Relato ganador del Premio Antequera - X Certamen Literario María Carreira. Autor: Javier Lara
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La vida, a veces, se complica de la forma más inesperada. En los pensamientos previos de aquella tarde, ya había sentido vibraciones negativas, pero nunca a la altura de la realidad. Todavía no consigo explicarlo todo, así que me limitaré a contar lo que viví, lo que sentí y lo que todavía siento.
Cuando uno tiene que trabajar casi siempre, lo último que apetece en el día de descanso es tener que llevar el coche al taller. Pero no me quedó otra y solo pedía que no hubiera ni complicaciones ni demoras. La tarde era rojiza y el horizonte mostraba la neblina vaporosa de los restos del trabajo en las almazaras. Es verdad que intenté pasar el tiempo de espera lo más tranquilo posible. Y logré relajarme. Un largo paseo y un buen rato en una cafetería me hicieron pasar el tiempo hasta regresar al taller mecánico. Llegué unos minutos después de la hora fijada. Esperaba que el personal hubiese terminado con las operaciones de mantenimiento: cambio de aceite, de filtros, revisión de frenos, de alumbrado, de los distintos niveles… Al llegar, mi coche estaba aparcado en el exterior del recinto. Parecía listo, lo que confirmé cuando me asomé al gran local. El jefe del taller me hizo una señal con la mano para que me dirigiera al mostrador.
—Estos inviernos ya no son lo que eran —dijo, al verme llegar en manga de camisa. A él lo cubría un plumón.
—He estado caminando y he entrado en calor, aunque a esta hora ya está refrescando —contesté.
Me mostró una factura muy sencilla con una cifra que incluía un descuento por ser cliente habitual y yo saqué la tarjeta de crédito.
—Al final solo hemos cambiado el aceite y el filtro del aceite, todo lo demás estaba muy bien. ¿Ha usado mucho el coche desde la última revisión?
No llegué a contestar la pregunta, estaba centrado en introducir correctamente la clave de la tarjeta. El datáfono la reconoció como válida y emitió el comprobante del pago.
—Todo listo. Las llaves están puestas. Muchas gracias.
Me despedí y, tras esperar a que un ayudante retirase una funda de plástico que había colocada sobre el asiento, arranqué y salí.
Al sentarme en el asiento, me volví a encontrar con la tarjeta de una gestoría de seguros que sobresalía del posavasos junto a la palanca de cambios. Es uno de esos elementos que llegan a ti sin que recuerdes cómo y cuya presencia se alarga. Pero hubo en aquel momento una sensación más fuerte. Cuando tu coche pasa por otras manos, siempre notas algo diferente en él. Ocurre cuando se lo prestas a algún familiar, cuando lo llevas al lavadero manual, cuando pasa por el taller o se lo cedes a un aparcacoches. Es algo así como una pequeña invasión, una sensación fugaz, pero que constata lo materialistas que podemos llegar a ser. Aquella vez, la sensación se alargó más de lo normal. Todavía quedaba luz natural en el cielo, la avenida del extrarradio estaba solitaria, pero algo dentro de mí seguía notando una compañía. Una potente luz reflejada en el retrovisor me deslumbró, un coche se aproximaba por detrás con las luces largas. Y fue ahí, justo en el momento en el que comprobé en el retrovisor la distancia a la que venía aquel vehículo, cuando me percaté de un bulto desconocido en el asiento trasero por el lado derecho, el opuesto a mi posición. «No puede ser». Casi pierdo la línea del carril mirando hacia atrás, pero confirmé lo que me había parecido ver en el primer vistazo: mi coche tenía instalada una silla de bebé. «¿Desde cuándo está aquí?». Mi pensamiento empezó a hervir, mi mente fue encadenando pregunta tras pregunta. «¿Quién la ha puesto?; ¿estaría desde antes de haber llevado el coche al taller?; ¿la habrían puesto por confusión?; ¿habría usado el coche mi hermana con su hijo?; ¿alguna conocida de mi mujer?...». No recuerdo mucho más del camino de regreso, solo que no dejé de darle vueltas a la cabeza buscando posibles explicaciones y que al entrar en mi calle, ya con el alumbrado encendido, sonaba la canción The Reason de la banda estadounidense Hoobastank en la parte en la que la letra dice: «He encontrado una razón para cambiar lo que solía ser, una razón para volver a empezar, y la razón eres tú». La recuerdo traducida porque hubo una época en la que la escuché mucho.
Giré la llave y abrí la puerta de casa deseando preguntar a mi mujer qué sabía de la silla de bebé instalada en el coche. Sin embargo, no respondió cuando pronuncié su nombre en voz alta. No lo hizo la primera vez ni la segunda ni la tercera, no parecía estar en casa. Sentí entonces algo muy similar a lo que viví en el coche al descubrir la misteriosa silla de bebé. Fue algo bastante curioso, abrí la puerta esperando notar un aroma familiar, el aroma que solo encuentras en tu hogar, el del lugar donde despiertas, donde preparas el primer café del día, donde te vistes y te desvistes, allí donde está tu colonia y tu gel de ducha, donde almacenas tu ropa y tus pequeños tesoros, donde ríes y te enfadas, donde haces el amor y ves tu serie de televisión favorita, donde están los discos que guardas desde que eres joven, donde cocinas para tu pareja a la que puedes besar en cada esquina sin temor a que nadie os vea. Pronuncié su nombre de nuevo. Cuatro, cinco, seis veces; encontré un silencio doloroso que me hizo entrar en un desierto que no supe explicar.
Mi instinto me hizo llevar la mano al bolsillo trasero del pantalón buscando el teléfono móvil, pero no lo llevaba encima. Debí olvidarlo en el coche. Di varios pasos hacia la cocina, pero fue como caer en el vacío porque allí tampoco cuadraba nada.
En la puerta del frigorífico no estaban las fotografías de nuestros viajes. Hacía años que acumulábamos imágenes de los dos que fijábamos con imanes de nuestros destinos en la puerta del refrigerador: Normandía, Toscana, Alemania, Noruega, Escocia, Japón… Estaba seguro de que habíamos conseguido ocupar casi todo el frigorífico, que ahora lucía con un blanco impoluto tan solo roto por una pequeña pizarra con la agenda semanal que contenía un par de anotaciones diarias en rotulador rojo. Por curiosidad, abrí la nevera y la escena fue todavía más dantesca. Estaba prácticamente vacía. Y eso que ella, Paloma, mi mujer, organizaba la compra semanal y la colocaba separada por colores; planificaba las comidas y, entre los dos, la preparábamos los sábados para no tener que cocinar durante la semana. Todo aquello convertía el interior de nuestro frigorífico en un espectáculo muy vivo, un espectáculo que ya solo era decadencia. ¿Por qué aquel vacío? No quedaba nada sólido, sí líquidos, líquidos de todo tipo en botellas de cristal de muchos colores, de muchos grados de alcohol. El electrodoméstico ya solo hedía un aroma neutro, más de botiquín que de lugar de comida. No era posible, diría que la noche anterior me detuve frente al frigorífico, me acaricié la tripa pensando en algo de comer y, sencillamente, me lo serví y lo calenté. Mis andanzas nocturnas siempre me hacían regresar al pollo con almendras, las croquetas caseras, el estofado o la lasaña de verduras a la parmesana; en definitiva, a aquellas mañanas de cocina que producían manjares que disfrutábamos junto a una copa de vino -tinto cuando elegía yo, blanco cuando lo hacía ella-.
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Comencé a caminar por el piso sin saber muy bien adónde dirigirme. El sofá, nuestros momentos de lectura, la estantería, ¡una foto! En el salón había una foto de nuestra boda. Salvo las de los viajes en el frigorífico, no teníamos muchas más fotografías a la vista, pero sí una de la boda, no de gran tamaño, pero había una en blanco y negro en una de las estanterías del salón, delante de los libros de narrativas hispánicas de Anagrama y sobre algunos clásicos grecolatinos. Y allí estaban, por un lado los títulos de Chirbes, David Trueba, Marta Sanz o Sara Mesa; por otro lado, Platón, Terencio, Aristóteles, Homero… y no, no había foto. «¡La alianza! Mi dedo, el dedo anular de la mano derecha, ¡vacío!». A veces lo dejaba en el cajón de la mesilla de noche, evitaba llevármela a la piscina porque me bailaba un poco. No recuerdo el tránsito, pero sé que tuve que cruzar todo el pasillo muy deprisa y llegué casi derrapando al dormitorio, me lancé sobre la cama y aterricé frente a la mesilla. Estiré la mano, abrí el cajón y volví a sentir la extrañeza, el vacío, el sentimiento de estar en un lugar que no te pertenece. Sin embargo, sí que encontré mis pañuelos, mi reloj de salir, los puros de un par de bodas que nunca fumaré, unas monedas y una cartera antigua. Aquello era mío, pero la ausencia de lo que buscaba hacía que nada de aquello me perteneciera. No había ni rastro de la alianza de boda, la dorada y lisa alianza de boda con el nombre de mi mujer y la fecha de nuestra boda grabada por su cara interna. No estaba la alianza, sí que estaba la maldita pulsera que me regaló una ex y que debí vender hacía mucho tiempo en uno de estos locales donde compran oro.
Estaba seguro de que aquella era la cama, nuestra cama, la misma con la que tanto soñé antes de nuestra boda, la de aquel colchón al que tantas vueltas dimos antes de comprarlo. Probamos muchos y, al final, a ambos se nos quedó grabado el espesor y el tacto de la cama de aquella tienda nórdica. Se agotó durante un tiempo, probamos muchos otros colchones, de muchas tiendas y distintas nacionalidades, hasta que nos hicieron un pedido específico para traerlo. Aquella era nuestra cama, sin duda. Es imposible no reconocer el último tacto que sientes antes de dormir y lo primero que notas cuando despiertas. Esa sensación, justo esa sensación, era inseparable a la de su rostro a mi lado con los ojos cerrados y sobre su respiración pausada. «¿Pero dónde estás, cariño?».
Debía haber un álbum de fotos en alguno de los muebles, puede que vídeos en un disco duro del despacho, pero quizá diera lo mismo. Intenté ser positivo, quise convencerme de que algo tuvo que pasar sin demasiada importancia, solo debía esperar a Paloma para que me contara el motivo de aquellos cambios. Sí me preocupaba mucho más lo de mi alianza: «¿La habré perdido?». No me gustaría porque, por mucho que digan de los matrimonios, el de mi boda fue el mejor día de mi vida, me lo pasé en grande. Todavía recuerdo la risita del marido de mi prima Marta cuando les dije que me iba a casar. Soltó uno de aquellos comentarios básicos y sin gracia: «¿Estás seguro de lo que haces?». Pues claro que estaba seguro. Me casé, sigo casado y me volvería a casar. Y lo haría brindando por todos los amargados como él que solo hacen las cosas por el compromiso del qué dirán. Y lo siento por mi prima.
«¿Pero por qué no está Paloma?». Pocos lugares hay que puedan indicar la existencia de una persona como el baño. «¿Pero hasta este punto estoy llegando ya?; ¿a dudar de que estoy casado y de que vivo con mi mujer?». Antes de abrir la puerta, intenté frenar. «No te vuelvas loco, se han dado algunas casualidades, todo tiene una explicación». Es posible que Paloma quisiera cambiar algunas cosas del piso, la silla de niño del coche sería de alguna compañera de trabajo. Tomé aire e intenté visualizar todo lo que me iba a encontrar. Sabía que justo frente a la entrada estaba el lavabo con un gran espejo rectangular y su marco de madera. A la izquierda, un pequeño estuche con pinturas, a la derecha una caja de pañuelos, el recipiente del cepillo de dientes que solía ser amarillo y, junto al grifo, una taza verde. Puede que de uno de los cajones sobresaliera un peine. Sobre el bidé, probablemente hubiera una caja de compresas, más arriba y colgando de un soporte de la pared, una toalla y el albornoz. También a la derecha, pero al fondo, la bañera con algunos recipientes de gel, champú, mascarilla para el pelo y sales de baño. Creí tener una imagen nítida de lo que me iba a encontrar, también de aquel difusor que usaba tras la ducha con aroma a naranjas dulces que siempre estaba presente en el aseo. Abrí y, tras contar hasta tres, mi rostro volvió a palidecer porque no había nada de lo esperado. Ni su estuche, ni su cepillo de dientes, ni su toalla, ni sus geles, ni el peine cargándose la armonía entre cajón y cajón. No había nada que rompiera los colores blanco y beige de aquel baño tan vacío de vida. «En esa ducha nos hemos metido muchas veces juntos, la he sorprendido para hacer muchas cosas más que enjabonarnos».
No daba crédito. Debía calmarme, estaba seguro de ella, de lo nuestro, por la mañana todo aparentaba normalidad. ¿Todo era normal? ¿Aquella mañana? No recordaba nada especial. Di vueltas de un lado para otro, me detuve en el pasillo, frente a la puerta del salón. «¡Un momento! ¿Qué hace esta otra puerta cerrada aquí?». Porque había otra puerta, una puerta cerrada, bien cerrada, cerrada a conciencia. Intenté girar el picaporte y no se movió. Tenía cerradura, pero yo no poseía la llave. ¿Dónde podría estar la llave? ¿Pero qué llave? Si hasta veinte segundos antes no sabía que ahí había una puerta. ¿Era aquella mi casa?
Claro que era mi casa. Cogí las llaves, salí al descansillo, era mi puerta, tenía la letra A y estaba en el segundo piso. Decidí regresar al coche a buscar el teléfono móvil, pero entonces… entonces sonó un pitido electrónico dentro del piso, un sonido que parecía de un teléfono. Perseguí aquellas vibraciones y me llevaron hasta el salón. El aparato estaba sobre el mueble, era un teléfono fijo, ¡pero si hacía mucho tiempo que no teníamos teléfono fijo! «¿Siguen existiendo los teléfonos fijos?» Descolgué, me habló alguien de la asesoría, de la misma asesoría cuya tarjeta estaba en el coche.
—Le llamo a este número porque no tenemos su teléfono móvil. Lo he intentado varias veces durante el día, pero se ve que no estaba en casa.
—Sí, he llegado hace poco. ¿Qué quiere?
—Era para recordarle que de la factura… bueno que de las gestiones por… por todo lo del… de lo de su mujer y… pues queda todavía por liquidar la publicación de la esquela en el diario.
Sonó una cifra a la que no presté atención y la voz se despidió. Al colgar el teléfono, sentí una punzada en el cráneo y mucha presión alrededor de los ojos, como si intentaran salir de sus órbitas. Tomé aire y miré al frente. Me fijé en que en la estantería de los libros, allí donde había literatura clásica. Supe entonces que en aquel ejemplar de pastas gastadas de La Odisea, Ulises regresaba a Ítaca, pero Penélope ya no lo esperaba. Fue entonces cuando me embistieron con fuerza los motivos de la ausencia de fotos, de comida en la nevera, de rastros femeninos en el baño, incluso la falta de mi alianza. Me tumbé en el sofá, observé que ya era noche cerrada a través de la ventana y rememoré los consejos que alguien me dio en una consulta. Inicié unos ejercicios mentales, pero mi incertidumbre seguía alimentándose con el caudal de las lagunas en mi recuerdo: la silla infantil del coche, la habitación cerrada… Alargué el brazo para coger un cuaderno que había en el revistero, dentro había un recorte de periódico con una esquela doble.
Ulises era yo.
Al mismo tiempo en el que brotaron mis lágrimas, justo cuando volvió a aparecer la rabia, me levanté como un resorte. Pasé junto a la pizarra del frigorífico, me detuve delante del armario de la medicación y actué por instinto. Sé que lo abrí, retrocedí unos pasos y agarré varias botellas de la nevera. Recuerdo que una parte de mí se marchó lejos y que otro en mi lugar regresaba. Miré por la ventana, titilaba alguna estrella, estaba bonita la noche y volví a recordar la canción del grupo americano. Al tararearla, me sentí estúpido porque mi razón no eras tú, sino vosotros.
Esta tarde he vuelto a venir al taller. Tampoco he trabajado y en el horizonte despunta una luminosa hoguera. Parece que los mecánicos ya han terminado con mi coche; lo conduzca quien lo conduzca, debe estar siempre a punto. Quizá, algún día, Penélope lo necesite para regresar junto a Telémaco.
Javier Lara
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