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La noche está generosamente tibia. El viento se adormeció hace algunas horas, seguramente agotado por tanto ímpetu, o quizás decidido a ser complaciente con estas treinta y cuatro voces que en silencio le pedíamos que fuera clemente. Tumbado en la arena, escondido, miro un cielo en fiestas y me detengo en una estrella que parece tener reflejos azules, cerrando los ojos le pido valor.
El mar se ha calmado y el leve sonido de las olas en la orilla nos avisa de que no tardarán mucho en venir a recogernos, no sabemos quién, será algún tipejo que nos sacará lo poco que llevamos sin mirarnos a los ojos. Ya no me importa, he visto demasiado. Este es el último viaje donde espero lanzar en aguas del estrecho todo lo que he vivido estos últimos años, cuando el conflicto llegó a mi pueblo y nada volvió a ser igual. Voy a dejar entre reflejos de plata y espuma nacarada toda la muerte y el odio que he visto frente a mí, sobre mí. Voy a tener valor para cruzar, el miedo lo dejaré en esta playa, no puedo llevar un lastre tan pesado.
Miro a mi prima que, adormecida junto a mí, me parece aún más niña. Se agarra la tripa protegiendo lo que le ha dado el coraje para emprender este viaje; decidida a construir algo bonito desde el despojo de la violencia. Hacía tiempo que no la veía, nos encontramos de casualidad hace dos semanas. No hicimos preguntas, no hace falta cuando la soledad y el horror van grabados en las pupilas. Pero la noche está preciosa y solo quiero llevar de equipaje un puñado de esperanza.
Alguien nos silba desde la orilla y nos ponemos en marcha, parece que vamos a tener suerte, la embarcación es mediana y robusta aunque vieja. El canalla está contrariado, no somos muchos, algún grupo no ha conseguido llegar a la playa. De todas formas iba a pedir más dinero, sus malos modos y nuestra sumisión es el último trámite. Se marcha a seguir sobreviviendo mezquinamente.
Acurruco a mi prima junto a mí y trato de reconfortarla con una sonrisa. No sé si llevamos bastante gasolina para todo el trayecto, da igual, ya nos vamos y eso es lo único que importa. El motor arranca con un inesperado capitán al mando, un chiquillo inquieto de nuestro grupo que dice entender de pesca. El sonido renqueante del motor nos aleja de la orilla mar adentro y nos hace volver la cabeza a todos, a estas treinta y cuatro voces que entre silencios y mudos rezos nos despedimos de una deteriorada Europa que un día fue nuestro hogar.
Marisa López
Aún tengo el vello de punta, me has emocionado. Es precioso Marisa aunque se te queda un pellizquito en el pecho.. Un besazo
ResponderEliminarGracias M. Ángeles. No es la primera vez que escribo sobre este tema, siempre me ronda. Huir de tu casa para no morir me parece una de las mayores tragedias que un ser humano puede vivir. No se elige ser refugiado y eso deberíamos de tenerlo siempre presente. Un beso. Marisa
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