Relato ganador del Premio Antequera - VIII Certamen Literario María Carreira. Autor: Javier Santos
Javier Santos |
La luz del crepúsculo entraba tenuemente por la pequeña abertura de la persiana de aquella ventana de una fría habitación de hospital. Todo estaba en orden. Un orden preconcebido para evitar que nada estorbara a los que a menudo entraban y salían para cuidar a un enfermo postrado y débil. El ambiente era triste y espeso; casi irrespirable. Pero allí se encontraba él; sentado junto a la cama recién cambiada para hacer la noche algo más llevadera a quien la ocupa. Se siento cansado. Le pesan los párpados y se resiste a ceder al sueño. Mira a su señor y no puede más que sentir tristeza al ver esos ojos hundidos y agotados. En ese instante, entra una enfermera del turno de noche. Se le adivina una expresión triste y cansada detrás de la mascarilla. Le pregunta si necesita algo. Lo hace con una voz dulce y pausada; mirando a sus ojos, le dice que todo está bien teniendo en cuenta las circunstancias. Ella se acerca a la cama de su señor y le acaricia la frente con ojos húmedos y tristes. Lo mira con ternura, dejando pasar el tiempo despacio, pero avanzando de forma inexorable, y en seguida los deja nuevamente solos. No puede dejar de seguir su marcha. Más que andar, da la impresión de deslizarse sutilmente llenando todo el espacio con su ternura y desapareciendo por la puerta sin mirar atrás. Como si no quisiera aceptar lo que ya todos veíamos inevitable.
- Sancho, amigo. La vida se me escapa poco a poco y no puedo más que agradecerte que seas tú quien está a mi lado en estos últimos momentos. Aunque, por otra parte, siempre lo has estado. Con esa paciencia infinita de la que te han dotado los hados y encantadores. Esos mismos que con tanta frecuencia me nublan a mí el entendimiento y la razón. Pronto dejaré este mundo que nos ha tocado vivir y me reuniré con todos los caballeros andantes que han transitado por todas las veredas de la tierra y seguro que discutiremos amigablemente quien de nosotros ha sido el mejor en este tan difícil oficio, pero no por eso menos prestigioso. Ya me veo discutiendo con Palmerín de Inglaterra, o con el bueno de Amadís de Gaula y su hermano Galaor y tantos otros grandes caballeros que seguro me esperan allá donde todos descansamos cuando dejamos este mundo.
- No diga eso, mi señor Don Quijote. Aún nos quedan muchas aventuras por correr. El mundo le necesita. El mundo necesita muchos Quijotes para no estar huérfano de grandes señores que aún con el entendimiento nublado, pongan a los villanos y malandrines en su sitio.
Mientras decía esto, tomaba sus huesudas y frías manos entre las mías. Acuérdese de lo que siempre me decía cuando las cosas no iban todo lo bien que deseábamos:
– Amigo Sancho, aunque no veas la luz, siempre mira hacia adelante. Antes o después la verás.
- La luz -respondió Don Quijote. La luz está cada vez más lejos y creo que ya nunca llegaré a verla.
Dicho esto, quedó dormido en un sueño ligero, pero tranquilo.
Sancho no podía apartar la mirada de su señor y notó la humedad de las lágrimas en su mejilla. Sólo se permitía llorar cuando no lo veía. Quería mantenerse entero mientras hablaba con él. Pasaron los minutos lentamente. Como si el tiempo no tuviera prisa en ver salir el sol. Don Quijote volvió a abrir los ojos con una mueca de dolor. Pero no un dolor físico, sino más bien ese dolor que se siente cuando no puedes terminar aquello que has empezado.
- Sancho amigo, ¿recuerdas las mil dichas y desdichas que hemos pasado juntos? Siempre creí que cada una de ellas era la última que íbamos a compartir. Has demostrado durante todo este tiempo que eres un escudero fiel.
-¿Cómo no ser fiel?- respondió Sancho. Durante todo este tiempo, he podido estar junto a la luz de la caballería andante que han podido ver los siglos pasados y venideros. Ni el sabio Frestón, ni la maga Urganda, ni siquiera el mago Merlín, ni ninguno de los otros muchos envidiosos y poco amigos del bien que se han cruzado en su camino, han sido capaces de truncar su idea de desfacer entuertos y favorecer a la gente humilde. Aún recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo esa simpar aventura que vivimos en el Mediterráneo, cuando aquellos botes llenos de inmigrantes llegaban a nuestras costas. Fue una lucha desigual entre vuesa merced y aquel mago…Intolerante, creo recordar que se llamaba. Agitaba las aguas procurando hundir las frágiles embarcaciones y enviaba rayos y truenos en forma de burocracia e insolidaridad. Si no fuera por vuestra aparición, aún seguirían vagando por los mares.
- Cierto es, querido Sancho -repuso don Quijote- Pudimos salvar a muchos de aquellos infelices, pero no olvidemos que otros muchos cayeron en tan desigual batalla. Y mira que invoqué al mago Transigente; pero seguro que andaba ocupado en otros menesteres y no nos pudo ayudar. Aun me veo esgrimiendo mi espada y malhiriendo a aquellas olas que no hacían más que arrojar seres humanos al agua. Y bien te digo Sancho, que si no fuera por aquel golpe de mar que me quitó el conocimiento, muchos más habrían salido ilesos, pero ahora ya no tengo la fuerza necesaria para emprender nuevas aventuras. Cada vez me siento más cerca de la muerte que de la vida.
- No diga eso mi señor. Que andamos necesitados de su valor y de su espíritu. Recuerdo otra vez que se vio envuelto en una aventura de unos desahuciados frente a sus acreedores. Don Quijote, al instante abrió los ojos y llevado de sus recuerdos se incorporó con mucho esfuerzo y mirando fijamente a los ojos de su escudero dijo alzando la voz – ah malandrines y devotos del dinero. Ojalá vuestras alcancías queden llenas de gusanos y vacías de monedas-. Esa fue sin lugar a dudas una de mis más duras batallas, ya que no hay nada más duro que enfrentarse a los que manejan los encantamientos que con dinero se consiguen.
- Aquí también logramos salvar a algunos -repuso don Quijote-, pero otros muchos se nos quedaron por el camino. Es largo y duro el camino de la vida. Pero quiero que sepas una cosa, amigo Sancho, todas mis venturas y desventuras las pongo a los pies de la más alta dama que los tiempos han visto y que si no se haya aquí con nosotros es por estar encerrada en algún castillo bajo el maleficio de algún encantador. Sin mi amada Dulcinea, nada de lo que hice habría podido hacer. Porque si hice lo que hice, fue por hacer lo que ella me decía que hiciera y mi corazón y mi alma hacían el resto de lo que había que hacer para poder hacer lo que hice.
Dicho esto, nuestro don Quijote quedó de nuevo dormido y quedó Sancho atónito ante las reflexiones de su señor.
- No cabe duda, pensaba Sancho, que para ser caballero andante hay que saber usar el lenguaje como nadie, ya que pienso yo que están al alcance de muy pocos los pensamientos de mi señor don Quijote. Nadie en el mundo es capaz de hablar de esa manera tan sutil y “clara”. Que, aunque yo no me he enterado de nada, debe ser por mi poca sabiduría y mi mucha torpeza. Pero esto es algo que mi señor nunca me tuvo en cuenta. Es más, muchas veces me decía que las mejores conversaciones se suelen tener con aquellos que han aprendido en la escuela de la vida y tienen el corazón limpio y grande. Las buenas personas para él son las que saben amar y compartir su amor con los demás y eso no tiene nada que ver con la sabiduría ni con las mentes preclaras de las que está el mundo lleno. Y si hay alguien bueno en la faz de la tierra es mi señor. Él supo entregarse a los demás sin mirar sexo, edad, ideología o religión. Siempre ponía sus ideales antes que su propia salud sin importarle lo maltrecho que podía salir de cualquier aventura.
Amanece nuevamente y los primeros claros del día vuelven a llenar la blanca habitación. Mira a la cama y sigue viendo un cuerpo maltrecho y agotado por todo lo vivido, pero con un semblante tranquilo y la mirada clavada en la ventana. De repente sus ojos se iluminaron e incorporándose en la cama me dijo:
- Mira Sancho, el cielo quiere darme la oportunidad de dejar esta vida participando en esta batalla sin igual. Dame mi armadura y mis armas que he de ir a derrotar esos gigantes que se ven junto a esa colina, que más que colina parece la atalaya donde cuenta la leyenda que un cristiano y una mora enamorados se precipitaron para no vivir separados.
- Mire mi señor, dijo Sancho, que deben ser cosas de las fiebres que padece, que donde vuesa merced ve atalaya, no hay más que una peña, que puede llamarse de los enamorados, pero peña al fin y no veo gigantes ni nada que se les parezca; que los únicos gigantes que hay aquí son pequeños humores que están acabando con su salud y la de mucha gente.
- No me discutas, Sancho -replicó furioso don Quijote, que sé muy bien lo que digo y tú estás cegado por la desazón. Hazme caso y trae lo que te pido.
Don Quijote salió hacia dicha peña con más fe que fuerzas en sus piernas y se dirigió a los que él llamaba gigantes, mientras Sancho iba tras él intentando convencerle para que dejase aquella empresa sin pies ni cabeza, pero ya sabía que todo era inútil.
Cuando llegaron a campo abierto, don Quijote se enfrentó a los gigantes con una entrega y una fiereza nunca vista en caballero andante alguno. Agitaba su espada a diestra y siniestra, mientras gritaba:
"¡Fuera de aquí malditos, sabed que estáis frente a don Quijote, el más valeroso caballero que los tiempos vieron y con la ayuda de mi espada y el amor que profeso a mi señora Dulcinea, juro ante Dios que seréis vencidos por mi firme brazo!"
El bueno de Sancho no daba crédito a lo que veían sus ojos. La batalla duró hasta bien entrada la tarde y el crepúsculo anunciaba algo más que el final del día. Don Quijote cayó exhausto y Sancho corrió hacia él sosteniéndolo en su regazo. Se miraron a los ojos y dijo don Quijote:
- Mi fiel escudero y hermano, ¿has visto como huyen esos cobardes? No hay duda que los he vencido en desigual batalla. Sancho, sin poder ocultar sus lágrimas le miraba a los ojos y le dijo:
-Sí, mi buen señor don Quijote; veo como huyen. Pero en su huida se llevan su vida.
- No llores, dijo don Quijote, que, si se llevan mi vida, valdrá la pena, puesto que yo les he robado el famoso bálsamo de Fierabrás.
Abrió su mano y en ella encontró Sancho una pequeña botella que contenía aquella milagrosa pócima de la que tanto había oído hablar. Don Quijote la puso en sus manos y le dijo:
- Anda, buen Sancho, lleva esto y repártelo entre aquellos que lo necesitan para curarse de estos humores que nos tienen la salud mermada y el dolor a flor de piel.
Diciendo esto, cerró los ojos como quien cierra la última página de su libro más querido y quedó inerte en los brazos de su fiel escudero, el cual rompió a llorar sintiéndose solo por primera vez en su vida. Una soledad que le dolía en el alma. Poco a poco sacó fuerzas de su interior y se dirigió de nuevo a la habitación con don Quijote sin vida en sus brazos. Lo depositó en la cama como quien deposita su tesoro más frágil y más querido; y se sentó a su lado para despedirse de él. Al cabo de un rato o un segundo o una eternidad, entró en la habitación una mujer vestida de blanco, llena de medidas de seguridad para no respirar ese humor que estaba matando a tanta gente y abrazando cariñosamente a Sancho, le dijo que era hora de marcharse, que ella se encargaría de dar digna sepultura a su amigo. Sancho se levantó y antes de salir de la habitación se acordó de aquel bálsamo que le dio don Quijote antes de morir y le dijo que su señor en cruenta batalla se lo arrebató a unos gigantes para que sanara todo aquel que estuviera enfermo. La mujer sonrió y lo tomó con cuidado asegurándole que así lo haría para honrar la memoria de don Quijote. Antes de retirase, Sancho se volvió hacia esa mujer y la miró a los ojos. Era la más bella dama que jamás había visto; y le preguntó:
- Perdone hermosa dama. ¿Podría decirme cuál es su nombre? Ella con una leve sonrisa le dijo mirándole con los ojos llenos de lágrimas: me llamo Dulcinea.
Cuentan los trovadores de aquellas tierras que a los pocos días y tras repartir el bálsamo de Fierabrás entre los enfermos, éstos empezaron a sanar de una forma casi milagrosa.
Sancho intentó buscar a Dulcinea, pero parecía como si se la hubiera tragado la tierra o quizá la encerró algún perverso mago en un castillo. Y sin nada más que hacer en aquellas tierras emprendió viaje con la tristeza a sus espaldas, pero sabiendo que su señor don Quijote había vencido por fin a los gigantes.
El Pícaro
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