Relato finalista del XVIII Certamen de Relatos de Amor "Dime que me quieres"
La nada estéril, relato escrito por María José Amador, ha quedado finalista del XVIII Certamen de Relatos de Amor "Dime que me quieres", categoría provincial, organizado por el Ayuntamiento de Málaga. Amador es autora igualmente de Secretos de familia (Ediciones de Aquí, 2018), recopilación de relatos recientemente publicada, su primer libro en solitario. A continuación, el texto completo de La nada estéril.
-I-
Rita abrió los ojos y el amanecer se le vino encima.
Afuera, los pájaros se desperezaban con alboroto de la larga noche mientras ella notaba crecer un poco más su odio hacia aquel escándalo que se repetía invariablemente todas las mañana. No hacía falta que los viera para imaginarlos trazando elipses por el cielo. Trinando y aleteando, jugueteando unos con otros como si fueran los malditos anunciadores de cada nuevo día.
Afuera era primavera y a Rita le importaba un bledo.
Con la vista clavada en el techo, lamentó no haber permanecido unos minutos más en la inconsciencia que le proporcionaba el sueño pero, al parecer, su cerebro no necesitaba más de cinco o seis horas de recarga para volver a martirizarla.
Se retiró la mascarilla un instante para aliviar la presión de las gomillas en su cara y anotó mentalmente que tenía que recordarle a su madre que no volviera a comprar las de esa marca. Tendida en la cama, permaneció inmóvil unos minutos, mientras buscaba el impulso necesario para incorporarse y caminar.
Frente a la ventana, en un escritorio blanco, las señales de su vida eran boyas suspendidas en un mar en calma: El sol naciente de la luz del ordenador siempre parpadeante, las cajas de medicamentos apiladas formando atolones que nunca serían coralinos, folios blancos con esbozos de dibujos de olas sin espuma, de playas asfaltadas…
Rita se acercó y se detuvo a mirar el exterior. Se extrañó de no ver movimiento alguno en las parcelas de sus vecinos hasta que recordó que era domingo. La suya era una de las escasas viviendas construidas en aquella zona, la mayoría con setos frondosos que cercaban construcciones de modernos diseños en hormigón y pizarra blanca. Unas y otras, estaban separadas por tierras de labor lo que hacía que todos los días, desde primera hora, se viera una actividad agrícola constante. Durante un tiempo, Rita tuvo como entretenimiento espiar a sus vecinos. Llevaba una hoja de seguimiento de sus rutinas y horarios, inventaba sus nombres o personalidad y construía una historia alrededor de ellos. Fue divertido durante un tiempo. Después ya no.
El ordenador centelleó anunciando una video llamada por Skype. Su hermana apareció cepillándose los dientes en la pantalla:
- ¿Podrías esperar para hacer esas cosas, no? -dijo Rita a modo de saludo.
- No puedo, no tengo tiempo -contestó su hermana sin dejar de cepillarse-. ¿Qué, cómo estás hoy?
- Pues… igual de jodida que ayer, supongo -contestó quitándose la mascarilla.
- Vuelve a ponértela. Parece que lo haces queriendo… Mamá me ha dicho que te diga que no puede llamarte. Quiere ir esta tarde y que me digas si necesitas algo.
- ¿Y por qué no me lo ha podido preguntar ella?
- Rita, hoy es el cumpleaños de la peque.
- Ah, es verdad… Lo había olvidado.
- No pasa nada -contestó-, tampoco es que a nosotros nos guste recordarte estas cosas.
- Y no le he comprado…
- No te preocupes, de verdad, estás perdonada.
- Pero mi única sobrina no puede cumplir ocho años y no recibir un regalo de su tía Pompa… Hoy mismo le encargo algo y que se lo lleven a casa. Perdona, de nuevo.
- Bueno, como quieras… Te dejo que tengo mucha prisa. Luego hablamos.
Rita escuchó el silencio dejado por la despedida y dijo adiós a sabiendas de que nadie la escuchaba ya. La vida se cerró de nuevo cuando la pantalla se apagó sin que ella sintiera algo que no fuera esa nada que la habitaba y en la que habitaba.
Afuera era primavera y ella sólo tenía que decidir el color del plato que usaría para desayunar las mismas tostadas biológicas de cada día.
Afuera los pájaros trinaban trazando elipses por el cielo y Rita, tras coger varias cajas de pastillas, arrastró sin prisa sus pies hasta la cocina.
-II-
Presionó el botón del interfono mientras revisaba los folios que llevaba en la carpeta. Al cabo de unos segundos sin obtener respuesta, miró la hora para asegurarse de que no era inadecuada y volvió a llamar, inspeccionando la vivienda a través de las filigranas del portón de hierro buscando signos de vida. Fantástico- pensó Antonio con fastidio- un valioso domingo de pesca desperdiciado y si no resolvía aquel formalismo para mañana ya podía por dar arruinada toda la semana.
Observó que las persianas estaban subidas y creyó ver una silueta moviéndose en el interior por lo que continuó haciendo varias llamadas intermitentes por si acaso aquel chisme no funcionaba correctamente.
Ya estaba a punto de marcharse por el mismo camino de grava que le había traído hasta allí, cuando con sorpresa escuchó a sus espaldas la vibración del mecanismo que desbloqueaba la puerta.
Antonio se sintió esperanzado bajo aquel limpio cielo de abril y empujó con determinación el portalón forjado recorriendo, por primera vez, la vereda de losetas de piedra que conducía a la vivienda.
Antonio se sintió esperanzado bajo aquel limpio cielo de abril y empujó con determinación el portalón forjado recorriendo, por primera vez, la vereda de losetas de piedra que conducía a la vivienda.
Cuando llegó hasta la casa, una mujer con un pantalón de chándal y una sudadera blanca le esperaba inmóvil tras la puerta de cristal de la entrada. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y una mascarilla en la cara por lo que no pudo apreciar si el ánimo podía ser propicio para su objetivo.
Saludó con la mano buscando encontrar algo de complicidad pero la mujer no movió un músculo.
- ¿Qué quiere? -preguntó antes de que él alcanzara los tres escalones del porche.
- Ah, buenos días, sí -titubeó por el agrio recibimiento-. Vengo de la compañía telefónica -dijo enseñando la credencial con su nombre y sello de la empresa-. Soy el encargado de la colocación de la fibra óptica y el viernes mis trabajadores debieron pedirle autorización… –continuó ascendiendo los escalones y acortando la distancia con mujer.
- ¡Párese! -dijo ella de pronto-. No siga más.
- ¿Cómo? – preguntó desconcertado-. ¿No quiere que le siga contando?
- No, lo que quiero es que no se acerque más.
- Ah, bien, vale, tranquila -respondió alarmado mientras enseñaba las manos como cuando en las películas la policía daba el alto-. No quiere que me acerque, comprendo…
- Usted no comprende nada… Antonio -Rita se esforzó por leer el nombre en su identificación a pesar de la distancia-. No puede acercarse no porque yo sea la loca del día o dude de sus intenciones sino porque sufro el Síndrome de Activación Mastocitaria, que quiere decir más o menos que tengo alergia a todo y a todos y el simple contacto con su aftershave puede matarme.
- Perdón… -musitó Antonio confuso.
- Y ahora por qué me pide perdón? -dijo sonriendo Rita quitándose la incómoda mascarilla-. Usted no ha tenido nada que ver con lo que me pasa… ¿O sí, Antonio? ¿Ha tenido usted algo que ver en todo esto?
Cuando se quitó la mascarilla, Antonio pudo descubrir que la nariz era pequeña y algo levantada en la punta lo que acentuaba su lavado rostro infantil de óvalo redondo y elevados pómulos. Tenía unos ojos marrones con espesas pestañas que oscilaban irisando su color en cada pestañeo y una boca grande y perfectamente dibujada con unos labios rosados y carnosos que decía cosas mientras sonreía.
Así recuerda Antonio la primera vez que, bajo un limpio cielo de abril, vio a Rita por primera vez.
- No, yo sólo siento mucho lo que le ocurre… Yo, no sé, imagino que … ¿Entonces qué es…? ¿No puede tener contacto con nadie...? ¿Vive aquí… sola?
- Sí. Sola -contestó Rita sin risa alguna ya.
Se miraron a través del cristal que los separaba unos segundos más hasta que el silencio que contenía todas las preguntas que querían hacerse y no se harían, se convirtió en una presencia incómoda.
- Entonces… ¿cómo lo hacemos? -consiguió decir Antonio.
- ¿Hacer el qué? -preguntó Rita sin dejar de mirarlo.
- La autorización para utilizar sus muros exteriores… Lo de la fibra óptica… -aclaró sin despegar sus ojos de ella.
- Ah, llame a mi padre -le pasó el número-, él se encargará.
- De acuerdo. Bueno, pues adiós -dijo Antonio sin moverse.
- Adiós -repitió Rita sin moverse tampoco.
Antonio se giró con el corazón encogido mientras las baldosas de piedra iban contando los pasos que le alejaban.
- ¡Y gracias! -dijo en un último grito antes de volverse y perderla enmarcada en aquella puerta de cristal que la exponía, trágicamente, en todo su esplendor.
-III-
Ella no podía permitirse algo así. Hacía ya demasiado tiempo que renunció a la más mínima aspiración de normal existencia, como para imaginar ahora algo parecido. Cinco largos años en los que tuvo que desprenderse de cualquier implicación emocional simplemente para sobrevivir. Olvidar el olor a tierra mojada y cuánto le gustaba salir a aspirarlo después de las tormentas. Arrinconar las tardes heladas de invierno en las que la lluvia picoteaba su cara al correr. Desterrar para siempre los días de playa enterrando en la arena los pies y abandonar para siempre el recuerdo del perfume en su cuerpo justo antes de salir por la puerta. Ir de compras o al cine y chuparse los restos de los gusanitos con sabor a queso de los dedos después, cenar con amigos, decir adiós por la calle, comprar un kilo de naranjas en el mercado, montar en bicicleta, besar, tocar…
No, ella no podía permitirse el más mínimo descuido que pudiera agrietar ese muro de olvido que la mantenía a salvo del dolor. Debía concentrar su existencia en moverse y respirar, sólo eso.
Levantarse, desayunar los mismos cereales de cada día, leer, dibujar, comer ternera con zanahorias o pavo con arroz, algún capitulo de la serie del momento, contestar a los correos que, cada vez más espaciados, le llegaban de los escasos amigos que aún la recordaban, navegar por internet para observar aquella vida que transcurría detrás del cristal, ternera con zanahorias, pavo con arroz, moverse, respirar…. A veces dormir.
Y sin embargo, cuando aquella tarde llegó su madre y con ella el único contacto humano que admitían sus tejidos hipersensibles sin inflamarse, y, tras verla lavarse concienzudamente cada milímetro de su cuerpo con jabón sin perfume y cambiarse con la ropa que tenía siempre dispuesta en el vestuario anejo a la vivienda, no la recibió como siempre porque en su cerebro había una idea nueva, un germen extraño que la perturbaba y alegraba en la misma medida pero que no llegaba a identificar. Algo parecido, creyó recordar, a lo que era estar esperando algo.
Por eso ella no podía permitirse aquel sentimiento que la ocupó aquella tarde, ni la zozobra que la envuelve ahora que Antonio se ha ido y la hace recorrer de un lado a otro su universo de 70 metros cuadrados como un animal enjaulado. Porque Antonio volvió al día siguiente y todos los que siguieron después desde hace cinco meses.
Aquel lunes, después de conocerlo, Rita recorría el pasillo deambulando hacia algún destino cercano e intrascendente marcado en su plano existencial de baldosas y creyó ver de soslayo una figura en la entrada. Cuando se acercó, retiró la mascarilla en un gesto inútil para ver mejor y encontró a Antonio sentado en un taburete de pesca, leyendo el periódico con absoluta normalidad. Ella se fue a la cocina a por otro y se sentó a su lado, ambos separados por los tres milímetros del vidrio de la puerta con la misma normalidad.
- No puedo quedarme mucho tiempo -le dijo él sin dejar de mirar aparentemente las noticias.
- Ya me has regalado dos segundos del mío con esa frase -contestó ella sonriendo-. Toma todo el que necesites.
Y tomó cada día un poco más, hasta que todo el universo de Rita se concentró en aquellas horas que Antonio acudía cada día hasta la frontera de su existencia.
-IV-
Antonio a veces maldice el día en el que conoció a Rita, aunque eso sólo ocurre cuando el amor que siente por ella no llega a ser tan inmenso como el dolor de saber que todo se quedará en eso.
Se arrepiente de haberse entregado al juego de conocerla sin barajar siquiera que no hay futuro posible con una mujer que no pertenece ni a ella misma.
Se arrepiente de haberse entregado al juego de conocerla sin barajar siquiera que no hay futuro posible con una mujer que no pertenece ni a ella misma.
Hace ya mucho tiempo que sabe que la quiere. Demasiado. Los minutos avanzan lentos cuando lo único en lo que piensa es en besar la boca que ríe para él detrás de aquel muro inquebrantable transformado en una mampara trasparente.
¿Qué harán ahora con ese sentimiento? La idea de no poder tocarla, de que no llegará a tocarla nunca, no le martirizó hasta pasado un tiempo. Fue creciendo de forma tan silenciosa e inapreciable que tuvieron que pasar varias semanas hasta que, al despertar sobrecogido por la angustia en plena noche, comprendiera las dimensiones devastadoras de aquel aislamiento. Como si hasta ese momento, interiormente, hubiera considerado a toda la humanidad en el grupo de los excluidos menos a él.
Desde entonces, esa idea le atormenta. No puede mirar a Rita sin fijarse en cada poro de su piel. Aspira inconscientemente en busca de algún rastro de su olor que se haya fugado por el orificio de ventilación, por una grieta diminuta en el tabique.
A veces colocan sus manos emparejadas en el vidrio hasta que las palmas les sudan e imagina en los rastros húmedos de Rita figuras del test de Rorschach.
Otras veces, fantasean con lo que harían si ella pudiera salir de aquella casa, terminándose las frases uno al otro, disparatando sobre citas imposibles como una cena con velas en la cima del Himalaya o un baile lento en el Royal Albert Hall pero, casi siempre, la imaginación no puede resistir ante tanta realidad y terminan tristes y silenciosos mirando al suelo.
Aquella plateada tarde de otoño, Antonio cruzó el portalón forjado, recorriendo por centésima quincuagésima vez la vereda de losetas de piedra que conducía a la vivienda. Empujó la verja para que cerrara totalmente e invirtió unos segundos en ello. Cuando se volvió, encontró a Rita perfectamente enmarcada en el cristal de siempre. Llevaba un vestido de flores beige y unos zapatos de tacón alto, se había maquillado y soltado el pelo. Antonio se detuvo en seco. Jamás la había visto así y le pareció que estaba tan preciosa que por unos instantes le sonrió y no pudo apreciar que había algo extraño en todo aquello.
De pronto, Rita giró la llave de la puerta con determinación y salió de la casa hasta situarse en el exterior mientras Antonio, inmovilizado, veía cada uno de aquellos movimientos a cámara lenta.
Y aunque salió corriendo para tratar de pararla, cuando llegó a su lado sólo pudo ver sus brazos abiertos y la lágrima que se vertía en la comisura de su boca.
María José Amador
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