Pensé que nadie se había dado cuenta de mi falsa sonrisa cuando abrí el dichoso papelito. Lo siento, no me gustan estas tonterías aunque esté rodeado en el trabajo de verdaderos adeptos a estas pamplinas. La Navidad en la oficina debería limitarse a una simple colecta para comprar una caja de polvorones, adornos cutres de renos y seis décimos de lotería. No, qué va, hay que jugar al puñetero amigo invisible. Pero no a la versión abreviada de un regalito final, no, hay que estar tres semanas con chorraditas y notitas hasta el día de la comida de empresa que se entrega el regalo estrella. Llevo años esperando que alguien me explique la gracia que tiene esto.
Que quede bien claro que aprecio a mis compañeros, a algunos hasta los quiero, y es por eso que termino siempre accediendo a todo; desde ponerme unas antenitas de calabaza en noviembre, hasta llevar un jersey de corazones en febrero. Aunque lo que más me cuesta, con diferencia, es esta gilipollez en la que uno tiene que esmerarse fuera de las horas de trabajo.
Hasta el sorteo mantuve la esperanza de que me tocara Pablo, lleva dos años para comprarse un coche y rara es la semana que no aparece con un catálogo nuevo bajo el brazo. Lo que me hubiera reído poniéndole cochecitos de plástico en la mesa. Tampoco me hubiera importado que el azar me agraciara con la buenorra de Paola, y digo buenorra no solo porque esté de buen ver, sino porque es tan bonita por dentro como por fuera. ¡Ay! Paola lo tiene todo, incluido un novio nórdico de metro noventa que habla cuatro idiomas y al que le sienta todo de maravilla, hasta las antenitas de calabaza.
Bueno, resumiendo, ¿que no te gusta jugar al amigo invisible? Pues va y te toca la jefa, ahí lo llevas. Veinticinco papelitos, un cuatro por ciento de posibilidades de que me tocara.... y me tocó. Y no es que yo tenga nada en contra de la pobre mujer, es agradable, educada, te lleva el trabajo a la mesa con una sonrisa y sus palabras son siempre positivas hasta cuando metemos la pata y nos regaña. Pero es que estoy en una fase crítica con ella, me repatean las sonrisas cada vez que me entierra la mesa en expedientes y cuando sale del despacho y grita “¡la hora del cafelito!” se me agria la leche solo de pensar que me toca desayunar con Hello Kitty. Últimamente no soy más feliz que cuando tiene reuniones fuera y Pablo se queda encargado de todo, él no da un ruido y nos deja trabajar mientras estudia el último modelo de Renault.
Resignado a pasar el mal trago, sin amargarme demasiado, me di una ducha de vaselina para suavizar mis púas y compré varias cositas para salir del paso. La sorpresa surgió el primer día que empezamos a jugar.
Yo andaba concentrado en terminar las estadísticas del mes anterior cuando escuché cómo se abría bruscamente el despacho de la jefa y aparecía gritando “¡Me encanta, me encanta! ¡Gracias, amigo invisible!”, mientras agitaba una bolsita de esmaltes de uñas y lanzaba besos a lo Miss Mundo. Yo ni siquiera había reparado en que se las pintaba. Me quedé congelado unos segundos convencido que algo había fallado en el sorteo y decidí hablarlo en el desayuno, pero no hizo falta, un rato más tarde apareció sobre mi mesa una carta que decía:
Tu regalo de hoy es un kit de esmaltes de purpurina que han llegado en el momento exacto al lugar adecuado...me debes una. Tu amigo invisible.
Miré a mi alrededor buscando algún indicio de quién podía ser mi retorcido amigo, pero todos andaban atareados en sus mesas mientras yo me debatía entre alegrarme por la ayuda recibida o entrar en pánico por haber sido descubierto sin saber cómo. Abrí mi cajón y saqué los donuts gourmet que le había comprado a la jefa y me deshice de ellos en la mesa de Pablo, que sé que le gustan los que llevan fideos de colores.
En los días siguientes sucedió lo mismo; alguien ponía primero un detalle de lo más acertado en mi nombre y luego una notita recordándome que siguiera dejándome llevar. No me fiaba demasiado de las intenciones de mi amigo, así que cada día guardaba en mi mochila alguna cosita por si fallaba. Cuando veía salir del despacho a mi jefa, dando las gracias efusivamente, yo aprovechaba su escandalera para dejar lo mío a Paola o a Pablo, que para eso los tengo más cerca. A ella le dejé un boli de plumitas, un llavero con linterna, una taza rosa y un sacapuntas de Hello Kitty que compré con toda la doble intención, y a Pablo unos bombones, unos clips que siempre pierde y una bolsita de coches a la que no me pude resistir y con la que nos reímos todos un buen rato.
El día antes de la comida yo ya estaba totalmente entregado al mangoneo de mi amigo, me parecía de lo más ingenioso y elaborado, aunque estaba inquieto por ver el desenlace de todo esto. La última carta que recibí me daba instrucciones exactas: No comprar el regalo final, no desvelar en ningún momento esta trama y no leer en voz alta la nota que yo recibiría como fin del juego. Y así lo hice.
La mañana de la comida aparecí temprano y maqueado al trabajo, ya tenía bajo mi mesa una pequeña y elegante bolsa de una conocida perfumería. No podía estar más intrigado. En contra de lo esperado tenía que reconocer que me estaba divirtiendo.
Durante el almuerzo los regalos estaban colocados sobre una mesa cercana a nosotros, allí había un sobre con mi nombre que miré más de una vez de reojo. Por sí ocurría un desastre había dejado en el coche una pashmina de lana en tonos morados que realmente compré pensando en Paola.
Ya en la sobremesa, entre cafés y copas, empezamos el juego. Cuando le tocó a mi jefa en mi estómago se montó una juerga con las croquetas y los calamares zapateando. Se acercó lentamente y buscó su regalo. Cuando lo abrió dejó ver su entusiasmo y agradecimiento como siempre, desde luego mi amigo invisible sabía cómo acertar con ella. Entonces todos esperaron a ver quién se levantaba y yo, al ver que nadie lo hacía, me incorporé desatando los aplausos y la cara de sorpresa de mi jefa. Cuando nos abrazamos me dijo al oído: “Sé que esto no es lo tuyo y te agradezco el esfuerzo y el interés. Gracias de todo corazón”. Me lo dijo sin exageración, sin dobleces y en la intimidad que la cercanía nos permitió. Entendí que tengo mucha suerte de trabajar con ella y que soy injusto cuando no la acepto como es, ni su manera de liderar al equipo. Ahora estoy convencido que es mucho mejor trabajar a las órdenes de Hello Kitty que de La bruja mala del oeste.
Una vez zanjado el asunto con mi jefa me tocó buscar mi regalo. Hice un poco el payaso trasteando en la mesa, me había venido arriba con el alivio de quien rectifica un error y me sentía a gusto. Cuando abrí el sobre leí:
Aquí tienes tu regalo, tres entradas para el estreno de Matrix. Una para ti, una para mí y otra para Paola, que no ha podido ser mejor cómplice en todo esto. ¡Lo que nos hemos reído con tus caras! Tu amigo invisible 2021.
Levanté en el aire las entradas mientras Pablo se acercaba a mí y me daba un abrazo mientras me decía “Las entradas me las pagas tú, cabronazo, que el perfume me ha costado un dinero”. Yo le solté un “Te quiero, amigo” tan bajito como sincero.
Naturalmente ya hemos quedado para ir al cine. Paola me ha prometido estrenar la pashmina esa noche y Pablo se ha ofrecido a llevarnos en su nuevo coche. Lo que no saben es que luego voy a invitarles a cenar. Este año he recibido, sin duda alguna, el mejor regalo de amigo invisible que recibiré jamás.
Marisa López
Me ha gustado mucho,bravo!!
ResponderEliminarQue bonito! me siento indentificado con Pablo, ya tengo coche!!!!
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