Premio Andalucía del VIII Certamen Literario María Carreira
Los estantes cuadriculados de la biblioteca parecían nichos. Los lomos inscritos de los libros asomaban como lápidas. Las páginas ganaban poco a poco el tono amarillento de los huesos desnudados por la carnívora muerte. Corría 2014 y el bibliotecario Julián se sentía como un potencial sepulturero. Vivía rodeado de joyas literarias que ya casi nadie leía. Cada vez menos lectores frecuentaban los pasillos, por lo que en su trabajo encontraba más intervalos libres para pensar. A veces recordaba el poemario que había publicado con veintitantos años, del que ahora renegaba; le calmaba, y a la vez le lastimaba, que nadie, absolutamente nadie, hubiera alquilado nunca aquel libro que con tanto cariño regaló a la biblioteca poco después de obtener allí su empleo.
Ahora, al borde de la cuarentena, Julián tenía la tendencia de dramatizar. Se veía enfermo de todo y de nada. Lejos quedaban los días optimistas en que fantaseaba con la belleza de las estanterías pobladas: libros de Deporte colocados como una barrera de escritores ante el lanzamiento de falta de la incultura, guiones de cine negro norteamericano agrupados como el skyline de Chicago, poemarios con esencia de pétalos de rosas y realidad de espinas, novelas caballerescas con las pastas como adargas, enciclopedias de Historia erguidas como altaneros pelotones de fusilamiento.
De la fantasía al cementerio. El pensamiento de Julián se había ido oscureciendo con los años. Sin embargo, desde hacía meses, una ráfaga de vida le invadía. Cualquier mujer con un libro bajo el brazo le parecía atractiva, pero lo que percibía en Martina en particular le sobrepasaba. El tedio existencial se disipaba los días aleatorios en que ella aparecía. Sus yemas femeninas acariciaban los libros sobre los anaqueles, hasta que se posaban certeros sobre su afortunada presa.
Aquella chica le recordaba a la protagonista del óleo sobre lienzo de Fragonard ‘Muchacha leyendo’, porque la primera vez que la vio también vestía de amarillo. Igual que Pigmalión soñó con que Galatea cobrara vida, a veces Julián fabulaba con que esa chica fuera la plasmación animada de la pintura. Había escrutado en el ordenador cada uno de los datos personales disponibles de Martina. Revisaba escrupulosamente cada libro que ella se llevaba –jamás leía en la biblioteca, siempre lo hacía en casa- e intentaba conocerla a través de sus gustos literarios.
Añoraba con fuerza el tiempo recién pasado en que el bibliotecario atendía detrás del mostrador las ilusiones de los lectores. Detestaba los automatismos de las máquinas con reconocimiento por láser, los cuales le privaban de encuentros cara a cara con Martina. Ahora su función rutinaria se limitaba a ayudar a los escasos usuarios con sus dudas, a diversas labores de gestión técnica y a conducir cada media hora un carrito cargado con los ejemplares devueltos. Cada apellido ilustre terminaba ubicado en el estante asignado a su primera letra. Aunque el protocolo del sepulturero rebotase constantemente en su cabeza, a veces también se sentía como un reponedor de supermercado que iba colocando los libros en sus sitios como si fueran cajas de cereales.
La biblioteca seguía siendo hermosa, lucía como una bombonera. Tenía unas pequeñas escaleras y unas barandillas doradas en sus pasillos; contaba con diferentes niveles de altura y con una especie de graderío repleto de ejemplares. Que el suelo fuera de parqué acababa por atribuirle al espacio el aspecto de una coqueta cancha de baloncesto. Se trataba, sin duda, de un lugar amplio. ¿Que el saber no ocupa lugar?, pues aquí ocupa un buen montón de metros cuadrados, solía decirle su compañera de trabajo, Marga, que a sus sesenta años temía por que sus rótulas fueran desgastándose en cada paso.
Las novedades que llegaban a los anaqueles eran en su mayoría libros de autoayuda; hubo una época en que Julián los devoraba, aunque con los años proponía con sorna a Marga que había que emprender una pequeña inquisición con todos los libros del género. Al menos, una hoguera de autoayuda les serviría para calentarse en aquel gélido invierno de 2015 que entonces arrancaba.
La tarde del lunes 12 de enero, Martina se presentó ante Julián con ‘Dog soldiers’, del estadounidense Robert Stone, en sus manos. Perdone, la máquina está averiada, dijo ella, lo que Julián interpretó como ¿no es verdad que soy la prueba definitiva de que el mundo tiene sentido, de que miles de guerras y millones de pobres en el planeta quedan compensados con la existencia de una mujer como yo? Mientras bendecía la vulnerabilidad de la tecnología, Julián aclaró: Tienes de plazo para leerlo hasta el día 26. Ambos se sonrieron con esa amabilidad que rompe la aspereza de la rutina. Observó cómo salía de la biblioteca con elegancia, arrastrando un largo abrigo negro, color que a partir de entonces iba a envolverla cada vez que se encontraran.
Inmediatamente navegó por la Red en busca de Robert Stone. Finalista del premio Pulitzer. Dos veces. Ganó el National Book Award con la novela ‘Dog Soldiers’. Murió hace dos días. Vaya, pobre hombre. A Martina le interesan la Guerra de Vietnam y las peripecias de un periodista yanqui que trafica con heroína desde allí… Son más de cuatrocientas páginas, tardará otras dos semanas en volver por aquí, examinaba en silencio para sí. Deseaba que se retrasase en la entrega, porque así tendría una excusa para enviarle un correo recordatorio donde, por qué no, añadiría un párrafo de su cosecha. Debía escribirlo de tal manera que la obligara a responder, lo que iniciaría un intercambio de mensajes que, a su vez, conformaría un clima común de confianza. La espiral de ilusión llevó a Julián a beberse en apenas unos días el otro ejemplar de ‘Dog soldiers’ que tenía la biblioteca.
Martina regresó justo una semana después, sin necesidad de apurar los siete días restantes. Cuando se acercaba hasta el puesto de Marga para devolver el libro, Julián invadió el espacio de su compañera y empezó a conversar con la chica del abrigo negro acerca de la novela. Aunque Martina apenas aclaró que le había gustado, que la prosa era muy buena y alguna valoración más acerca de los personajes, a Julián le pareció la persona más lúcida que había conocido nunca. A partir de ese momento compartido debía arrancar una historia de complicidades. Pero aquel lunes la chica no alquiló ninguna obra y Julián padeció el vértigo de no volver a verla.
Regresó por marzo. Martina trajo la primavera. Cuando Marga la vio entrar y acercarse al mostrador, dio un codazo a su compañero, al que notaba decaído desde hacía semanas. Toda tuya, dijo la bibliotecaria, a quien a esas alturas ya no se le escapaba nada. La chica preguntó por ‘Gatomaquias’, de Moncho Alpuente. Julián ignoraba que ese tipo tan entrañable que a veces aparecía en televisión fuera escritor. Buscó en el ordenador la obra. No había rastro de Alpuente en la biblioteca. Entonces Martina rectificó en sus preferencias y se marchó cargada con novelas de Terry Pratchett, el autor de Mundodisco, quien escribía sus obras casi a la misma velocidad con que Martina las devoraría.
No tardó en volver en busca de ‘Lo cursi y el poder de la moda’, de Margarita Rivière, una escritora barcelonesa. Martina tenía un cierto acento catalán al hablar, como la autora que elegía, y gozaba de un gusto indudable por la moda, como probaba el vestido negro impresionante que lucía. Todo en orden. A Julián le disgustó comprobar que Rivière había muerto hacía muy poco. Ahora sabía que también Moncho Alpuente había fallecido en aquellas fechas. Tecleó en el ordenador para informarse sobre Terry Pratchett; el fatal destino reciente de Robert Stone ya lo conocía. Entonces comparó las fechas de defunción de los escritores con las fechas en que Martina alquilaba los libros. La mente se le encendió igual que una tragaperras que exhibe la combinación alineada de diamantes. Creía haber descubierto un luctuoso patrón en las peripecias lectoras de aquella enigmática muchacha.
Martina solo leía a los escritores que morían, como si el deceso fuera la campaña promocional definitiva, como si la parca pusiera para ella de moda tantos libros huérfanos. La de sicarios que iban a trabajar para editoriales si la tendencia consumidora de Martina fuera mayoritaria, reflexionaba con sarcasmo Julián. Aunque en un principio le pareció un comportamiento un tanto pueril eso de andar descubriendo a escritores muertos, aquel hallazgo engrandeció los misterios que encerraba Martina, lo que avivó el deseo.
El lunes 13 de abril del 2015, como cada día, Julián tenía encendido el televisor de casa al mediodía para recibir algo de compaña. Mientras cogía un yogur caducado de su desértica nevera, una cola del telediario anunciaba la muerte de Günter Grass. Günter Grass. Muerto. Vio clara la estrategia. Era el instante de trazar un plan infalible para los días siguientes.
Martina irrumpió en la biblioteca el jueves 16. Nada más verla, Julián la siguió. Él sabía que la chica iría, casi seguro, a la caza de la trilogía de Danzig –‘El tambor de hojalata’, ‘El gato y el ratón’, ‘Años de perro’-. Retiró esos libros de los estantes, además de las otras obras del autor situadas en las zonas de Narrativa, Ensayo, Poesía y Teatro. Así Martina, al no encontrar lo que perseguía, tendría que recurrir a él, y ese sería el escenario propicio para invitarla a tomar algo mientras charlaban de libros.
Ambos deambulaban por pasillos colindantes de la biblioteca, como almas paralelas. Martina, en efecto, merodeaba los estantes de la letra G de Narrativa. Julián, que miraba por los huecos entre los libros con disimulo para apreciar la belleza de Martina, decidió que debía acercarse a ella para salvarla de las dudas, para sacar de la nada las obras de Günter Grass como en un truco de magia. Y allí estaba ella, tan cerca, acariciando los títulos que empezaban por la G. Pero cuando Julián se disponía a llamar la atención de su amada, algo se torció. De repente Martina marchaba hacia la máquina para alquilar los libros, que, para desgracia de Julián, funcionaba a la perfección.
¿Qué habrá podido fallar? ¿Ya no le gustan los escritores que mueren?, se preguntaba Julián, quien vio esfumarse a Martina sin tiempo siquiera para saludarla. Fue frustrado hasta su ordenador y se percató de su gran error: Galeano. Eduardo Galeano. Había muerto el mismo día que Grass. También con un apellido en la G. ‘Las venas abiertas de América Latina’, ‘Días y noches de amor y guerra’, ‘Memoria del fuego’, ‘El libro de los abrazos’…
A la desesperada, Julián leyó las obras de Galeano para aferrarse a una conversación que lo cambiase todo. Y al fin, a propósito de la devolución de los libros de Galeano, se armó de valentía e invitó a Martina a tomar café una tarde. Julián le recomendó algunos libros de escritores nonagenarios que debería leer en los próximos meses (así irás por delante de la actualidad, pensaba para sí mismo). Después de ese día se vieron más veces. Juntos lamentaron la muerte de Ruth Rendell. Lo pasaban genial. Ella no era únicamente hermosa, inteligente e ingeniosa, sino que, como Julián, amaba el cine de Fellini y la música blues. Ya se la imaginaba comprando discos de B.B. King a mansalva. ¿Habría descubierto a Fellini a raíz de la muerte de Anita Ekberg?
Jamás hablaron de forma manifiesta de tan extraña manía literaria de la chica, un tema que a veces sí subyacía en sus charlas. A julio llegaron como buenos amigos, pero el mes siguiente perdieron el contacto. Para Julián, agosto ya no eran treinta y una jornadas azules de verano, sino la primera persona del presente de indicativo del verbo agostar. Ya se imaginaba a Martina buscando con inquietud poemarios de Carlos Sahagún por cualquier isla del Caribe.
Se reencontraron en la biblioteca unos días después de morir Jackie Collins. Volvía el otoño. Aquella vez Martina apareció acompañada por un joven alto y enjuto que resultaba ser su pareja. Cuando la chica regresó en octubre para llevarse el guion de ‘Anillos de oro’, de Ana Diosdado, Julián ya no estaba. Ni rastro. Aquel hombre andaba de baja, recluido, enfermo otra vez de todo y de nada. Se pasaba jornadas enteras leyendo con desesperanza obras de Henning Mankell, Carlos Bousoño o André Glucksmann. Lo que más le gustaba por aquel entonces era la Filosofía. Martina preguntó con discreción varias veces a Marga por su compañero, quien ya no respondía los mensajes ni las llamadas. Solo te puedo decir que no anda bien, era lo poco que aquella mujer acertaba a explicar.
Fue en el ocaso de 2015, al acercarse a la biblioteca para devolver ‘Moriré en Nueva York’, de Jaime Camino, cuando Marga informó a Martina con una noticia sobre Julián. Aquel día, Martina se dirigió a la zona de Poesía y extrajo el poemario de Julián Ballesteros, ese que a nadie hasta el momento le había dado por leer. En esa ocasión no se llevó el libro a casa, sino que se sentó con él al fondo de la biblioteca para sentirse protagonista de cada verso veinteañero de desamor. Anotaba datos, apuntaba versos y escribía los títulos de algunos poemas. Aquel jueves 31 de diciembre, entre lágrimas, Martina hacía un día más su trabajo: redactar al detalle el extenso obituario de escritores del año 2015.
Juan Antonio Arias
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