martes, 15 de marzo de 2016

Las flores de Berlín

Imagen de la película La calle de las Rosas

Carola deja caer al suelo la bolsa con las dos patatas y las cinco zanahorias que ha conseguido en el mercado. Es extraño que Samuel no esté en casa a estas horas, con el toque de queda tan próximo. Alarmada, se asoma a la ventana esperando verlo llegar. Una hora, tres horas, seis horas. Tiene que salir a buscarlo. 

En la calle, el frío de febrero le golpea el rostro. La guerra ha sumido a los berlineses en la oscuridad, el miedo y la incertidumbre. Los alemanes han dejado de obtener victorias y en algunas partes ya se atreven a quejarse. Carola ha oído como criticaban a Goebbels en la calle.

¡Goebbels! Piensa lo peor mientras camina por la acera nevada. Al principio no sabe a dónde ir, sólo va mirando a un lado y a otro porque espera –quiere, necesita– ver aparecer a Samuel. Le regañará por salir. Le pondrá mala cara. Dejará de hablarle durante semanas. Dios mío, que no sea cierto.

Cuando llega a la calle Rosenstrasse ya hay varios cientos de mujeres a la puerta del centro de la comunidad judía. Todas quieren saber dónde están sus maridos. Carola se une al coro de protestas que soldados de las SS se apresuran a callar. Un disparo, cinco disparos, trece disparos. Ninguna mujer resulta herida pero todas lloran mientras se refugian en una calle cercana. 

-¡Devolvedme a mi marido!

El grito histérico de varias de ellas termina por convertirse en uno solo mientras vuelven a la calle Rosenstrasse. Las SS las están esperando y vuelven a disparar al aire, pero ahora las mujeres no se mueven. Ninguna va a irse. Setecientas mujeres, mil mujeres, seis mil mujeres. Esposas pero también cuñadas, sobrinas, hijas, vecinas. El clamor explota en el aire, traspasa los muros de los edificios y corre por toda la ciudad. La calle Rosenstrasse se hace pequeña y parece que vaya a romperse.


Carola siente la turbación de los soldados y se hace más fuerte. Sigue allí, bajo la nieve, la gelidez violando sus huesos. Un día, cuatro días, siete días. Las voces no cesan ni un instante. Una calle, ellas y esos uniformes que ya no disparan, que se limitan a esperar con ojos cansados.

Un judío, mil judíos, mil ochocientos judíos. La puerta permanece abierta mientras los esposos salen al encuentro de las heroínas, que cesan sus exclamaciones y sustituyen las protestas por abrazos. Samuel y Carola se marchan a casa sin mirar atrás. Con un poco de suerte, las dos patatas y las cinco zanahorias podrán servir todavía para hacer un guiso. La calle Rosenstrasse se queda silenciosa y triunfante.

Nota de la autora: En febrero de 1943, después de la derrota alemana en Stalingrado, una parte de la población comenzó a cuestionar la política de los nacionalsocialistas. El cansancio de la guerra, la escasez de alimentos y la muerte de familiares y conocidos, hicieron que muchos recelaran de un Hitler a quien Goebbels, el ministro de Propaganda nazi, trataba por todos los medios de seguir glorificando. Como regalo y medida de distracción, prometió que Berlín se vería totalmente libre de judíos para el cumpleaños del Führer en abril. Hasta ese momento, unos mil ochocientos judíos habían vivido exentos de deportación al estar casados con alemanas no judías. Aunque se animaba a estas mujeres a que se divorciaran, no era obligatorio, y muchas de ellas no quisieron hacerlo. Ante la decisión de Goebbels, los hombres fueron llevados a un centro de control judío en la calle Rosenstrasse –la calle de las Rosas- en espera de ser confinados en diferentes campos de concentración. Sus esposas se acercaron a pedir explicaciones y, aunque en un principio fueron recibidas por descargas de una patrulla de la SS que custodiaba el lugar, terminaron manifestando su desacuerdo plantándoles cara y exigiendo que les devolvieran a sus maridos. Un total de seis mil mujeres llegaron a concentrarse frente al edificio. Goebbels, consciente del descontento de ciertos sectores de la población, no se arriesgó a que las tirotearan. Una semana después, los judíos fueron liberados y por fin pudieron regresar a sus casas. Continuaron viviendo sin cartillas de racionamiento ni derecho a refugio durante los bombardeos pero casi todos sobrevivieron a la barbarie del holocausto. El edificio judío fue destruido por aviones aliados al final de la guerra y la calle Rosenstrasse pasó a formar parte de la Alemania del Este, convirtiéndose poco a poco en otra calle cualquiera. Sin embargo, el triunfo de las mujeres constituyó una odisea que Berlín no olvidó. En 1995 se les rindió homenaje con un bloque de esculturas que las representan, en el mismo lugar donde desafiaron al Tercer Reich,  protestando y recibiendo a sus maridos. La inscripción dice: La fuerza de la desobediencia civil y el vigor del amor pasaron por encima de la violencia de la dictadura.

Mercedes Suárez 
 





6 comentarios:

  1. Una historia muy humana contada con una gran sensibilidad. Muy emocionante y curiosa. Enhorabuena.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, Isabel. Qué bueno que te guste.

    ResponderEliminar
  3. Tu sensibilidad es especial en muchas historias, pero en este caso es especial, el haberte impregnado de aquella resistencia años después en tu visita a Berlín, convierten a Carola y Samuel en reales. Como siempre, tus relatos son de sobresaliente, enhorabuena

    ResponderEliminar
  4. No sabía nada de esta historia y me ha resultado conmovedora. ¡Qué valientes esas mujeres! Está muy bien escrito, !enhorabuena!

    ResponderEliminar