Un relato de Rafael Ruiz
Fotograma de la película "La soledad del corredor de fondo" |
Era mi primer día de trabajo y no debía llegar tarde. El despertador no sonó y mamá no estaba allí para avisarme. Miré el reloj y comprobé que aún tenía tiempo de coger el autobús que me llevaría al centro. Desde allí, la penúltima parada me dejaría tan solo a dos manzanas del taller de mi tío, el hermano pequeño de mamá. Él iba a ser mi jefe. Había hablado muy seriamente conmigo, nadie debía saber que yo era su sobrino.
Lo primero, por tanto, nada de familiaridades, me dirigiría a él como señor Rodríguez, como así me indicó que lo hacían el resto de sus empleados. A continuación, y no por ello menos importante, insistió en que no debía llegar tarde ningún día... y aquí estoy yo a punto de incumplir el segundo de sus preceptos el primer día, solo me falta llegar tarde y disculparme de una forma inadecuada:
-Lo siento tío Antonio, no volverá a pasar.
Mejor me daba algo más de prisa y tal vez lograra evitar empezar con mal pie. Prescindí del desayuno habitual: unas tostadas con aceite y un cola-cao. En su lugar me limité a darle un mordisco al bizcocho que Ana y yo le habíamos preparado a mamá por su cumpleaños el día anterior, aún quedaba más de la mitad. Bajé los escalones de tres en tres y casi ruedo por las escaleras antes de llegar a la planta baja.
Desde el umbral de la puerta comprobé, lleno de frustración, cómo el autobús que pretendía coger arrancaba. No podía tener más mala suerte. Comencé a correr dando voces inútilmente, la distancia que me separaba del vehículo cada vez se hacía mayor.
Rafael Ruiz
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