viernes, 14 de septiembre de 2018

Cadencia

Este relato ha obtenido el segundo premio del XXII Certamen

Literario Vigía de la Costa (Ayuntamiento de Benalmádena, 2018)



A mí lo que siempre me ha gustado, por encima de todo, es tocar el violín.

Apenas era un crío cuando me propuse llegar a ser un virtuoso. Mi amigo Alberto y yo asistimos a clase de un profesor, muy reconocido en el mundo musical, hasta que tuvimos que atender seriamente nuestro futuro profesional y la vida comenzó a llevarnos por otros derroteros. Me hice funcionario en un juzgado, me casé, tuve dos hijos y la rutina me fue absorbiendo, como hace con todos.

Acababa de cumplir los cincuenta y nueve años y las cosas me iban bien. Pilar era una mujer extraordinaria. Teníamos dos buenos sueldos, una casa a nuestro gusto y disfrutábamos yendo al teatro, al cine y a algún que otro concierto. Habíamos criado a dos hijos estupendos que, al terminar la carrera, terminaron independizándose en otras ciudades. Me acordaba a menudo de mis acordes, pero me había ido acostumbrado a ejecutarlos muy de tarde en tarde y sin gracia, como si hubiera olvidado la mayor parte de lo aprendido.

Casi no recuerdo el día del ataque. Sé que desperté un poco antes de las siete, como siempre, y que me afeité mientras escuchaba la sinfonía número 5 de Tchaikovsky. Minutos más tarde, fui a la cocina, tarareando aún, para encender la cafetera y preparar unas tostadas. Pilar llegó al poco rato, ya vestida, y juntos desayunamos despreocupadamente. Ella me habló algo acerca de uno de sus alumnos, creo. Luego salimos juntos y nos dimos un beso en el portal. Yo iba andando al juzgado, que me pillaba a unas pocas manzanas. Pilar, en cambio, necesitaba el coche porque su instituto estaba en las afueras.

Me sentía bien, como todos los días, saludando a los conocidos que encontraba a mi paso y saboreando el primer cigarrillo de la jornada. Al llegar, intercambié algunos comentarios sobre fútbol con un par de compañeros, coloqué bien los papeles de mi mesa, saqué un bolígrafo de uno de los cajones y me desmayé. Eso fue todo.

Infarto agudo de miocardio con alteración de la función cardiaca y una taquiarritmia, dijeron en el hospital. Me dieron la invalidez  y, de repente, ya no tuve un trabajo. En su lugar, gané una ración de píldoras diarias, una dieta insípida a base, sobre todo, de verduras, y un intensivo reposo. Se acabaron el tabaco, el alcohol y las comidas opíparas.

Los primeros meses el miedo hizo que tomara las cosas con calma. No me asomaba al balcón si hacía viento para no resfriarme, procuraba no coger cosas de peso y pasaba las horas, sentado en un mullido sillón, leyendo y escuchando música clásica.

Un día sentí que la vida no tenía sentido. Los paseos que daba por las tardes no conseguían distraerme lo suficiente. Tampoco los libros que leía a menudo. Comencé a mostrar una cara abatida, incapaz de disimular el hastío, que se volvía a mirar ansiosamente a la gente que fumaba por la calle. Añoraba una buena copa de vino o un gin-tonic helado. Olfateaba con añoranza el olor a chorizo, morcilla y tocino que me asaltaban desde las casas cercanas. Nunca antes me habían parecido las pastelerías tan deliciosas. Un domingo se me saltaron las lágrimas mientras unos chicos jugaban al fútbol en un parque cercano a casa.

¿Esta iba a ser mi existencia a partir de ahora? Soñaba a menudo con un desfile de judías verdes cocidas y filetes de pollo a la plancha. Aparatos para tomar la tensión, comprimidos de todos los colores e infusiones relajantes. Todos danzaban en armonía, como figuras musicales sobre una partitura. Me llevaban en volandas, mi rostro grisáceo y arrugado, los ojos apagados, sin vida, como los de un animal muerto.

Pilar creyó encontrar el remedio bajando al trastero. Volvió a los pocos minutos con algunas telarañas en el pelo y una caja que reconocí al instante. Dentro estaba guardado mi violín.

El abatimiento que me dominaba impidió, en aquel instante, que aquello pudiera animarme, pero al cabo de varios días pensé que no tenía nada que perder y decidí ensayar un rato. Al principio sentí las manos torpes, el cuarto dedo interrumpiendo al resto de manera continua y pertinaz. Impaciente, terminaba arrancándome en un pizzicato improvisado que no conseguía más que descorazonarme.

Poco a poco, sin embargo, me fui haciendo de nuevo con el juego de las cuatro cuerdas para entonar una composición cualquiera. No demasiado sofisticada, todo lo contrario, pero sirvió para que no acabase arrojando el violín por el balcón. Después de varias semanas, senté a Pilar frente a mí y me dispuse a deleitarla con El canon de Pachelbel, una pieza fácil que una vez había tocado con soltura. No tuve ninguna dificultad en hacer una buena interpretación y ella me aplaudió al finalizar. Aquella noche dormí tan a gusto que incluso olvidé el motivo por el que había vuelto a tocar mi instrumento.

Entonces Alberto se presentó en casa. Lo trajo Pilar, que se lo había encontrado en un supermercado y lo convenció para que viniese a verme. Él no había querido molestarme y, hasta el momento, se había limitado a telefonear para interesarse por mi estado.

Siempre lo había considerado un buen amigo. Cuando pensaba en mis años infantiles y adolescentes, Alberto era un elemento esencial de aquellos momentos entrañables. El violín, los juegos en la calle, el equipo de fútbol del barrio. En la madurez se separaron nuestros caminos y dejamos de vernos tan seguido, pero solíamos llamarnos por teléfono de vez en cuando y a veces quedábamos para tomar un café. Nos gustaba contarnos las novedades de los hijos, la salud y el Real Madrid.

Ahora estaba frente a mí, sonriéndome con una expresión de cariño que me conmovió. Era viudo desde hacía varios años y vivía solo porque su hijo trabajaba fuera de la ciudad, como los míos. Estuvo hablándome del cierre de su empresa y de la indemnización que le habían dado. Se le veía bien, disfrutaba de la jubilación anticipada con tranquilidad. Además, había tenido suerte con unas inversiones y, gracias a ellas, acababa de mudarse a un piso más céntrico. Sí, todavía tocaba el violín en alguna ocasión. Nada más mencionarlo le propuse que tocáramos juntos de nuevo, como antaño. Cuando se fue, un par de horas más tarde, ya habíamos quedado en su casa para la mañana siguiente.

1890, rezaba un letrero a la entrada del edificio. Tenía un estilo arcaico que me cautivó nada más traspasar el umbral. Por dentro había sido remodelado para adaptarse a las necesidades más modernas, pero no había perdido el encanto de su época. Subí al tercer piso en un ascensor rápido repleto de espejos. Me recibieron Alberto y una vivienda de techos altos, suelos de parqué oscuro y ventanas venecianas. Las puertas mostraban dibujos artísticos y la mayoría de las paredes estaban cubiertas por paneles de madera. Había muy pocos muebles – él se disculpaba diciendo que no entendía mucho de decoración – y casi ninguno conciliaba con el entorno. Aun así, yo no podía dejar de observar todo con ojos maravillados. 

Me llevó al salón, donde todavía había menos mobiliario. Una enorme estantería de escayola con algunos libros, un atril para partituras y un sillón orejero de piel en el que reposaba su violín.

-Aquí es donde toco –me dijo.
-Es una casa preciosa –comenté.
-Lo mejor no es la casa en sí. Ya lo verás.

Comprobé lo que quería decir momentos después, cuando ambos tratábamos de concordar nuestros instrumentos para tocar un dueto de Shostakoviche. Lo mejor de la casa era la acústica. Los violines sonaban como si estuviésemos en la sala de conciertos más prestigiosa del mundo. Me emocioné tanto que, cuando acabamos la pieza, él sonrío como diciendo Te lo dije. Seguimos interpretando durante un buen rato. Las notas flotaban hasta rozar el techo y las paredes para volver a nosotros en forma de música celestial. Perdí la noción del tiempo hasta que me dolieron los dedos. Hacía mucho que no me sentía tan vivo. 

-No puedo creerlo –susurré más tarde a un Alberto divertido.
-Dicen que aquí compuso, durante una temporada, el mismísimo Sarasate –me explicó–. No es difícil creerlo, ¿verdad?

Aquella noche, a pesar de la infusión relajante, tardé bastante en dormirme.  El corazón me latía con ardor, intensamente excitado. Deseaba, como ninguna otra cosa, volver a tocar mi violín en aquella sala. Soñé que pasaba la vida encerrado en sus cuatro paredes, sin nadie que nos interrumpiera a ella y a mí en aquella cadencia celestial.


 Alberto estuvo de acuerdo en que volviésemos a tocar. Dijo que salía a caminar bien temprano y que, después de un buen desayuno, estaría dispuesto a que trabajáramos  juntos algunas piezas. No sugirió que lo visitara todos los días, pero yo lo di por sentado. Después de cada sesión, me era imposible no añorar la siguiente, deseando que el día terminara para volver a encontrarme en aquel lugar de extraordinaria resonancia. Lo sentía más mío que de su dueño. Unas semanas después, Pilar comentó que tal vez me estaba poniendo demasiado pesado yendo diariamente a ver a Alberto. A nadie le gusta tener visitas constantemente, declaró.

-¿Pero qué tontería estás diciendo? Si Alberto es el primero que me pide que vaya.

Esto, en realidad, no era totalmente cierto. Mi amigo era demasiado educado para decirme nada, pero, a veces, yo notaba que hubiera preferido dejar el hasta mañana por un ya quedamos la semana que viene.

Me había hecho con un montón de partituras y ambos las estudiábamos antes de interpretarlas. Al principio, él se esmeraba mucho. Nos estrechábamos las manos cuando las piezas salían bien y chasqueábamos la lengua si alguna nota sonaba discordante. Las horas me parecían minutos, los minutos segundos. No tardé mucho en odiar que Alberto mirase el reloj para anunciar que era el momento de dejarlo. Odié que, poco a poco, comenzara a parecer alegre cuando acabábamos. Y odié, sobre todo, que pudiera tener una casa así.

Pronto comenzó a darme largas. Me contó que estaba saliendo con una mujer, parecía muy ilusionado. Mañana no estaré porque voy a la piscina con Mónica. El martes seguramente iré a hacer unos recados. ¿El viernes? Imposible, mejor lo dejamos para otro momento. Ya te avisaré, no te preocupes. Así, poco a poco, fui dándome cuenta de que se había cansado del violín y de mí.

Me desperté cuando aún no había amanecido, sudando, con una extraña sensación de angustia. Llevaba seis días sin ir a ensayar. Era sábado y Pilar dormía como un tronco. Me vestí sin hacer ruido y salí a la calle. Estuve buscando un poco de aire fresco entre los árboles del parque, aunque lo que en realidad quería era ver a Alberto en su caminata cotidiana. Apenas salía el sol cuando lo vislumbré a lo lejos, sus pasos resonando en la soledad de la mañana. Lo saludé saliéndole al paso.

-Joder, qué susto me has dado. ¿Qué haces aquí?
 -Igual que tú, andando un poco.

Pensé que retomaría la marcha y yo lo acompañaría para, de manera casual, hablarle de mi necesidad. Sin embargo, siguió parado, mirándome con unos ojos cautelosos que me produjeron un gran malestar. Entonces, sin más espera, le dije lo que había ido a decirle. Supe, por su rostro, que él ya esperaba mi petición. Antes de que yo terminara de hablar  estaba meneando la cabeza con aspecto triste.

-Mira, sé que lo has pasado mal y que todavía necesitas un estímulo para adaptarte a tu nueva situación, pero esto no es bueno para ti. Creo que no está bien que pienses solamente en mi casa, tío. Sí, tiene una acústica del carajo, ¿y qué? Tú y yo no somos genios ni nada parecido. Tenemos que aprovechar el tiempo que nos queda. Tú lo sabes mejor que nadie. Y yo no quiero seguir tocando el violín como si me fuera la vida en ello. Además, francamente y sin ánimo de ofender, no me apetece que nos veamos todos los días. Mónica y yo vamos en serio. Lo siento, de verdad.
-¿Puedes dejarme la llave cuando salgas? –le pregunté–. Prometo no causarte ninguna molestia.
-¿Dejarte la llave de mi casa? ¿Te has vuelto loco?
-Creí que éramos amigos.
-Y lo somos. Pero esto ya me parece un abuso por tu parte.
-¿Me dejas la llave o no? –insistí con voz enojada.
-Creo que voy a llamar a Pilar ahora mismo –dijo mientras sacaba el móvil de un bolsillo–. No estás bien, necesitas que te curen esa obsesión.

Intenté evitarlo, pero él regateó como en sus mejores tiempos jugando al fútbol. Vi cómo buscaba el contacto de mi mujer en el aparato mientras yo hacía esfuerzos por impedirlo. Al fin, con el corazón desbocado, lo empujé tan fuerte que el teléfono cayó rodando sobre el adoquinado y se partió en dos. Por desgracia, Alberto también estaba en el suelo. Tenía los ojos completamente dilatados, y me miraba con terror. Su cabeza había impactado contra el borde de un banco y ahora estaba abierta, como una calabaza rota. De ella salía un río de sangre que comenzó a deslizarse hacia mis pies. Me tapé la boca para no vomitar y me fui corriendo a casa.

El hijo llegó al día siguiente y preparó el entierro. Una semana después puso el piso en venta. Yo lo compré antes de que pudiera colocar el cartel en una de las ventanas. Me costó convencer a Pilar, dijo que le parecía morboso mudarse a aquella casa, que no podría dejar de recordar a mi amigo y su lamentable accidente. No quiero que salgas a andar solo nunca más, imagina que te pase como al pobre Alberto,  murmuraba. Acabó por aceptar finalmente.

La primera vez que la llevé a ver nuestro nuevo hogar le señalé el salón como mi sala de ensayo. Había muchas otras habitaciones, así que no puso reparos. Comenzamos a decorar cada rincón, tratando de adecuar nuestros muebles, y pronto fuimos colocando todo de manera armoniosa. Lo que me interesaba realmente era mi sala, que dejé tan vacía como estaba. Sólo coloqué allí mis partituras y algunos libros. Y, por supuesto, el violín, que coroné como rey de la estancia.

Estaba deseando ponerme a interpretar pero tuve que esperar a que todo estuviera listo. Me pedí paciencia a mí mismo, consciente de que pronto dispondría de todo el tiempo del mundo sin que nada ni nadie pudiera molestarme. Tenía pensado tocar, como estreno, Verano de Vivaldi. Por las noches recreaba las notas hasta quedarme dormido.

Por fin nos trasladamos y me encontré a solas con mi violín. Me temblaban tanto las manos que tuve que respirar hondo antes de comenzar a tocar. Planeaba hacerlo durante varias horas esa mañana y luego, a la tarde, continuar hasta que tuviese que salir  a pasear. Todo parecía perfecto. Antes de comenzar tuve un breve recuerdo en homenaje a Alberto – No quise que esto ocurriera, lo sabes. Si no hubieras tratado de impedir lo que el destino me tenía reservado. Porque las cosas nunca pasan por casualidad, esta casa siempre me ha estado esperando -  y, por fin, me lancé. Los compases comenzaron a sonar como yo los recordaba. Espirituales, mágicos, deslumbrantes. No necesitaba nada más.

No sé cuánto tiempo transcurrió. Tal vez unos minutos, tal vez una hora. La interrupción fue como si de repente me arrojaran un cubo de agua helada. Mi cuerpo se quedó paralizado, el arco del violín a medio camino, mis oídos incrédulos tratando de comprender. Entonces lo percibí claramente. Sonaba desde algún lugar del edificio. Rotundo, potente, amenazante. No supe reaccionar. ¿De verdad estaba oyendo un  reguetón? 

-Hola, cariño –saludó mi mujer entrando de repente-. ¿Lo estás escuchando? Es la niña de los del segundo, que acaban de mudarse, como nosotros. Me lo ha dicho la vecina de al lado. Y no vas a creerlo, pero la pobre mujer ha ido a quejarse y le han dado con la puerta en las narices después de gritar que tienen derecho a poner la música tan fuerte como quieran, que hay vecinos que también lo hacen. Imagino que se referían a ti, claro, pero cómo se puede comparar. Cariño, ¿estás bien? ¡Cariño! ¿Qué te pasa? ¡No me asustes! Estás muy pálido. ¡Cariño, cariño…!

Sé que esta vez no voy a recuperarme. Estoy viendo a Paganini, Corelli, Albinoni y otros muchos genios ilustres. Vienen a por mí. Presiento que van a llevarme a un lugar de acústica perfecta. Es una pena porque ninguno podrá compararse a la casa de Alberto.

A mi casa.

Mercedes Suárez


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