Lucía salió a la terraza dejando un rastro de hojas secas a su paso. Sorteando tiestos desportillados se aproximó al balcón; una hilera de macetas ensartadas en aros de hierro mostraba a los transeúntes restos de plantas agonizantes en un entramado parduzco de tallos sin hojas ni flores, que se sostenían enredados entre los barrotes de la barandilla. Apartó con el pie un tetrabrik vacío de leche y zumo de uva que rodó hasta una esquina en la que el viento había acumulado un batiburrillo de tierra, envoltorios de chicles y colillas. Indiferente al polvo que lo cubría todo apoyó los codos en el antepechillo, comprobó la hora en su reloj de pulsera y ajustando algunos mechones de pelo con horquillas, descuidadamente, se asomó a la calle.
Desde el otro lado de la calzada —justo enfrente—, tras los cristales impolutos del 3ºB Cristina la miraba desolada. Ya no hacía gestos para llamar su atención, ni se ocultaba entre las cortinas adamascadas del salón. Tras muchos intentos fallidos de acercase a Lucia había aceptado que no podía hacer nada por ayudarla y se conformaba con asegurarse de que aún continuaba allí; cada día, a la misma hora, acudía a esa particular cita con la que fue durante años su compañera y queridísima amiga: una persona ejemplar donde las haya, detallista y exigente, permanentemente atenta a los requerimientos de su esposo, hombre serio, muy estricto y cabal, junto al que compartió años de plena felicidad; un marido ideal que, súbitamente, la abandonó para emprender junto a otra persona una vida nueva.
Cristina miró el reloj, suspiró y decidida a no afligirse más viendo como su amiga se torturaba inútilmente, arrebatada por la pena, dejó caer la persiana bruscamente, descomponiéndola entera con la sacudida. Más tarde, el pensamiento de que Fermín, irritante y peripuesto, nunca fue santo de su devoción la hizo sonreír melancólicamente mientras permanecía atenta al silbido de la olla exprés en la cocina.
Lucía estiró el torso sobre la barandilla hasta ver aparecer el Seat Ronda de Fermín en lo alto de la cuesta. Un día más observó el recorrido intencionadamente lento del automóvil por debajo de su terraza. Absorta lo siguió con la mirada y desprevenida no pudo retener una oleada de pesares contenidos que escaparon y se alejaron con el viento como globos de colores.
Un golpe de sol iluminó la azotea transformando en partículas brillantes el polvo acumulado entre la buganvilla seca. Desde su tiesto resquebrajado, una obstinada planta de geranio empeñada en vivir apuntaba brotes verdes en los agónicos tallos. Lucía parpadeó deslumbrada. Con un par de palmetazos desprendió los residuos de tierra y de hojas, que se le habían quedado prendidos en la ropa y resuelta hizo algo impensable meses atrás, entrar en su casa y dejar marcadas las huellas de pisadas en el suelo.
Carmen María Herrera
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