Había hecho cientos, miles de veces, ese mismo trayecto. Salía de una estación alpina situada en un pequeño valle, un mar verde rodeado por montañas de cumbres nevadas. Un enjambre de raíles y traviesas se abría en racimo unos cientos de metros más adelante, y yo seguía por la vía que se precipitaba directamente hacia el primer túnel. Siempre era emocionante.
Desde el cielo color cemento miraba sorprendido la estación en miniatura que dominaba el centro del valle, el tortuoso camino perfectamente trazado y la arboleda inconmovible entre la que serpenteaba el tren. La máquina bufaba y en cada kilómetro dejaba escapar su grito, un silbido corto y dos largos, que sólo yo oía.
La vía se nivelaba en un breve tramo y de repente aparecía la boca de otro túnel, que engullía hasta el último vagón. Entonces yo perdía la noción de dónde estábamos, cerraba los ojos y en la oscuridad contaba los segundos que faltaban para encontrar de nuevo la luz. Cuando los abría el mundo volvía a estar en su sitio, bañado por la claridad, pintado en tonos puros, habitado por el zumbido del tren al deslizarse y mi respiración acelerada. Descendíamos suavemente hacia una estación idéntica a la de partida, sobrevolada por el tendido eléctrico. En el andén esperaban inmóviles unos pocos pasajeros, los mismos a los que veía día tras día. Mudos, sin vida.
Una mano tiró de la manga de mi camisa y una voz chillona me irritó. Él no tenía derecho a interrumpir mi largo viaje de aquel modo, llevaba demasiado tiempo esperando y mi paciencia tenía un límite. Me gritó de nuevo y yo me volví, airado:
- ¡Hijo, tú has estado mucho rato y yo acabo de empezar! ¡Así que no me des la lata y vete arriba a jugar con la videoconsola! ¡Ya te aviso cuando te toque de verdad!
El niño subió las escaleras del sótano entre pucheros y cuando llegó a la planta baja de la casa corrió al cuarto de estar. Con lágrimas en los ojos le dijo a su madre:
- ¡Papá no me deja jugar con el tren!
Ella suspiró y le contestó con resignación:
- Ya sabes que se pasa toda la semana trabajando esperando que llegue el domingo, para encerrarse ahí abajo sin que lo molesten. Anda, sé bueno y vete a tu cuarto, que tengo que acabar de coserle este vestidito a la Barbie.
Salvador Rivas
No hay comentarios:
Publicar un comentario