No recuerdo cuando conocí a Teresa. Me llamaba la atención que nos pareciéramos tanto y que a la vez fuésemos tan distintas. Si me miraba al espejo podía ver los mismos ojos, la misma boca, el mismo pelo. Sin embargo, el suyo era un rostro bien diferente. Tenía una fuerza de carácter que nunca podría verse en el mío y, al sonreír, arqueaba los labios de una forma despreocupada que yo envidiaba. La gente tenía que darse cuenta de que ella era más enérgica que yo y también mucho más atractiva.
Un día de diciembre que me encontraba deprimida se presentó de repente e intentó confortarme. En realidad yo estaba más bien desesperada. Apenas hacía unos días me había dado cuenta de que mi vida se estaba tambaleando sin que pudiera sostenerme. Teresa me sujetó con fuerza e incluso lanzó algunos comentarios que terminaron por hacerme sonreír. Por la noche, cuando ambas bebíamos un whisky, me hizo la primera insinuación. Hasta ese momento escapar no había entrado en mis planes y, en cuanto fuimos a acostarnos, acabé por olvidarlo. Sin embargo ella lo volvió a mencionar al día siguiente y me pregunté por qué no. Solo tuve que escuchar atentamente sus indicaciones.
La criada diría más tarde que no me vio salir de casa, pero que oyó el motor del Morris Cowley mientras yo lo dirigía por el sendero que llevaba a la carretera principal. Es cierto que yo conducía pero era Teresa quien decidía qué camino seguir. No sé cuánto tiempo viajamos a través de vías poco transitadas y parajes silvestres. Una fina nieve comenzó a derramarse sobre la oscuridad que acechaba las veredas cuajadas de árboles, llenándome de preocupación. Mi compañera le restó importancia diciendo que dejaríamos el coche algo más adelante para proseguir caminando hacia un lugar que ella conocía. No quiso decirme nada más pero yo la hubiera seguido hasta el fin del mundo.
Teresa me llevó al hotel de una ciudad que yo no había visitado hasta ese momento. Era un edificio de ladrillos rojos que se abrigaba con un manto verde de enredaderas. Entre ellas apenas se hubieran adivinado las blancas ventanas a no ser por la tenue luz que despedían. El nombre del local me cautivó. Hydropathic. Comprendí que quería entrar antes de que Teresa me llevara hasta recepción. Fue ella quien se inscribió con su nombre y quien sonrió a todo el mundo con simpatía. Teresa Neele, se presentó.
Teresa me llevó al hotel de una ciudad que yo no había visitado hasta ese momento. Era un edificio de ladrillos rojos que se abrigaba con un manto verde de enredaderas. Entre ellas apenas se hubieran adivinado las blancas ventanas a no ser por la tenue luz que despedían. El nombre del local me cautivó. Hydropathic. Comprendí que quería entrar antes de que Teresa me llevara hasta recepción. Fue ella quien se inscribió con su nombre y quien sonrió a todo el mundo con simpatía. Teresa Neele, se presentó.
Once días estuvimos allí, alternando con ancianas que buscaban tranquilidad y militares retirados de trajes conservadores. Comimos bien, dormimos mejor y ni siquiera leímos un periódico. Tampoco escribimos nada, Teresa no sabía hacerlo. Después Archie vino a recogerme y supe que me habían estado buscando por todo el país.
2- TERCERA MUCHACHA
Yo tenía diez años y Madge once cuando se nos enseñó aquella niñita dulce y tranquila. Los dos nos sentimos conmovidos por ella y enseguida la integramos en la armonía familiar. Supongo que echamos por tierra la teoría de que los hermanos mayores suelen maltratar o ignorar a los pequeños, porque fue ella la que, nada más aprender a andar, irrumpía en nuestras habitaciones para reclamar una atención que sabía obtendría prontamente. También disfrutaba lanzándonos trozos de pan a la cara mientras comíamos, algo que mi madre regañaba con insistencia pero que a Madge y a mí nos hacía mucha gracia.
Estaba delgada y por eso intentaban tentarla con postres caseros que se olían desde la calle. En aquella época se atiborraba de dulces sin que engordara ni un gramo. No fue hasta muchos años después cuando la carne de su cuerpo redondeó tantos sus huesos que ya no quedó nada de aquella niña enclenque con piernas como palillos.
Era bastante tímida y buscaba la protección de la familia. A medida que Madge y yo íbamos creciendo y buscábamos gente de la misma edad entre nuestro círculo social, ella encontró un amigo que nunca la abandonó. En su cuarto, las muñecas y casitas de juguete quedaron abandonadas por una mente febril que inventaba cientos de historias. A veces nos las contaba y nos hacía reír, sorprendidos de que una aventura semejante pudiera salir de aquella cabeza. En una de ellas, yo era un príncipe asesinado por unos piratas, relato que llegó incluso a oídos de los criados. Esta niña lee demasiado, fue la sentencia que todos compartieron.
Agatha durante la guerra |
3- PLEAMARES DE LA VIDA
En realidad todo comenzó como un juego. Mi marido, convaleciente durante la Gran Guerra y amante de las novelas de detectives, se quejó un día de que siempre adivinaba quién era el asesino mucho antes de terminar el libro. Como se aburría soberanamente en su reposo obligado y toda mi familia lo quería mucho, lo normal es que cada uno de nosotros le ofreciera algo de lectura para aliviar su rutina. Mi hermana se llevaba bien con él y a veces para entretenerlo le hablaba de su trabajo en el dispensario, de los muchos medicamentos que pasaban por sus manos y la utilidad de cada uno.
- Te apuesto lo que quieras a que puedo escribir una novela donde no conocerás al asesino hasta el último capítulo - le dijo.
- Imposible - contestó él- Me conozco todas las artimañas que se utilizan en esos casos.
- Ya veremos - le sonrió ella mientras le arreglaba unas mantas.
A partir de ese día, en su trabajo, comenzó a anotar los nombres de todos los productos que la rodeaban. Los médicos que pasaban por allí la informaban de cómo se utilizaba el sulfato de atropina, el ácido cianhídrico o la digitalina. También aprendió que las hierbas más comunes pueden ser venenosas, como la dedalera o la cicuta. Se interesó por ello no solo por dar una lección a su querido cuñado sino también porque realmente le parecía fascinante. En casa nos tenía a todos locos con esos nombres tan raros a los que aludía continuamente. Cuando ya había aprendido cómo matar, la historia se fue formando en su mente de una manera tan solapada que creo casi no lo notó. Se puso a escribir palabra a palabra, creando personajes que salían de la nada y que enseguida se adueñaron de su imaginación creándose una vida propia. Así nació su detective más popular.
Agatha nunca había estado en Bélgica y tampoco sabía mucho del país en cuestión. El único contacto que había tenido con aquella zona europea fue la visión de unos refugiados de ese país que hacían cola a la puerta de una oficina gubernamental un día que ambas fuimos de compras. Me resulta difícil creer que aquel breve episodio la llevara a imaginar al personaje pero tampoco puedo asegurar que no fuera así. Durante años he pensado que fue el francés, idioma que estudió en casa con una institutriz y más tarde en un colegio interno en Paris, lo que la llevó a Poirot. Le gustaba la cadencia de ese idioma, la elegancia de las palabras y el romanticismo que encierra cada entonación. Sin embargo, siempre he tenido la sospecha de que fue el propio Poirot el que empujó para hacerse un hueco en su vida hasta convertirse en el protagonista de su inspiración. Tal vez por ello, para vengarse por su insistencia, lo convirtió en un hombrecillo de cabeza de huevo y bigote ridículo.
4- NOCHE ETERNA
Cuando tuvimos a nuestra hija todavía no habían nacido muchos de sus personajes más queridos.
Poirot y Miss Marple |
Yo creo que se divertía mucho con ella. ¿Cómo podía alguien imaginar que una vieja anticuada, amante de los chismes, podría resolver las claves del misterio? Pareció decepcionar a algunos lectores pero seguro que ella la adoró desde el principio. Me la imagino regodeándose mientras mostraba la superioridad intelectual de una mujer, que pasaba de los sesenta años, frente a los cerebritos de Scotland Yard. Yo ya no estaba con ella entonces pero recuerdo haber pensado que este nuevo personaje era poco creíble y que no daría tanto dinero como Poirot. Sin embargo me equivoqué.
Agatha y Rosalind |
Ella era feliz y pensaba que yo también lo era. ¿Qué podía faltarnos a nosotros, que lo teníamos todo? Pero entonces su madre murió y durante un tiempo dejó de escribir. Fue cuando comenzó a darme la lata. De pronto se cuestionó todos mis movimientos. ¿Cuándo había comenzado a ausentarme tanto? ¿Y adónde iba? Al principio, ante sus reproches, achaqué todo a su estado de ánimo, a su falta de inspiración. Nada era como ella lo veía, yo estaba igual que siempre, le había dado por culparme de algo que no existía. Durante meses estuve tratando de salvar nuestro matrimonio sobre todo por Rosalind pero también por lo deplorable que resulta un divorcio para un caballero inglés. Pero al fin, sobre todo a instancias de Nancy Neele, terminé convencido de que lo mejor era acabar con aquella farsa. Se lo conté todo a Agatha y me marché aquel mismo día. Poco después me avisaron de que había desaparecido y viví una larga pesadilla donde la gente me acusaba incluso de haberla asesinado. Nunca podré perdonarle aquello. Muchos menos que se inscribiera en aquel hotel con el apellido de Nancy, la mujer por la que la abandoné. Creo que simplemente quiso vengarse de mí.
Cuando la recogí del Hotel Hydropathic, lugar donde la encontraron fingiendo una pérdida de memoria, se marchó a las Islas Canarias. Fue el comienzo de una etapa viajera que duraría muchos años. Yo no quise saber nada de ella nunca más.
5- EL HOMBRE DEL TRAJE MARRÓN
Me propuse emular a Lady Jane Digby en sus peripecias por el desierto, visitando lejanos campos beduinos o alternando con esquivos tuaregs a los que solo se encuentra después de largas jornadas a camello. El Orient Express se convirtió en mi segundo hogar pues antes de llegar a esos sitios cálidos, donde anhelaba perderme, tenía que viajar en ese lujoso y confortable tren que recorría miles de kilómetros hacia el este. Para alegría de mis editores, que enumeraban mi esfuerzo en libras, mis detectives me acompañaron en todas las travesías obligándome a escribir. Sospecho que fueron ellos los que alejaron de mí a Teresa pues nunca volvió a visitarme. Algo de ella quedó para siempre en mi alma, sin embargo. Ahora notaba su huella cuando me miraba al espejo.
Desde las Cataratas Victoria a la Ciudad de Petra, de las ruinas de Babilonia al Templo de Luxor, viajé con una mochila cargada con mis kilos de más y las muchas ideas que formarían mis nuevos argumentos. Rosalind me acompañó en alguna ocasión pero al fin inició su propia vida adulta y dejó que yo siguiera la mía.
Max y Agatha |
Sé que muchos han dicho que no es un gran mérito escribir novelas de misterio, pero todos están de acuerdo en que revolucioné el género y lo hice grande. El volumen de ventas de mis libros es solo equiparable a las obras de William Shakespeare y, aunque tuve oportunidad de escribir otros temas menos morbosos y disfrutar con ellos, al fin son mis crímenes los que pasarán a la historia.
Esto es algo que nadie puede cambiar.
Esto es algo que nadie puede cambiar.
Mercedes Suárez Saldaña
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