Un relato de Salvador Rivas
Fermín y Calixta cerraron la tienda, en la que se habían dejado media vida, hacía dos años. Toda la ciudad vivía de las señoras mayores que construían su tiempo entre hilos y telas, las mujeres de mediana edad que impartían talleres en acogedoras salas de estar, y las jóvenes que ponían su empeño en una coqueta franquicia. También había caballeros, claro, que eran tratados con exquisita corrección. Pero sucedió aquello, quién lo hubiera dicho, y todo se vino abajo. Así que la feliz pareja echó el cierre por última vez, vencida por la evidencia, y atestó su pisito con el género sobrante: kilómetros de tejidos, bobinas, agujas y alfileres de forja sostenible, dedales artesanos, tijeras de titanio, cinta métrica biodegradable y patrones impresos en papel reciclado.
Dos años intoxicados por la nostalgia, deambulando por el barrio, mientras el dominó se convertía en el deporte rey: primero cayó todo lo relacionado con la costura, después buena parte de los bares, restaurantes y cafeterías, siguieron muchos supermercados, los bancos abandonaron sucursales y de pronto no hubo ni un quiosco donde comprar el periódico. Las calles Singer, Alfa, Sigma, Juki y Pfaff se despoblaron, solo quedaban los jubilados. Y ellos. Sus ahorros menguaban poco a poco, de forma amenazadora. Hasta que Calixta se levantó una mañana y, al olor del café que burbujeaba en la melita, se ajustó la bata de satén y sacudió las legañas de Fermín:
—¡Saca el coche!
El hombre abrió los ojos como botones de un abrigo de lana, arrastró las manoplas a las que llamaba zapatillas y entornó la bragueta del impúdico pijama de felpa. Cargaron el maletero y el asiento de atrás. Embocaron la autovía con vocación de abandonarla, pues los pueblos quedaban en los márgenes, suturados a duras penas por las calzadas secundarias. Conducía ella, audaz y decidida, dispuesta a deshacerse de género en los vecindarios rurales del municipio, empeñada en respirar y alejarse de aquel lugar ajado. Guiaba él, prendido al navegador, aún desorientado por el sol naciente, desconfiado de la rentabilidad de la empresa.
De Almazuela a Retazal no se tardaba más de dos horas en coche, con la mayor parte del trayecto por la autovía que se construyó para el Simposio Mundial de Tejedores en Punto de Cruz, que inundó de visitantes la capital veinte años atrás. La carretera abría brecha en un polígono industrial afectado por la sarna —parcelas como calvas acá, aquí y allá— y hacía tajo en la tierra de nadie de los arroyos teñidos, para desembocar justo ante la silueta del Centro de Interpretación del Emprendimiento Textil. Silueta, sí, por no decir una sombra que disimulaba el naufragio: escombros, añicos de vidrio y conducciones reventadas.
Cogieron el desvío hacia Almazuela y bordearon la urbanización de postín en la que residían las más ilustres familias de la comarca. Ella admiró las amplias parcelas, los jardines aterrazados y las vistas panorámicas. Diez minutos después surcaban la desaliñada carretera, bordeada por casitas de labor con huerto y caseta de aperos, cabeza de playa de pequeñas explotaciones agrarias. Él se deshizo en elogios sobre el sosiego y la sencillez de la vida rural.
—¡Una casa de estas sí que merece la pena! —exclamó.
—Para el caso, no tenemos de las unas ni de las otras —zanjó Calixta, mientras Fermín se sofocaba y, por dentro, se enorgullecía de tener a su lado a una mujer de ideas claras y juicios templados.
Desembarcaron en la plaza de Almazuela, tranquila y señorial como una necrópolis romana, y al varón correspondió blandir el megáfono, legado revolucionario, ¡telas de saldo, material de costura en liquidación, agujas de punto anatómicas! Abrieron el maletero y esperaron la llegada de las potenciales clientes, algunas se acercaron, y ambos siguieron mentalmente el ritmo marcado por los bastones y andadores de los que se servían. Nuevos en el arte del regateo, aquellas señoras eran expertas ahorradoras y ya conocían el paño, con mucho pesar lanzaban sus cantos de sirena:
—Hay poco dinero, ¿sabe usted? Desde que pasó aquello… No hay trabajo en el campo… Los jóvenes se fueron de nuevo…
A pesar de todo consiguieron unas pocas decenas de euros, lo suficiente para gasolina y comida; la singladura al menos no les saldría a perder. Preguntaron el mejor modo de llegar a Retazal, hasta conseguir detalladas instrucciones en tres versiones ligeramente diferentes.
—No me he enterado muy bien —murmuró Calixta.
—Yo sí, es por ahí, y de todas formas ahora lo ponemos en el navegador —Fermín se inclinó sobre la pantalla—. ¿Ves? Lo que he dicho, por ahí.
El coche se movió, y con el coche se movieron ellos, la flecha azul avanzó sobre el mapa de colores pastel. Pusieron la radio, la única emisora con la frecuencia limpia, que pasaba de la música vernácula al encarecimiento de los seguros agrarios con la naturalidad de las cosas que importan. Una voz fría interrumpía esporádicamente la programación.
—Siga recto durante trece kilómetros… Permanezca a la derecha… Gire ligeramente a la izquierda...
Se cruzaron con dos todoterrenos embarrados, velas desplegadas al viento, si es que el firme lo permitía. Un bache aquí, un badén más adelante, un pequeño desprendimiento en sentido contrario. Varios socavones, una piedra considerable en el camino, grava para tapar un agujero.
—Recoge trapo, capitana, que la carretera está cada vez peor. Despacito.
—Si no me lo dices no me entero. ¡Ya lo veo! ¿Cuánto queda? Hace rato que el cacharro no dice nada, ¿por qué no habla? Apaga la radio, solo hay ruido, no se entiende ni qué.
—Pues… a ver… Mmmmmmm… La flecha está parada unos cuantos kilómetros atrás… Ah, mira, que ha perdido la conexión, ahora la pillará otra vez.
—Ahí viene un cruce… ¿Arriba, abajo, izquierda, derecha?
Calixta aminoró hasta colocarse al pairo. Miró expectante a Fermín, él miró impaciente la pantalla.
—Gire a la izquierda.
Ambos se sobresaltaron y, al relance, suspiraron durante unos breves instantes, los que transcurrieron hasta que el vehículo recorrió unos metros.
—Pero esto es un carril de tierra, mira bien el cacharro.
—Lo veo perfectamente… —se irritó Fermín—. No hace nada.
—Gire a la izquierda.
—Ah… ¿Qué izquierda? No hay nada ahí.ç
—Gire a la izquierda… Gire a la izquierda… Gire a la izquierda…
—Joder, quita eso. ¿Y ahora qué?
—Vamos por la derecha, ahí parece que está mejor la carretera, Retazal es un pueblo grande, seguro que esa es la buena.
—Tengo hambre.
Las ruedas se deslizaron viento en popa, ancho es el mar, y cada vez más estrecha la calzada; el océano deslumbra, y en el campo atardece y cada vez se ve menos.
—Ya te dije que nos habían indicado mal, y te has distraído, ¡venga mirar el móvil! ¿Y ahora qué? Sácalo, a ver si nos indica algo.
—No hay cobertura para el navegador y no hay cobertura para el móvil.
—¡Tengo hambre!
—¡Y yo soy de piedra! ¡Déjame conducir! —él asió el volante.
—¡De eso nada, tú corres mucho! —ella le dio un manotazo.
El frenazo provocó que los amotinados dejaron de luchar entre sí. Algo se alzaba ante ellos. Echaron el ancla. Bajaron del coche. Miraron fijamente la barrera y el cartel mohoso: “Carretera NP-3345 cortada por obras”. Levantaron la vista más allá. Isletas de asfalto retorcido asomaban entre los arbustos. Lo vieron todo rojo. No, no se habían desquiciado. Era el sol, a punto de ocultarse. Un disco incandescente que teñía aquel valle de terciopelo.
—Es precioso, ¿verdad? —Fermín la cogió por la cintura.
—Sí… Me encanta… —Calixta reclinó la cabeza en su hombro.
—Esta mañana, cuando fuiste a cambiarte, cogí de la cocina las galletas de chocolate y las escondí en la mochila.
—Te quiero… Aunque me tienes muy disgustada. Tengo frío.
—No será por falta de telas.
Así, apadrinados por los suaves rayos del sol, se regalaron el más profundo y húmedo beso que jamás disfrutaron en los repetidos ocasos que habían compartido. La luz menguaba y el ánimo languidecía. Las sombras, lejos de amenazarlos, los animaban a un confiado sueño. Reclinaron los asientos y se dispusieron a dormir, no sin antes volver a unir sus labios manchados de chocolate.
Salvador Rivas
"El hombre abrió los ojos como botones de un abrigo de lana"... Sí. Sin duda así debían ser esos ojos. Retazal huele a llanada triste y solitaria, como la de "El viaje a ninguna parte"... ¿Desde cuándo existe la España vacía? ... Calixta y Fermín son como unos ibéricos Mark y Joanna, los protagonistas de "Dos en la carretera"... aunque con un navegador que los pierde por calzadas con grietas y sin tanto glamur como la campiña francesa, pero más reconocible en nuestro imaginario...
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