lunes, 11 de marzo de 2019

Clinín, el pañuelito de papel


El incansable robot mostraba arrogante su interminable lengua de papel que insolente asomaba a través de la metálica y cuadrangular boca robótica. La sinhueso fluía sin cesar, en un proceso sin fin hacia el siguiente paso de la cadena de producción. Pronto afiladas cuchillas sajaban la lámina troceándola en pequeños cuadriláteros. El proceso culminaba doblando y empaquetando en pequeñas bolsas de plástico los papeles cortados. Gestándose de esta manera multitud de paquetes de clínex. Así nació Clinín, el pequeño pañuelito de papel. Apretado entre sus hermanos gemelos, Clinín comenzó a tener conciencia de su existencia. El paquete de clínex, esta vez, ya sí por manos humanas, fue introducido en una caja de cartón que fue conducida a la estantería correspondiente en espera de un futuro traslado a su punto de venta.

Pasaron los días y los clínex dialogaban entre sí. Era una comunicación telepática, ya que carecían de bocas y cuerdas vocales, no estando sometidos así a la limitación de la trasmisión de los mensajes a través del aire.

La principal inquietud de Clinín, y el resto de sus compañeros, era comprender el sentido de su existencia. Y volcó sus sentimientos hacia el agradecimiento a sus creadores, los robot que lo cortaron, doblaron y empaquetaron junto a sus hermanos, llegando a situarlos en la condición de dioses.

En sus conversaciones con el resto de sus semejantes estos llegaron a convencerlo de que había unos seres que estaban por encima de los robots, sus propios creadores, los seres humanos.

Pronto le llegaron noticias de la que se autodenominaba “Caja Olvidada”. Un paquete de bolsitas de clínex que, por error, cayó al fondo de la estantería y llevaba ya varios años excluida del proceso de comercialización. Estos clínex habían sido testigos del paso de varias generaciones de sus congéneres, por lo que se habían convertido en una especie de gerontocracia con una fuerte influencia moral, que adoctrinaba al resto.

Trasladaban a sus semejantes la creencia de haber sido creados por los humanos, y a ellos se les debía devoción. Habían sido concebidos para aliviar a sus “dioses” de sus molestas excreciones y debían sentir orgullo por destinar sus vidas a ello.

Pasaron las semanas y un día llegó la carretilla que llevó el palé del grupo de cajas en la que se encontraba Clinín, al camión que lo transportó lejos de allí, a un centro comercial.

El paquete de clínex de Clinín acabó en un supermercado donde fue adquirido por Manolo, un excéntrico y simpático cincuentón que decía vivir en la única ciudad del mundo donde los álamos daban naranjas. La calle principal de la ciudad se llamaba Alameda de Andalucía, y en sus aceras se alineaban decenas de naranjos que durante la mayor parte del año alegraban la vista de sus ciudadanos con sus coloridos frutos.

Una tarde de miércoles, Manolo se levantó de su siesta diaria dispuesto a asistir a su clase semanal de saxofón. Se cargó la maleta con el instrumento a la espalda y se puso en camino de la Escuela de Música. Más o menos a mitad de camino se detuvo para tomar un cafelito con ánimo de despejarse un poco. Pidió un cortado con leche fría que el camarero le sirvió con diligencia. Lo tomó de un rápido trago tras comprobar que quedaba poco tiempo para el comienzo de su clase. El café le cayó de golpe en el estómago provocándole una inmediata reacción. Un retortijón que estrujó sus débiles intestinos. Agarró la maleta y entró diligente al servicio. Le faltaba tiempo para desabrocharse y bajarse los pantalones y sintió un enorme placer al experimentar la descarga de tal presión fisiológica. Dio un suspiro de alivio y felicidad. Enseguida cayó en la cuenta de que le debía faltar poco para el comienzo de clase y presuroso echó mano al portarrollos de papel higiénico y… ¡oh, sorpresa! ¡No había papel! Ráudo y veloz reaccionó. Abrió el paquetillo de clínex, sacó al inocente Clinín y con él se limpió. Se subió diligente los pantalones, se los abrochó y tiró de la cadena. Clinín gira que te gira en el remolino de agua, sin ahogarse, se despidió agradecido de haber servido a su Dios, tal y como desde la “Caja olvidada” le habían enseñado. Como Dios manda.

Juan Luis Reina


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