lunes, 12 de junio de 2017

El legado

Relato finalista del XXVIII Premio de Narrativa Breve de la UNED 

 




El cartapacio asomó cuando ya casi toda la pared se había convertido en escombros. El tabique separaba el salón de la cocina. La carpeta estaba allí, sujeta entre la oculta estructura de madera de la vieja despensa, rebozada en restos de argamasa, piedra y ladrillos. Era una carpeta que en el momento de ser emparedada tenía un color azul apagado y que estaba cruzada por aquellas gomillas de fibras entrelazadas, negras y grises, que ahora se veían rotas, deshilachadas, blanquecinas. 

En los días posteriores pensé que era una suerte que aquel golpe de piqueta hubiera coincidido con mi presencia en la obra. Estaba reformando una casa tradicional manchega, de la que me había enamorado por su aspecto desvencijado y su aparente aislamiento. Y por su precio de venta, que como todo en el país se había ido a pique con la crisis. Yo guardaba todavía algún dinero de aquel pretencioso premio literario, con el que se pretendía lanzar al mercado a jóvenes autores. De eso hacía cinco años. La editorial quebró al poco tiempo, pero sobrevivió lo suficiente para que las ventas de mi premiado libro de relatos me otorgaran también un cierto período de tranquilidad económica.

Invertí en aquella casa todo lo que me quedaba. Estaba situada sobre una suave colina que dominaba una carretera secundaria de poco tráfico. Al pueblo, cuyo nombre olvidaré mencionar por la seguridad de los depositarios de esta historia, había poco más de diez kilómetros. Era la típica casa solariega, con su corral y su patio, su galería de madera sujeta por columnas y, en el interior, una cocina enorme con una chimenea de campana. Una decena de álamos daban sombra y, tras ellos, se ocultaban las trazas de un molino, derruido hasta casi sus cimientos. Estaba dispuesto a impulsar mi carrera literaria, sumida desde aquel premio en un interminable punto muerto. Era mi apuesta final: huir de Madrid, aislarme el tiempo que hiciera falta, olvidar un lustro de insustanciales colaboraciones en prensa y embarcarme en una novela. La novela definitiva. La Gran Novela Española.

La carpeta apareció en mis manos como por ensalmo. El albañil murmuró “esto son papeles” y sin más trámite me la entregó. Yo estaba hipnotizado por aquel hallazgo. Podría haber sido pura basura: recortes de crónicas deportivas que se remontaran a Di Stéfano, una colección de necrológicas o una escritura de propiedad centenaria sin mayor utilidad. No iba a tener la fortuna de encontrar una crónica familiar que pusiera mi inspiración al nivel de García Márquez.

Me alojaba en el único hotel del pueblo mientras acababan las obras. Esa misma noche, sentado sobre la cama de mi habitación, limpié como pude el polvo de la carpeta, la abrí y sacudí, una a una, las cinco páginas que componían un manuscrito fechado el 12 de abril de 1957. La firma, sobre la fecha, era perfectamente legible, pero no mencionaré este nombre para no poner en peligro a quienes custodian mis palabras. Bajo estas páginas había un paquete bastante más voluminoso, con envoltura en papel de estraza que parecía a punto de desintegrarse. Lo aparté con cuidado y en aquel instante de mi vida tuve ante mí un legajo antiquísimo, aparentemente de pergamino, sobre el que alguien derramó una letra enrevesada. Difícilmente distinguía algunas palabras sueltas. De algo sí estaba seguro: era castellano antiguo e ignoraba exactamente de qué época. Cubrí de nuevo el grueso legajo, temeroso de dañarlo.

En la localidad de …, el abajo firmante declara, para conocimiento de la autoridad competente, lo siguiente:

-          Que el 27 de febrero de este año falleció mi padre, Don …, y a solas en su lecho de muerte me encomendó custodiar una reliquia familiar que, según me aseguró, durante siglos habían protegido los primogénitos de nuestro linaje. Yo era responsable desde ese momento de su conservación. Debía buscar una baldosa suelta en un rincón de su habitación, bajo la que se había excavado un hueco. Allí encontraría el legado.

-          Que tras el funeral, apenado por las circunstancias, olvidé durante varios días este encargo, que más parecía el delirio de un moribundo que la decorosa herencia de un padre. Sin embargo, el 12 de marzo de este año, mientras ordenaba sus papeles, reparé en las últimas palabras que pronunció en vida, y más por curiosidad que por convencimiento, localicé la baldosa y saqué de su escondrijo aquel pretendido tesoro familiar.

-          Que a mi entender poco valor debían tener aquellas diecinueve hojas gruesas y amarillentas, escritas a mano por ambas caras con una endemoniada caligrafía, y de las que no entendía absolutamente nada.

-          Que el 14 de marzo de este año acudí a la capital de la provincia para proponer la venta de estos papeles a un librero de viejo, pues me pareció demasiado doloroso mantener la fantasía postrera de mi padre. El librero, que regenta el establecimiento de la calle …, empleó un buen rato en descifrar aquellos garabatos, tras lo que intentó convencerme de que le dejara en depósito lo que él llamó pergaminos. No valían gran cosa, me dijo, pero intentaría buscarme un comprador.

-          Que no me pareció que hubiera un buen motivo para dejárselos. Así que le puse como excusa que un vecino de mi pueblo me había hecho una oferta modesta, pero suficiente, y que sólo quería confirmar el precio.

-          Que dos días después ví venir por el camino uno de esos coches franceses a los que llaman Tiburón, de color negro, que fue a parar en mi misma puerta. Del asiento del conductor se bajó un hombre alto y fuerte, malencarado, que con gestos torpes abrió la portezuela trasera. Del interior brotó un hombrecillo menudo, muy joven, vestido con traje oscuro y tocado con un sombrero de los que salen en las películas antiguas de Hollywood. Sus ojos parecían muy chicos tras unas gafas de cristales muy gruesos, redondos y sin montura. Se reía sin motivo. El chófer me lo presentó como Don Paco, aunque se dirigía a él como “señor Rico”.

-          Que los hice entrar y les puse por delante un vaso de vino y queso de cabra del que se sirve a las visitas. El tal Don Paco me refirió que el librero de viejo le había contado lo de mis pergaminos, y que aun conociendo su escaso valor estaba dispuesto a comprarlos, porque se dedicaba a reunir en un archivo todas las letras antiguas que localizaba en los pueblos de España. Lo que me escamó fue que me ofreció un buen dinero y que se anduvo un buen rato por las ramas. Yo no dije ni que sí ni que no, prometí que me lo pensaría y que como mucho en una semana le telefonearía al número que me escribió en un papel.

-          Que empecé a pensar que mi padre no estaba delirando cuando me encomendó la custodia de aquellos papeles y que, tal vez, debería atender su voluntad. O al menos asegurarme de cuál era su verdadero valor antes de malvenderlos al primero que apareciera por mi casa. En todo caso, ponerlos a buen recaudo mientras tomaba la decisión adecuada.

-          Que en ésas pasaron un par de semanas, hasta que en la noche del 4 de abril, de vuelta del Círculo de Labradores, donde había tomado un par de aguardientes, encontré la puerta de mi casa colgando de un gozne, las habitaciones revueltas y la mayor parte del mobiliario destrozado. Se habían llevado algunas alhajas que fueron de mi abuela, a las que tenía cierto aprecio pero que no valían gran cosa. Dinero no pudieron encontrar porque yo el dinero o lo llevo encima o lo llevo a guardar en el banco, como algunas otras cosas. Eso sí, la despensa la habían dejado vacía.


Terminé de leer aquel documento, que parecía una denuncia o más bien un simple borrador de la misma, porque en él no aparecía el sello de organismo oficial alguno, de la Guardia Civil o de un Juzgado. El contenido no me pareció apasionante, pero tenía posibilidades literarias si le daba un par de vueltas a la idea. Si aquella historia era verdadera, o al menos verosímil, en ese momento no me interesaba más allá de que me ofreciera la posibilidad de tantear una posible novela. Decidí investigar un poco, buscar un punto de emoción tras aquella sosa descripción. Y si no lo encontraba, inventármelo. Ficción lo llaman, pensé.

A la mañana siguiente volví a Madrid. Mi primera cita fue en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense. Tenía un amigo que era profesor interino y que casi me declaró amor eterno cuando le entregué el legajo. Me prometió ponerse a descifrar enseguida lo que decía aquella reliquia, le pediría ayuda a alguno de sus colegas del Grupo de Investigación de Literatura del Siglo de Oro.

El segundo paso para aprovechar el día fue dirigirme a uno de los periódicos más antiguos de España, con especial implantación durante el franquismo en las zonas rurales del país, y rastrear en su servicio de documentación cualquier indicio que me llevara a comprobar el relato del asalto a la casa. Tenía el nombre, el pueblo y la fecha. No debería ser muy complicado seguir esa pista y averiguar el resto de la historia, si es que sucedió algo más. Pedí los tomos correspondientes a marzo, abril y mayo de 1957, y me dispuse a escudriñarlos pacientemente para que no se me escapara una hipotética noticia. Que por otra parte sería de poca extensión y nada llamativa. No me sorprendió no encontrar nada, un delito de poca monta escaso eco podía tener en la prensa de la época. Pero así y todo quise apurar mis opciones y acabé pidiendo también el tomo de junio.

Repasando ese mes me enteré de que España se había proclamado campeona de Europa de hockey sobre patines, que la cosecha de trigo iba a ser mayor que la de 1956 aunque eso no iba a impedir que subiera su precio, y que Estados Unidos iba a financiar una gran presa en la frontera entre Etiopía y Sudán. Más de cien comunistas habían sido detenidos en Líbano, mientras que nuestro ministro del Ejército inspeccionaba los cuarteles y guarniciones del Ampurdán. Los pueblos granadinos de Albolote y Atarfe iban a ser industrializados. Ya en la página 38, abajo del todo, en la tercera columna, aparecía en negrita “Capítulo de sucesos” y a continuación en mayúsculas el titular: “ASESINADO A GOLPES EN SU PROPIA CASA”. La noticia decía: En su domicilio de …, casa solariega, Don … , de 32 años, soltero, fue hallado en gravísimo estado alrededor de las ocho de la mañana al acudir el arrendatario de una de sus fincas a tratar cuestiones sobre las cosechas. Avisado con urgencia el médico del pueblo y la dotación de la Guardia Civil, fue trasladado al hospital de …, donde falleció a las pocas horas. Don … presentaba numerosos golpes en la cabeza cuyas consecuencias resultaron fatales. La Guardia Civil investiga a posibles autores de este horrendo crimen que ha sacudido el apacible transcurrir de la pacífica comarca.

Buscaba un robo y encontré un asesinato. Era él, en efecto, el heredero del legajo. Me contemplé a mí mismo con la boca abierta, desconcertado por aquel desenlace. Había algo que no encajaba. Volví a leer la noticia, parca en detalles. Tan lacónica que ni siquiera mencionaba el anterior asalto y registro de la casa. Pero estos hechos no eran menores y sin duda deberían haber sido tenidos en cuenta al redactar la información. Si hubieran sido conocidos, claro. Ante mí se abría la posibilidad de que la víctima no presentara finalmente la denuncia. Y si así fue, ¿por qué?

Estaba enfrascado en todas esas dudas cuando sentí vibrar mi móvil. En la pantalla apareció el rostro de mi amigo el filólogo. Contesté, todavía conmocionado, y apenas alcancé a oír su voz, pues hablaba en susurros. Me urgía a reunirme con él de inmediato y la conversación me dejó aún más consternado, pues no quiso aclararme el motivo de tan misteriosa precipitación. Entre unas cosas y otras llegué a la facultad a la hora de comer. Los pasillos estaban desiertos y mis pasos se expandían metro a metro como redobles de tambor. Llegué al despachito de su departamento y llamé a la puerta. Transcurrieron algunos segundos hasta que se abrió una rendija por la que vislumbré a mi amigo, quien se aseguró mucho de que era yo y de que estaba solo. Al fin me dejó entrar y cerró con llave a mi espalda. No habíamos acabado de sentarnos cuando me arrojó a la cabeza la pregunta:

-¿Pero en qué narices te has metido?
      -¿Cómo? ¿Pero de qué hablas?
     -¡Menudo broncazo me he llevado! Casi acabo en la calle. No me ha dado tiempo ni a explicar de dónde habías sacado el legajo. Me han amenazado con expedientarme y echarme para siempre del mundo académico si no dejaba de especular con fantasías. Parece que tus pergaminos tienen algunos antecedentes poco recomendables.

Abrió uno de los cajones de su mesa y los blandió ante mis ojos.

     -¿Pero qué es lo que pasa? –pregunté impaciente-. ¿Son falsos? Tampoco es que tengas la culpa, sólo me estabas haciendo un favor.
      -¿Falsos? El problema, querido amigo, es que son auténticos. Auténtico y veraces. Es una bomba con la que puedes echar abajo el mayor icono cultural de España.

Con sumo cuidado separó la última hoja y señaló una de las dos rúbricas que figuraban al pie. Me acerqué y me recoloqué las gafas justo sobre el puente de la nariz. Achiqué los ojos para terminar de aclarar la visión y leí sílaba a sílaba: “Miguel de Cervantes Saavedra”.

Ya tenía mi ansiada novela entre manos, una aventura histórica basada en hechos reales, de extraordinario valor. Tan valiosa que era posible que hubiera costado vidas mantenerla en secreto hasta llegar a mi poder. Lo que tenía ante mí, me explicó mi amigo, era una declaración judicial fechada en Madrid en julio de 1614. Hacía dos años que el Quijote se había traducido al inglés y faltaban pocos meses para su primera edición francesa. Una obra literaria tan perfecta y, a la vez, tan abundante en incongruencias y descuidos que alrededor de ella siempre ha habido múltiples polémicas, sofocadas por el peso del academicismo. No es la menor de ellas la que el propio Cervantes alimentó sobre su autoría, pues en el texto quijotesco atribuye el relato original al moro Cide Hamete Benengeli, e introduce alusiones a un anónimo traductor y a un no menos desconocido editor. Que también habrían contribuido, figuradamente, al Quijote que se publicó en 1605.

Aquella declaración judicial, con el ingenioso hidalgo convertido en gloria literaria española ya a escala europea y con la vida de Cervantes próxima a su final, se producía a instancias del propio autor manchego. Tiraba del hilo de sus recuerdos desde que en 1575 comenzó su cautiverio en Argel, cinco largos años de penurias en los que, sin embargo, no dejó de interesarse por aquella cultura extraña que le fascinaba y le oprimía. Contaba sus intentos de fuga, en los que tuvo no pocas complicidades entre los sarracenos, y que a pesar de ello fracasaron uno tras otro, tal vez por las traiciones entre sus compañeros cristianos. Y contaba cómo gracias a esas relaciones pudo comprar por unas pocas monedas una narración de un género desconocido en Europa, escrito en árabe, y cómo lo tradujo pacientemente. Confesaba, en suma, que la idea original de la obra no era suya, y que en todo caso el Quijote no era más que la adaptación de lo que había escrito un moro.

La España de Felipe II era una formidable maquinaria de guerra contra el turco y contra los protestantes europeos. Contra los herejes españoles y contra los moriscos. Contra los conversos y contra los judíos. España se definía por oposición a todo cuanto no debía ser el mundo. La confesión cervantina habría supuesto un monumental escándalo que hubiera destruido el prestigio español en cuantos conflictos, bélicos, económicos y culturales, mantenía el Imperio con tan abundantes enemigos. La declaración judicial debía desaparecer y Cervantes sería condenado al silencio hasta su muerte. 

Ésta era mi novela. El punto de partida era real y los pergaminos me pertenecían, pues estaban entre los muros de la casa que compré. Yo estaba obligado a imaginar, a reconstruir, a diseñar el camino que tomó aquella confesión a través de los siglos hasta ser emparedada. Debía explicar por qué no fue arrojada al fuego, por qué alguien la rescató de la destrucción y transmitió el secreto de generación en generación.

Estaba en el aparcamiento de la facultad, dirigiéndome a mi coche, con el legajo bajo el brazo, redactando mentalmente el arranque del libro que me consagraría, cuando un Audi A8 negro se deslizó suavemente junto a mí. La ventanilla trasera bajó con un zumbido. Un anciano me miró tras unas gruesas gafas redondas, de cristales sin montura. Vestía un impecable traje gris y una sobria manta cubría sus piernas. Se tocaba con un clásico sombrero Stetson. Respiraba con dificultad, pero quiso reunir buena parte de sus fuerzas para dirigirse a mí:

     -Joven, usted no me conoce, pero le aseguro que tenemos asuntos que tratar. Suba y charlaremos un rato. Puede usted ser víctima de una estafa. Le aseguro que sabré compensarle por su tiempo y su comprensión. No me faltan contactos en el mundo editorial –lo miré con desconfianza-. Vamos, no sea tímido. Tiene mucho que ganar. Le demostraré que Cervantes escribió de la primera a la última palabra.

Apreté entre mis dedos los pergaminos y contemplé el lujoso coche y el traje perfectamente cortado. Pensé en la tarea que tenía por delante y en la necesidad de asegurarme una salida editorial. Recelé de aquel desconocido que parecía conocer tan bien aquel proyecto literario que acababa de nacer, y su origen. Pero por otra parte era sólo un anciano que quería hacerme una oferta. De su boca desdentada escapó una risa que captó de nuevo mi atención.

      -Soy el señor Rico, aunque todo el mundo me llama Don Paco.

Y volvió a reír. 


                                                                                                          Salvador Rivas






4 comentarios:

  1. Me lo acabo de pasar al kindle (uno que tiene sus manías lectoras adquiridas) y me lo voy a leer esta misma noche con muchas ganas. ¡Enhorabuena por la reincidencia! A la tercera, ya se sabe... :-)

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  2. Salva enhorabuena, muy brillante el relato de principio a fin. ¡Bravo!

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    1. ¡Muchas gracias, Lorena, me alegra que te haya gustado! Salva

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