Apenas había sido ocupada la cuarta parte del aforo, muy por debajo de lo permitido. Un hombre mayor, vestido con traje y chistera, apareció al abrirse el telón. Se mostró indeciso por unos instantes, rebuscó en los bolsillos de su chaqueta, también en los del pantalón, se alejó hacia la zona en penumbra del fondo hasta casi desaparecer para volver con el objeto inicialmente extraviado: una varita negra. El viejo mago, cuya especialidad eran los juegos de manos con cartas y monedas, con cubiletes y pequeñas bolitas y toda clase de números semejantes, que gustaba del contacto y la proximidad, se hallaba ahora nervioso y desubicado. El escenario le parecía inmenso y el público irreal ante la lejanía impuesta y la uniformidad de sus rostros semiocultos.
Se descubrió dejando a la vista una calva mal disimulada por cuatro o cinco mechones blancos, apelmazados, que la surcaban de izquierda a derecha, y de atrás a delante. Colocó la chistera sobre la mesa. Tocó el sombrero de copa con su varita una, dos y hasta tres veces introduciendo la mano en su interior a cada intento, pero no halló nada que mostrar. Probó una cuarta vez y a la quinta pareció encontrar en su fondo aquello que tanto se le resistía: una baraja. Extrajo de su interior unas cartas de un tamaño inusualmente grandes para que pudieran ser vistas a una cierta distancia. Trató de reproducir con ellas alguno de sus juegos clásicos, de los de antaño más celebrados, pero los naipes acabaron por el suelo. Despertó una hilaridad entre los presentes no pretendida que contribuyó a enturbiar aún más la oscuridad de sus pensamientos.
Hubiese deseado solicitar la presencia de un voluntario que accediera al escenario (o aventurarse él mismo a la platea, al patio de butacas, en su búsqueda) y mitigar así la sensación de soledad recién experimentada. Habría improvisado, delante del respetable, unas preguntas para iniciar una conversación cuyo objeto no sería otro que el de distraer a ese espontáneo colaborador y, como tantas otras veces en un pasado no muy lejano con otros sujetos anónimos, desposeerle del reloj con una mano mientras que con la otra le devolvería la cartera sustraída un instante antes.
Dejó de soñar despierto, lo vio todo con más claridad, apartó la mesa, no sin cierta dificultad, y colocó en el centro del escenario una silla que había permanecido oculta tras una sábana negra en un rincón. Se sentó con las plantas de los pies firmemente apoyadas en el entarimado, el tronco erguido, la espalda en contacto con el respaldo, los hombros y el cuello relajados, las palmas de las manos sobre las rodillas. Con la mirada puesta en la primera fila, tomó aire y lo exhaló profunda y lentamente tres veces y cerró sus ojos. El público expectante guardó silencio los primeros minutos, luego comenzaron los murmullos, más tarde los silbidos y abucheos, pero el viejo mago ya llevaba rato que, aunque de cuerpo presente, había dejado de estar, de ser.
Rafael Ruiz
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