lunes, 6 de noviembre de 2017

Dar cuerda


La primavera había llegado pronto y decidimos aprovechar la tarde para ir de compras. Como hacía algunos días que no la veía se me ocurrió invitar también a mi madre a dar un paseo con nosotros. A mi pequeño Antonio le encantó la idea de merendar con la abuela, porque sabía que esa misma tarde volvería con un nuevo juguete para enseñárselo a los demás niños del bloque.

Quedamos a las cinco en la calle principal, punto y hora donde todos los vecinos de mi pueblo respetan a rajatabla la buena costumbre del encuentro. Todos los bares y terrazas estaban abarrotados de gente conversando y compartiendo la hora del café.

En ese instante, cuando todo el mundo está hablando sin parar, criticando al de la mesa de al lado, riéndose de su modo de vestir o de pensar, el tiempo queda suspendido. No se escucha ese tic tac que produce la vida de una población cuando está sana.

No me refiero al reloj de pulsera que llevo en la muñeca en el que veo cómo se van contando los segundos, sino al reloj que marca el cronos del progreso social y humano. Ése que necesita de la participación de todos nosotros para ponerlo en marcha. Esa maquinaria está petrificada.

La gente va y viene con mucha agitación. Son como ratones buscando queso de un lado para otro de la calle, que aunque es estrecha también es bastante larga, y se mueve como una serpiente sorteando varias iglesias y casas antiguas.

Después de haber viajado tanto y de haber visto las ciudades más grandes, después de haber compartido experiencias con personas de los cuatro puntos cardinales del mundo, me produce una sensación extraña observar este trasiego y el bullicio de la gente de mi pueblo.

No sabría decir exactamente si es conmiseración o envidia, pero el hecho es que unos pocos miles de personas tienen tan alta estima por sus propias creencias que viven herméticos al resto del planeta.

Mis ojos no pueden dudar sobre la alegría y la felicidad de la gente. Quién discutiría que están satisfechos de sí mismos. Aunque hayan vendido la libertad de enfrentarse a vivir todos los días de manera distinta, por una rancia seguridad de convertir su día a día en una continua y perpetua repetición. Se empeñan en cruzar una puerta de salida que les lleva otra vez hacia dentro.

No le había dado todavía dos besos a mi madre cuando le vi aparecer detrás de ella.

Como la cara y la cruz de una moneda, justo delante de mí estaban las dos personas que me hacían sentir las emociones más contradictorias.

Ella era un encanto, la dulzura en persona. Atenta, callada, prudente. Su cualidad más sobresaliente era la absoluta disposición para ayudar a quien lo necesitara.

Si mi madre no me hubiera educado en la manera en que lo hizo me resultaría imposible poder enfrentarme a él.

Lo había conocido tan sólo un año atrás y era mi actual jefe. De su voluntad dependía que siguiera encadenando contratos temporales hasta que me hicieran fija en la empresa. Era alguien perverso que no dudaba en ejercer su mezquino poder para dañar a los subordinados si le venía en gana. 

Vestido con ropa muy cara iba siempre acompañado por mujeres jóvenes que soñaban con abandonar el pueblo, fáciles de impresionar con una invitación para cenar. El dinero le servía para crear una foto fija de su persona que era francamente irreprochable. Sonrisa perfecta, traje de boutique a medida, implantes de pelo, tratamiento facial diario. 

Pero cuando alguien le conocía y observaba sus gestos y los movimientos de sus ojos altaneros se daba cuenta enseguida de con quién estaba tratando. Con una persona que disfruta pisando a los que están debajo de él.

Le sugerí a mi familia que me esperara un minuto. Quería saludar al jefe pero no que éste se detuviera a hablar con los míos. La sola idea de verlos juntos me resultaba repulsiva.

Cuando le ví la dentadura blanca como la nieve intuí que el cazador empezaba a pavonearse delante de su presa. Con ligereza adelanté unos pasos y establecí unos pocos metros de margen. Mi hijo se quedó con mi madre.

Fui yo la primera que habló intentando llamar su atención:

 ─ Buenas tardes, señor director. 

Dirigió sus ojos para escudriñar quién me acompañaba y al mismo tiempo pasó la lengua por sus labios para dejar una película de saliva que los hacía brillar cuando hablaba.

─ ¿Has terminado el informe que te pedí hoy, Maribel? Ya sabes que no me gusta que dejes trabajo de un día para otro. 

─Sí, señor director. Mañana a primera hora lo encontrará en su mesa.

No se despidió. Tan sólo desvió su mirada y continuó caminando con su joven acompañante.
El único pensamiento que me regaló mi subconsciente fue preguntarme cómo esa persona y yo misma podíamos haber nacido en el mismo lugar. Desde luego eso sería lo único que tendríamos en común. Bueno, eso y quizá también que los dos hemos tenido madre.

─Adiós, señor director. Hasta mañana. 

Yo pronuncié estas palabras con un tono profesional y aséptico. De eso sí que me reconozco cierta culpa y voy a intentar explicarlo.

El significado que le damos a las palabras puede tener un origen muy caprichoso. No me cabe duda de que puede depender de muchos factores, algunos tan aleatorios como el estado de ánimo, la temperatura de la habitación o el nivel de ingresos de la cuenta corriente. 

Una misma palabra puede ser un arma de doble filo en función de qué imagen proyectamos en los que nos rodean. E incluso a veces una palabra puede llegar a ser un espejo que saca el mismo diablo para observarse a sí mismo. 

Se nos echó la noche encima y nos quedamos a cenar en un italiano. Después paseamos tranquilamente bajo la luna de vuelta a casa. Aquel día mi hijo durmió abrazado a un nuevo juguete. Era un superhéroe de esos que están ahora tan de moda. Tiene varias luces de colores y no para de decir que defenderá a los débiles cuando se le tira de una pequeña cuerda que tiene en la espalda.

Francisco Cruz Sedano
                                                  Participante en el I Taller Básico de Relato Corto de Alas de Papel

 

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