Un relato de Araceli Ruiz
Siempre que vuelvo la vista atrás vienen a mí los años felices de la niñez. Esos en los que se va modelando nuestra personalidad. Mamá madrugaba mucho. Se despertaba a las seis de la mañana y para la hora de levantarnos para el colegio ya tenía la comida del mediodía hecha, la casa recogida y el desayuno puesto en la mesa. Ella siempre desayunó con nosotros. En la mesa compartíamos los sueños que habíamos tenido esa noche. Ella conseguía que las pesadillas se convirtieran en bonitas historias. No recuerdo que los sueños que me asustaron en la oscuridad volvieran a darme miedo.
Mamá tenía muchos libros. Todas las estanterías de casa estaban repletas de historias de todo tipo: cuentos, novelas, libros de cocina, enciclopedias donde poder hacer consultas... Y hasta de costura y bricolaje. Cada vez que tenía un poco de tiempo cogía uno y nos leía algo, siempre nos sabía a poco. La mayoría de las veces nos quedábamos con ganas de más, pero ella era muy firme y decía:
—Ya seguiré mañana, tenéis que disfrutar la lectura de hoy.
Y tenía razón, después de escucharla yo me metía tanto en la historia que era como vivirla. Eso hizo que tuviéramos un gran interés en aprender a leer. Todos leíamos cuando llegábamos del colegio.
Con cinco años fui la primera vez al cumpleaños de un amigo. En aquellos tiempos no se celebraban en salas de bolas ni en restaurantes, se hacían en casa con un chocolate, una tarta de galletas y alguna chuchería. Mamá y mis hermanas me acompañaron hasta la puerta de casa de Raúl, el cumpleañero. Nada más abrir, mi amigo tomó el regalo y tiró de mí hacia el salón. Estaba eufórico, quería enseñarme cuanto antes el tren eléctrico que su padre le estaba montando. Arrojó sobre el sofá mi presente sin ni siquiera abrirlo. Yo me sentí defraudado, le había comprado con toda la ilusión El libro de la selva, de Rudyard Kipling, premio Nobel en 1907. Para mí era algo maravilloso, casi un tesoro, y él pasó del libro sin hacerle el mínimo aprecio. Durante un buen rato todos los niños estuvimos mirando el trenecito dar y dar vueltas y más vueltas, siempre era igual. Los amigos de de Raúl no paraban de gritar eufóricos a cada recorrido del tren. Yo me aburría y no entendía cómo podían estar tan felices. Me retiré hasta un rincón y me fijé en el mueble grande que presidía el salón. Era enorme, repleto de platos, copas y figuritas de porcelana pero… Ni un solo libro descansaba en sus baldas. Miré hacia el sofá, vi mi libro allí olvidado, me acerqué y pasé mi mano acariciando el papel de la envoltura deseando abrirlo y poder ver a Mowgli, Bagheera, Kaa, Akela y demás personajes viviendo las hermosas aventuras. Una profunda tristeza me invadió, no podía entender que Raúl ni siquiera lo hubiera abierto.
Dedicado a mi hijo, un gran lector.
Araceli Ruiz
muy bonito, breve y conciso.y ademas en este caso la peli me encanta, sobre todo sus música.. besos
ResponderEliminarMuchas gracias Juanma,un fuerte abrazo
EliminarTotalmente cierto, hoy en día se han perdido muchísimos valores,volver la pasado no es dar un paso atrás es volver a los valores de antaño para poder educar.
ResponderEliminarEs verdad que no debemos dar pasos atrás pero... Los libros deben seguir presentes en nuestras vidas. Un saludo
EliminarEs precioso, me encanta y al igual que a tí, me parece muy triste que no valoren un regalo tan valioso como un libro, un tesoro.
ResponderEliminarMe Hes muy grato que te guste mi humilde relato. Muchas gracias.
EliminarAl igual que a tí, me parece muy triste que no se valore algo tan preciado como es un libro.
ResponderEliminarPrecioso relato.
Precioso ¡¡ pobre Raúl por no apreciar los libros
ResponderEliminarGracias por tu comentario, y si a mi me da mucha pena que no se vean los libros como tesoros y, que haya muchos Raúl.
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