueñas de la casa. No puedo evitar dejarme llevar por sus exigencias porque en el fondo las encuentro adorables. Cuando las saco a pasear me arrastran por las calles, lo que provoca sonrisas en los turistas que comienzan a invadir el pueblo.
Es verano. Frente al bloque de apartamentos, la playa resplandece hasta que el sol decide esfumarse. Cada mañana, puedo ver algunos de esos extranjeros bronceándose frente al hotel donde trabaja mi tía. Un hotel enorme. Hay pocos por ahora, aunque pronto inaugurarán otros que ya casi están terminados. He llegado a contar cinco en construcción durante mis paseos matutinos por la orilla del mar. Los pescadores, mientras remiendan sus redes, lamentan que aquellos edificios acaben por dominar el paisaje.
Bajo todos los días. Sola, con un cubo para recoger conchas, y una navaja que me sirve para despegar lapas de las rocas del espigón. Voy pensando en las historias que escribiré. Me inspiran esas personas de acentos extraños que no se parecen a nadie que yo conozca. Hasta huelen diferente. Mi tía dice que es la crema que usan para tomar el sol. Lo sabe porque a veces aparece con tesoros que ellos dejan olvidados en las habitaciones. Un pareo, unas gafas, una camiseta con dibujos exóticos y, un día, hasta un libro.
-Te lo he traído porque te gusta leer tanto... –dice señalando las ocho novelas de Agatha Christie que guardé junto a la ropa que mi madre metió cuidadosamente en mi maleta.
The Catcher in the Rye. J.D. Salinger. Así reza la portada del libro. Mi tía promete regalarme un diccionario de inglés para que pueda leerlo, pero se le olvida y no quiero insistirle porque ya me ha comprado unas gafas para bucear. Desde que las tengo, mi provisión de conchas se ha hecho mucho más extensa. Ahora me cuesta trabajo cargar con el cubo a casa, de lo mucho que pesa, y casi no queda sitio en ningún rincón de la terraza para ellas.
-Será mejor que des la colección por finalizada –me aconseja Juana, la mejor amiga de mi tía.
Juana es vivaracha y divertida. Vive con su madre enferma en un pequeño piso en el centro, donde algunas veces vamos a verla. Lo malo es que si está oyendo Lucecita no hay quien le hable. Está tan obsesionada con la radionovela que incluso puede pasar horas comentando el episodio del día. Me hace tanta gracia verla narrar, de forma apasionada, las desventuras y romances de la protagonista, que decido escribir una historia para ella. Creo que no debe resultar difícil; enseguida anoto en una libreta los requisitos indispensables para tener éxito. Una chica dulce y pobre y un joven adinerado pero infeliz. Una mujer muy mala, un tipo celoso y un perro, un canario o un gato. Me invento nombres para todos y me pongo manos a la obra. No dejo que Juana lo lea pero voy revelando algunos detalles para que se entusiasme.
-Esta niña va a ser mejor que Delia Fiallo, ya verás –aprueba, dándome ánimos.
Por las tardes, solemos ir las tres al bar La Faraona, del que son dueños Pepe y Mario. Siento curiosidad por saber si ambos son hermanos o primos, pero dicen que sólo son amigos. Viven arriba del local y entre sus clientes hay algunos turistas, incluido Míster Robert, que lleva varios años viviendo en la costa porque le gusta pintar escenas del mar. También dibuja retratos y los vende. Se ofrece a hacerme uno gratis a pesar de que me da vergüenza. De todas maneras él tiene mucho trabajo y la cosa queda pospuesta. Lo que si le enseño es el libro en inglés.
-Novela no para niña –dice en su español particular y mi tía se queda mirando el libro con aprensión.
Es por eso que lo escondo bajo una montaña de conchas en la terraza. Porque ahora, más que nunca, tendré que leerlo y saber que contienen aquellas páginas que tal vez puedan desvelarme infinidad de cosas importantes.
Algunas noches, para divertir a la clientela, Pepe se coloca un traje de flamenca, se maquilla como una mujer y canta canciones de Lola Flores. Los aplausos lo van animando más y más hasta incitarlo también a bailar. Mario sonríe mientras atiende las mesas y, cuando ve cómo el sudor de su amigo hace que el rímel le resbale por las mejillas, lo limpia cariñosamente con una servilleta. Pepe continúa cantando con arrobo y pasión.
Es él quien me colorea las uñas de los pies y pinta una raya negra en mis ojos. Sube mi camiseta para que enseñe la barriga y me revuelve el pelo con manos artísticas. Mi tía finge enfadarse –si mi hermana la viera- pero Pepe no se deja amilanar.
-¿No ves que la niña está guapísima así?
Míster Robert dice que parezco una reina mora y Juana se ríe con ganas. Me escapo –así, de esa guisa- a dar una vuelta con Linda y Susi y las llevo hasta la playa, donde los pescadores empujan sus barcas a un mar negro sin luna. Termino por sentarme en la arena para ver cómo las perras corretean por la orilla, incansables y juguetonas.
Mientras la brisa salada acaba por despeinarme del todo, pienso que ojalá siempre fuera ese mismo verano. Y sé que sólo puedo conseguirlo escribiendo sobre él.
Mercedes Suárez Saldaña
Recuerdos maravillosos de adolescencia.
ResponderEliminarPrecioso relato
ResponderEliminarEvocador relato Mercedes. Huele a espuma de mar y arena, a lápices y libros. Nos transporta a la mirada de una niña con el impulso de crear y descubrir. Nos transporta, como dice el título, al verano. Me ha encantado.
ResponderEliminarGracias a todos.
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