A veces recuerdo aquellos amaneceres en los que, con la excusa de cazar, nos perdíamos en el bosque. Nos deleitábamos con esa naturaleza detenida antes de que reiniciara su ciclo diario. Nos quitábamos los guantes para ir acariciando los húmedos helechos mientras buscábamos alguna presa despistada. Disfrutaba con el silencio, las miradas y algún leve gesto eran suficientes para saber la vereda a tomar o si respetaríamos la vida a cualquier pequeño animal que se cruzara en nuestro camino. Pasado un rato, si no teníamos suerte, llegábamos hasta el río con el arco al hombro en busca de peces grandes o de algo que recolectar para no volver a la aldea con las manos vacías. Al regreso el sol, ya no tan incipiente, nos sacaba del ritual volviéndonos charlatanes y bromistas. Tú me imitabas tartamudeando delante de la hija del panadero y yo te llamaba gallina por no ser capaz de hablarle claro a tu prima. Luego hacíamos planes y nos contábamos las mismas cosas de diferentes maneras para seguir disfrutando al narrarlas o al escucharlas. Eras mi mejor amigo, de eso estoy convencido.
Nunca me hablaste claro del asunto, ni te pregunté de dónde salía aquel temor desmesurado que tenías a los lobos. Lo equiparé, equivocadamente, al escalofrío que yo sentía cada vez que me topaba con una culebra, miedo del que tampoco me gustaba hablar. No le di mayor importancia. La gravedad de lo después acontecido me arrolló mientras yo andaba despistado, enredado en una felicidad e ingenuidad que me impidieron ser capaz de prevenir o proteger nada. Los miedos existen aunque no se hable de ellos.
Salimos aquella mañana como tantas, había llovido los días anteriores y cambiamos la ruta a una zona más rocosa donde poder evitar los fangos con facilidad. Nos habíamos alejado mucho. Buscábamos algún corzo que nos proporcionara una entrada triunfal en la aldea. Los arbustos de gran altura nos impedían ver más allá de algunos pasos delante de nosotros, nos guiaban más los oídos que la vista. De pronto nos detuvimos a la vez, habíamos escuchado lo mismo. Ambos miramos a nuestra derecha en la que sobresalía una gran y accesible roca, me señalaste que treparías sigilosamente para ver lo que se había movido tan cerca de nosotros. No pudiste andar más de tres pasos cuando la piedra, a la que ibas a subir, se vio coronada por un gran lobo gris con una actitud tan cautelosa como la nuestra. Seguramente buscaba lo mismo que nosotros y nos habíamos cruzado en su camino. Era tan fácil como retirarse lentamente sin darle la espalda. Te miré y al ver tu rostro transformado supe que tendría que guiarte, que solo no podrías enfrentarte a lo que obviamente te superaba. Me acerqué lentamente mientras te susurraba que mantuvieras la tranquilidad, que no soltaras el arco y que caminaras junto a mí. Comenzaste a hacerlo mientras yo notaba como temblabas, dimos un par de pasos hacia atrás lentamente mientras el lobo nos miraba inmóvil. De pronto, junto a él, apareció otro más pequeño y escuchamos sobre nuestra izquierda lo que parecía ser otro miembro de la manada. Te agarré del brazo con fuerza y te indiqué, negando con la cabeza, que no echaras a correr; pero lo hiciste. Salí tras de ti ladera abajo tratando de mantenernos unidos, de no dejarte solo a merced de tu pánico. No sé en qué momento me percaté de que los lobos nos seguían, pero tú ya lo sabías, corrías delante de mí con desesperación. Te vi sacar la flecha del cajal y armar el arco, te volviste y jamás olvidaré tu mirada mientras me apuntabas. Sentí el dolor agudo en el muslo derecho y la incredulidad agarrándome por el cuello. Los lobos no se detuvieron ante la presa fácil, no pudiste distraerlos, los lobos hacía tiempo que te buscaban y te perseguían a ti.
Me encontraron al borde del camino un par de horas más tarde, sucio y dolorido. No pude ni quise contar lo ocurrido, sólo lloraba y lloraba por esa quemazón en el pecho que me ahogaba sin compasión al descubrir una realidad tan cruel como inesperada. Eras mi mejor amigo.
No sé qué es lo que te pasó, ni a dónde te llevó tu carrera, ni qué hicieron los lobos contigo, pero algo pactaste con ellos que te hizo aparecer en la aldea, al ocaso, contando una historia tan convincente como inventada en la que tú eras víctima y yo verdugo….y eso me dolió mucho más que la flecha que me lanzaste. Ni siquiera viniste a verme, nunca me trajiste arrepentimiento ni me pediste perdón. Me sentí abandonado y hasta despreciado por ti. Yo te hubiera perdonado todo a cambio de ese abrazo de hermano que nunca llegó. Tardé en entender que te había visto desnudo, que me habías enseñado sin querer una mezquindad que no te dejaba otra opción más que mi destierro. La herida de la pierna se curó con premura, pero el desgarro en el corazón tardó en sanar con emociones contradictorias; durante todo ese tiempo te eché de menos y te odié a partes iguales.
Te fuiste de la aldea en busca de tu prima, y me alegro por ti. Dicen que tienes nuevos amigos con los que adentrarte en el bosque y una cabaña que has ido construyendo con tus propias manos, supongo que parecida a aquella que me describías cuando soñábamos juntos. A veces te he visto de lejos, con tu mujer, en algún mercado de la comarca. Ambos preferimos mirar hacia otro lado, es más cómodo, aunque la cicatriz me hormiguea inexplicablemente con tu cercanía. Es la hija del panadero quien me hace olvidar ese momento al apretarme el brazo y dedicarme una sonrisa, es la única que sabe lo que lloré tu pérdida.
Ahora ya no duele. Ya soy capaz de recordar aquellos amaneceres y tu traición sin mezclarlos, están en mi vida como un recuerdo más, como un aprendizaje más. Te deseo lo mejor de corazón, por todo lo bueno que compartimos, pero ya no me importa donde estás, hacia dónde caminas, ni si puedes conciliar el sueño cuando el lobo de lomo gris te aúlla en la noche.
Marisa López
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