Premio Andalucía - VI Certamen Literario María Carreira
Allí estábamos cual Rodrigos de Triana oscuros prestos para zarpar. Nuestros anhelos, esperanzas, sufrimientos o miedos llenaban nuestras raquíticas mochilas como las prendas de las más exclusivas boutiques llenan las Samsonites de los cruceristas occidentales, recordándonos, por comparación con ellos, cuan famélicas eran nuestras carteras o cuan orondas, obesas, grasientas, eran las suyas.
Habíamos contratado nuestro crucero particular por el Mediterráneo, a una «Agencia de Viajes» de Nador al precio más ajustado que habíamos podido encontrar. Una travesía del Estrecho en patera es un pequeño paso para la humanidad, pero un gigantesco paso para un hombre, para determinado tipo de hombre, ese que tiene la piel quemada por el sol africano, la moral abrasada por la tiranía, su tierra confiscada por un ejército o por una guerrilla, su mujer, su hermana o su hija raptada por una facción de tal o cual milicia, sus bestias ahogadas de hambre dentro de su propia piel. No se elige esto porque sí, parece decirle con la mirada al bucanero que le arranca de las manos sus últimos dólares, su postrero orgullo, el resultado de vaya usted a saber qué desesperada maniobra oculta llevada a cabo sin escrúpulos para poder reunir aquel fajo que tan poco tiempo permanece junto a quien ha parecido nacer para vivir con los bolsillos siempre vacíos, tristes, como abandonados a una suerte ajena, cruel.
La travesía se iba a iniciar en Kariat Arkmane, pero como por culpa de las corrientes no se podía zarpar desde allí, nos tuvimos que buscar por nuestra cuenta el desplazamiento hasta la playa de Tibouda. De nada sirvieron nuestras reclamaciones a la Agencia, que lo único que nos prometió fue hacer lo posible para, a nuestro destino, hacernos llegar una compensación. Ja, ja. El primer libro de empresa que aquellos filibusteros tendrían en el hipotético caso de dar de alta su negocio no sería, desde luego, el de quejas y reclamaciones.
Al llegar a la playa exhaustos, agarrotados, entregados a un destino que podía hacer con nosotros lo que le viniera en gana, lo que tuviese a bien hacer, al fin fuimos instalados a bordo. Por supuesto, todos en camarote exterior. Para una vez que nos liábamos la manta a la cabeza, empeñándonos hasta las cejas, no nos íbamos a andar con miserias. Pues menudos somos nosotros...
Zarpamos a las 2:12 horas rumbo al noreste. Aquellos momentos eran, según nos dijeron, los más comprometidos de la travesía. Había que atravesar el trecho entre la punta de Tibouda y la zona de influencia de Melilla en el menor tiempo posible, evitando así todos los riesgos que para nuestro crucero se podían originar en las proximidades del Faro melillense, de modo que el capitán ordenó a todos y cada uno de nosotros permanecer inmóviles en nuestros cubículos hasta nueva orden. Al parecer, la mar no estaba para bromas. Nos obligaron a agacharnos cada cual sobre la espalda del viajero que tenía delante, apoyando la mano sobre su hombro y la cabeza sobre su espalda, y nos taparon con lonas de plástico negro de manera que para ver algo había que levantar un poco la lona con la mano que quedaba libre. La negruzca y húmeda noche se resquebrajaba sobre nuestras cabezas mientras el agua, también oscura, pesada como aceite y sucia de gasóleo, ya alcanzaba nuestros tobillos cuando aún no habíamos terminado de alinearnos y parecíamos una metafórica fila de cucarachas avanzando por un corredor con destino final en una cámara de gas etérea y maléfica devoradora de ilusos confiados de piel oscura y alma adormecida por el dolor.
Yo pensé, en mi ingenuidad, que a medida que avanzara la noche el humor del capitán iría mejorando, pero no fue así. Una vez dejado atrás el destello del faro le escuché decir al contramaestre que había demasiado tráfico y que a ese paso se les iba a ir el negocio a tomar vientos. No dejaba de mirar a todos lados, como temiendo toparse con algún iceberg, ejerciendo la responsabilidad que no ejerció el capitán del Titanic en su día y que terminó ocasionando la muerte de todos aquellos alter ego nuestros, todos aquellos confiados grumetillos a quienes el color claro de su piel no ayudó en aquella ocasión a mantenerse a flote.
La noche fue movidita. Lo motores de la embarcación a cada poco quedaban fuera del agua rugiendo como lobos de mar hambrientos, y el sonido nos hacía temer lo peor, hasta que el piloto conseguía superar el golpe de mar y volver a clavar las hélices bajo la espuma salífera. Yo no me podía explicar cómo una agencia seria, conociendo como debía conocer los partes meteorológicos, había autorizado la partida de la embarcación. El frío nos atería hasta hacer castañetear nuestros dientes y los huesos nos dolían de tanto golpetazo, tanto sube y baja, tanto permanecer en nuestros aposentos sin apenas estirar las piernas. Hay ocasiones en las que no es recomendable para el viajero el camarote exterior por mucho que para los consumidores de alto standing sea algo tan fundamental como disponer de Champagne en el desayuno. No lo es, desde luego, para quienes tengan que realizar una travesía como aquella en un raquítico esquife con motores fuera borda manejado por un pendejo con las manos llenas de billetes sin blanquear y la conciencia tan anestesiada que parecería tranquila.
Terminó la lobreguez, y con ella también la borrasca. El amanecer nos dejó un Mediterráneo calmo, cálido y parsimonioso que por un instante nos permitió pensar que sí, que habíamos acertado. Podríamos contarle a nuestros familiares y amigos que el servicio de la agencia de viajes de Nador valía la pena pese a todo. Pero la alegría suele permanecer muy poco tiempo junto al pobre, ya sea en su casa o en un crucero por el Mediterráneo. El buffet del desayuno solo disponía de pescado crudo, y únicamente para los más espabilados. Hubo quien ni siquiera hizo ademán de moverse para echárselo al coleto. A medida que avanzaba el día, el sol empezó a castigarnos con dureza. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de la escasez de zonas sombreadas que había para los pasajeros y para la tripulación. Menos mal que somos gente acostumbrada.
A la hora del almuerzo, una mujer se puso de parto. Como es fácilmente comprensible, las pateras que surcan las aguas del Mar de Alborán a cambio del dinero negro de los negros no disponen de servicio médico. Fue el propio capitán quien atendió a la parturienta. Dejó a su ayudante al mando de los motores y organizó una especie de camilla en el centro de la embarcación utilizando para ello el espacio libre que quedaba entre tres de los travesaños que hacían las veces de asiento, espacio que rellenó con bidones de combustible. No era la primera vez que se veía en semejante tesitura. Nada más tumbar a la mujer, se agachó, se asomó a su entrepierna con la familiaridad con que podría hacerlo un ginecólogo en cualquier maternidad y al poco levantó la mirada. Se comunicó con el piloto a través de los ojos. Aquello no iba bien. Se intuía.
No había dolor en su expresión. Un albañil a quien un azulejo se le hubiera desviado dos milímetros de la perpendicular del anterior durante el alicatado de un cuarto de baño miraría a su ayudante con una preocupación mayor. Aquella era otra mirada. Era el gesto de alguien que llega justo de tiempo a una cena y se encuentra con que el camión de la basura está provocando en una calle unidireccional un pequeño atasco, o el de la madrina que llega al bautizo y se percata de que lleva abrochada su sandalia derecha un poco menos ajustada que la izquierda. Se agacha, se desabrocha el pie derecho, lo vuelve a abrochar un agujero más cercano a la hebilla, toma al niño en brazos y ya está dispuesta para que le echen el agua bendita.
La criatura nació muerta y fue arrojada inmediatamente por la borda al agua maldita y salada, a la franja mojada que separa dos universos que se encuentran en el mismo mundo, dos galaxias dentro del mismo pañuelo doblado por las esquinas sin que cuadren las costuras. La madre agonizó durante horas, luchó, trató de ahorrar hasta la última bocanada de aire pero murió desangrada y corrió la misma suerte. Entonces nuestro particular caudillo nos dijo, esgrimiendo su pistola e indicando la canana, que si alguien contaba algo de lo sucedido se podía olvidar de volver a ver con vida a sus familiares. Todos asentimos. Ya he dicho que somos gente acostumbrada.
Tras tantos sucesos, a la hora de la cena nadie rompía el silencio. Más que una cena parecía un cenagal. Hubo, esta vez sí, pescado crudo para todos. De lujo, vaya. Sushi fresco a tutiplén. Yo sí comí. Otros no lo hicieron. Cuando has tenido que ver ciertas desgracias no es que estés preparado para padecerlas, pero sí lo estás para saber que tu vida ha de continuar cuando las padezcan otros. En esas ocasiones hay que volver a los instintos primarios, al abc de la alimentación que dice que si no ingieres alimentos las fuerzas te abandonan. Luego ya podrás debatir si esas fuerzas te pueden ayudar a jugar una partida de golf con tus amigos o a sujetarte con fuerza a una patera para no acabar siendo comida para peces. Yo, cuando embarqué, ya había visto morir a gente a tiros, a machetazos, había visto robar niñas, esclavizar a menores, arrasar pacíficas aldeas. El doctorado en desgracia y ruina humana te hace soportar visiones como la de aquel parto frustrado con entereza y sabiendo siempre que al que no puedes disparar con tu ira es precisamente a quien lleva las pistolas.
Las aguas parecieron enfurecerse nuevamente. Otra noche de salto en salto. Cuatro pasajeros sin fuerzas para resistir cayeron al mar sin que nadie se inmutara por ellos. Nuestra travesía parecía llegar a su fin.
Las luces de la costa crecían y renovadas esperanzas aceleraban el ritmo de nuestros corazones. Íbamos a llegar sanos y salvos. Al final la agencia no fue tan mala. Disfrutamos de una fiesta de disfraces y todo, como en los cruceros de occidente.
La patera se estrelló contra una zona rocosa y de pronto nos vimos rodeados de amables empleados vestidos de guardias civiles y de médicos de la Cruz Roja. Aquello sí fue divertido de verdad. Nos dieron comida y unas mantas térmicas doradas y relucientes, casi flamígeras, que parecían confirmar que habíamos llegado de verdad al edén, a la tierra prometida. Algunos incluso nos hablaban con ternura y nos acariciaban con sus guantes de látex.
Cuando necesitas calor, ternura, cariño, cuando estás aterido, desesperado, no diré que es lo mismo que sin guantes, pero el cobijo con ellos puestos digamos que sirve, que reconforta, por mucho que te haga pensar si es de verdad la atención cuando te la prestan con tanta profilaxis.
Lo cierto es que la atención nos la prestaron a todos menos al capitán, que se lo llevaron esposado. No nos preocupó demasiado. Sabíamos que en pocos días andaría suelto de nuevo. Las gentes de mi condición siempre tendemos a pensar que el dinero revoca cualquier orden de detención y aniquila el ansia de impartir justicia de cualquier juez o de cualquier autoridad. Ahora, con el tiempo, me han explicado que existen leyes y procedimientos que dificultan mucho darle su merecido a los miembros de las mafias, que siempre se aferran a cualquier subterfugio y terminan en la calle. Pero yo sigo sin entenderlo. No dejo de pensar en ello mientras voy saldando mis deudas vendiendo bolsos por la playa.
Al final pudimos comprobar que las historias que contaban en África pasajeros de viajes anteriores eran ciertas. Si no tenías papeles y no hablabas, pasado un tiempo, como no sabían a qué país devolverte, te subían a un autocar y te soltaban en alguna ciudad a hacer tu vida, a vender gafas de sol, bolsos, discos o películas. Así lo hicieron con nosotros. Nos preguntaron una y mil veces por lo que había sucedido durante nuestra epopeya, por quién nos había cobrado el pasaje, cuánto, de dónde habíamos zarpado y si teníamos algo que denunciar.
No dijimos nada. Atravesado el Estrecho pasas de ser un paria de las tierras áridas a un paria occidental, pero al menos sabes que, aquí, tienes el derecho a no declarar contra ti mismo. Nuestro viaje tiene intención de ser vitalicio, de no tener billete de vuelta, y como conocen muchos europeos, cuando vas de crucero es bastante probable que, en algún momento, te pueda tocar cenar con el capitán…
Javier Abelardo González
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