CAMINO MARCADO - Araceli Ruiz
Fui una niña de los años cincuenta del pasado siglo, de las que al oír que era chica se solía decir:
—¡Bueno, ya tenemos quien ayude a mamá en casa!
Era para lo único que servíamos las mujeres. Para nosotras no había un futuro ni un orgullo de padres.
Fui madre antes que mujer. Con solo siete años ya tenía que cuidar de mis hermanos menores. Los llevaba al colegio y de vuelta a casa sanos y salvos. El trayecto era de unos tres kilómetros por un camino lleno de peligros: arroyuelos, laderas escarpadas, caminos imposibles de transitar, con baches, barro y piedras. Nos pasó de todo. Corrimos de algún perro que nos persiguió (a mi hermano incluso le mordió uno), nos asustamos de toros alejados de su manada, sufrimos accidentes, caídas, atragantamientos con el hueso de alguna fruta… Al llegar a casa la resplandina iba para mí, que era “la mayor”. Mis notas eran las mejores, pero nunca recibí una felicitación. Era “la mayor”. Siempre fui obediente y procuraba hacer lo que se esperaba de mí.
Yo no fui un caso especial, todas las niñas de aquellos años éramos iguales, cuidábamos de los hermanos pequeños, limpiábamos, cocinábamos y éramos las criadas que no tenían un sueldo, pero sí multitud de obligaciones.
Hoy, a mis casi setenta años, me siento muy feliz de que las mujeres tengamos los mismos derechos y obligaciones que los hombres.
Y de que cuando unos padres saben que el hijo que esperan es una niña, esta no sea discriminada ni tenga su camino establecido.
EL CÍRCULO DEL TROMPO – Francisco Javier Chamizo Muñoz
¡Mira! Observa y aprende de él: su afanoso movimiento, su compromiso con los objetivos, su iniciativa para anticiparse a mis deseos. ¡Vale mucho para lo poco que me cuesta!
Miro asombrado a alguien que baila mucho, sí, pero sin salir del sitio. Lo nuevo y autocomplaciente está sobrevalorado, como la antigüedad lo estuvo antes.
Me recuerda a un juego muy popular de mi infancia: un cono de madera torneado con base esférica, coronado en su único vértice por una punta acerada, también esférica, sobre la que puede girar elegantemente en equilibrio invertido. Su movimiento rotatorio uniformemente desacelerado es el prodigio creado por el latigazo de un cordón anudado en su parte final con un tope añadido, la moneda con agujero de dos reales o en su defecto el platillo metálico, tapadera de la botella de cerveza, aplastado y agujereado por el centro, impide resbalarse los dedos. El cono es estrangulado de forma ordenada y repetida hasta envolverlo sin solaparse. Un embobinado meticuloso, que lanzado con la fuerza motriz de la mano le transmite la energía cinética de aceleración necesaria para hacerlo girar. No era fácil hacerlo bailar sobre su punta. Pero con maña y práctica se conseguía.
Otra cosa era cumplir algunas reglas restrictivas de los más listos, realizarlo dentro de un pequeño círculo marcado sin salirse. Los más diestros o siniestros, según se mire, oportunistas del juego afilaban su punta esférica y disfrutaban destrozando el juguete inerte de sus adversarios con el pretexto de expulsarlo del círculo en un alarde de puntería y obediencia a la mano ejecutora.
En un mundo de espacios circulares de diferentes tamaños, solapados, interseccionados,
tangenciales y, muy pocos, aislados. Somos algo parecido a la canción: miles de buitres callados extendiendo sus alas en una silenciosa danza, maldito baile de muertos, que presagia la noche más larga.
EL SOCAVÓN – Salvador Rivas
El pavimento rugió y un enorme agujero se tragó la Puerta de Estepa: el bordillo, las teselas, los focos, los arcos. La hora tan temprana facilitó que el suceso no se convirtiera en una tragedia. Se quedó en simple desgracia cuando don Cosme, al volante de su coche, se precipitó en la negrura. Después acordonaron la zona.
A mediodía un nuevo estertor ensanchó el socavón. El quiosco de la plaza de Castilla desapareció junto a los clientes que especulaban sobre la profundidad abisal. La plaza de toros emitió un profundo ronquido antes de arrojarse a las tinieblas. Dejó en la nube un rastro de rostros sonrientes, una ristra de selfis completados en el último suspiro.
Entonces desalojaron el Paseo Real y el centro comercial. En Las Albarizas se agitaba el gentío. En San Luis la muchedumbre se arrebujaba. Apagué la tele, me levanté del sofá. Me puse el sombrero reservado para las grandes aventuras, enrollé el látigo en bandolera sobre mi torso. Por fortuna, hacía tres días que no me afeitaba. Decidí que había llegado el momento de explorar el averno. Cerré la puerta con llave, pero antes besé por última vez el póster de Harrison Ford.
OCASO – Fanny Beaudoin
Cogió la red y la lanzó a la mar. Sus manos eran duras y agrietadas pero no había conocido otra labor en su vida. Ya sea por las garras de la nostalgia que a veces le arrastraban a aquellos meses transcurridos en altamar con su padre, o bien por el conformismo que con los años nos lleva a aceptar lo que la vida ha tenido a bien poner en nuestro camino, amaba su oficio. Las décadas pasadas con el pelo removido por los vientos, y los ojos entrecerrados por la luminosidad, habían marcado su cuerpo, pero lucía esas marcas con orgullo. Era un eslabón más de la larga cadena de generaciones de pescadores que desde siglos surcaban los mares para enfrentarse a las fuerzas de la naturaleza, y a cambio sacar un sustento para su familia. En su juventud había pescado atunes, pulpos, calamares, lubinas, doradas. Peces de todas las formas y todos los colores. Más de una vez había pensado que se enfrentaba a la última tormenta de su vida. Conocía todos los vientos, los caprichos del oleaje, ese hilo del cual pende la vida de los marineros cuando las olas deciden si vuelcan o no la embarcación.
Sacó la red del mar y apretó los labios para que sus ojos no se llenaran de lágrimas. Solo había un par de botellas de plástico y unas latas vacías. Una vez más. Era el último eslabón de una larga cadena de generaciones de pescadores que ya pendía inútil e inservible en mitad de un mar de plástico.
REMEMORAR – Marisa López
Anoche soñé con mi padre, hacía tiempo que no me ocurría. Paseábamos por Nueva York, donde nunca he estado, donde nunca estuvo él. La ciudad se mostraba distorsionada, bañada de ocres y grises, como si la luz del atardecer jugara con ella sin querer marcharse.
Mi madre aparecía en un silencioso segundo plano que agradecí enormemente, a ella aún la tengo. Se quedó lejana mientras nosotros subíamos una gran escalera exterior de un hospital antiguo. Él sujetaba algo que era mío mientras yo revisaba, en un trozo muy pequeño de papel, la ruta hacia algún punto turístico. No había prisas, ni médicos, ni enfermedad, ni dolorosas miradas de resignación.
Caminábamos despacio, él me acompañaba sin más pretensiones que estar conmigo y sin más meta que ayudarme en pequeñas cosas. Su sola presencia era el centro de mi bienestar. No hablamos, no hizo falta.
Anoche soñé con mi padre, y hoy todo sigue igual: las mismas calles y personas, el mismo ritmo del calendario, el mismo rodar de mi vida... pero anoche soñé con mi padre y hoy lo tenía que contar.
TOP LANDING – Mercedes Suárez
Mientras volaba, con el aire salado azotándome el rostro, no podía pensar más que en esa insistencia tuya de que mi vida necesita una pizca de osadía y atrevimiento. ¡Te gusta tanto la aventura! Y llevas años azuzándome para que emprenda contigo algunas de ellas porque me consideras una aburrida sin remedio.
Se acabó el miedo, dijiste mientras me empujabas hacia la orilla del mar en busca de ese chisme que, tan sólo verlo, me produjo un deseo irrefrenable de escapar bien lejos.
Pero tú me tenías fuertemente agarrada, ¿recuerdas? Las amigas están para darse ánimos.
Y poco te faltó para atar tú misma las correas que alzaron mi cuerpo hasta las nubes. Vuela, vuela, te oía gritar abajo. ¡Disfruta! Te veía en suelo firme, tan segura a mis ojos mientras mi cuerpo temblaba y un gemido interminable se deslizaba por mi garganta, y me preguntaba por qué coño no me había quedado en casa viendo dos o tres episodios de El Ministerio del Tiempo. O de Juego de Tronos. El Alienista, El Mandaloriano, Lupin… Cualquiera antes de estar allá arriba sintiendo que, en cuestión de segundos, acabaría palmándola irremediablemente.
¡Siempre hay tiempo de ver series!, chillaste entre risas, conociendo perfectamente mis pensamientos. Sospecho que te lo estarías pasando en grande y que ya estarías viéndote a ti misma contar mi hazaña a todos nuestros amigos comunes en próximas reuniones.
Sé que te arrepentiste de no haberme dejado frente al televisor en el instante en que aquella ráfaga de viento me arrastró sin rumbo y comencé a chillar y patalear, descontroladamente, intentando bajar a cualquier precio.
Fue mala suerte caer encima de ti.
Deseo de corazón que las series que te he enviado sirvan para entretener el reposo de tus costillas rotas.
TUS RECUERDOS - Ana Monteza
La colección de trolls, el poni azul que ganó en una feria y me dijo que la mitad era mío, sus pósters de Los Pecos que ocupaban la mitad de la habitación que compartíamos. La libreta pequeña algo gastada que colocaba siempre al lado de su ordenador, esa rebeca rosa con cintas a la que le faltaba un botón en la parte superior, y a la que mamá jamás cosió otro en su lugar. Sus apreciados libros, sobre todo los de poesía con las páginas gastadas de tanto leer y releer…
Desde allí, en ese preciso instante —y yo observando todo sentada en la cama que había sido suya y que tampoco nadie más ocupó—, cuando vi a mi madre recoger una a una todas las pertenencias que nos trajeran dolorosos recuerdos, y mientras las iba introduciendo en una caja, me prometí, conteniendo las lágrimas, no olvidar nunca ningún detalle de todo aquello que había sido suyo.
UN VIERNES CUALQUIERA – Rafael Ruiz
Suena el despertador, me levanto al primer zumbido y lo paro definitivamente, no le doy opción a que comience de nuevo en cinco minutos. Hoy es viernes y los viernes me encuentro con mejor ánimo que los lunes, que los martes, que los miércoles, ligeramente por encima a los jueves. A pesar del cansancio acumulado durante la semana, me siento bien. Me sentiré mucho mejor cuando esté jubilado. Entonces los viernes dejarán de parecerme tan especiales, pero serán esos nuevos viernes, a los que los demás días se habrán igualado por arriba, en excelencia, no los de ahora.
Sandokán trae su correa en la boca, para él no es viernes, podría ser cualquier día, cuando escucha ruido en mi habitación entra preparado para salir.
Llevamos un rato paseando, siguiendo nuestra ruta habitual. Prefiero no cambiarla porque sé exactamente el tiempo que vamos a emplear y eso me da tranquilidad. No he llegado nunca tarde a la oficina, tampoco desde que Sandokán y yo vivimos juntos.
Es extraño pero las calles están desiertas. A esta hora ya deberíamos habernos cruzado con la vecina del tercero paseando a Miss Daisy, o viceversa. Y a Nosferatu, con la chica enlutada. Tan solo nos cruzamos con un barrendero amigo nuestro, Sandokán le ladra de forma amigable, nos pregunta…bueno, me pregunta, que de quién de los dos ha partido la idea de salir tan temprano a pasear en día festivo.
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