Pompeya.
Palabra mágica, casi mítica, que evoca un volcán furioso y cuerpos
petrificados para la eternidad. Un instante fijado para siempre, la
demolición de una cotidianidad de hace dos mil años por la fuerza de la
naturaleza.
Pisar
ese lugar es una experiencia privilegiada. Al acercarnos lo primero que
atrae nuestras miradas es el Vesubio, tan tranquilo en apariencia,
ajeno a las preocupaciones humanas, grandioso. A tan solo nueve
kilómetros se yergue Nápoles, una de las mayores ciudades italianas, un
bullicio de actividad. Contraste llamativo. ¿Por qué vuelve el hombre
donde tanto ha sufrido? ¿Acaso trata de demostrar que es más fuerte que
la naturaleza? ¿O está simplemente falto de memoria?
Pompeya
está rodeada de tiendas, restaurantes, trenes turísticos y autocares
que descargan pasajeros de cruceros por doquier. Sin embargo en el
momento de cruzar la puerta de acceso a la ciudad sepultada todo ese
ajetreo queda atrás y de repente nos vemos sumergidos en un instante
congelado de la historia; estamos en el 79 d.C. y no estamos visitando
un monumento sino recorriendo una ciudad. Tras trescientos años de
excavaciones, el resultado es asombroso, aunque seguramente hagan falta
otros trescientos años para sacar a la luz la ciudad en su totalidad.
Avanzamos
por calles perfectamente empedradas. Las aceras permiten a los peatones
no ensuciarse los pies con lo que probablemente era antiguamente un
vertedero de aguas sucias y desechos. A distancia regular, pasos de
cebra: piedras sobreelevadas alejadas entre sí que cruzan de un lado a
otro de la calle. ¡Un concepto que creíamos asociado al automóvil tiene
más de dos mil años de antigüedad!
También cae otro mito, ése que dice que España es el país con más bares por habitantes.
Quizás
sea verdad hoy pero desde luego en otra época gana Pompeya. A cada
pocos pasos la planta baja de una casa tiene una barra que da a la
calle, con agujeros donde posicionar fuentes con alimentos. ¿Cómo no
imaginarse apoyado a esta barra con un grupo de amigos?
¡Qué poco nos diferenciamos de ellos!
El
espacio público se articula alrededor del foro, una gran plaza central.
De nuevo ese paralelismo: igual que no falta una iglesia en una plaza
importante, el templo de Júpiter preside. Detrás, las termas, en
perfecto estado, con sus distintas salas, caliente, tibia y fría. Se
puede ver el sistema de calefacción, muy ingenioso; siguen en pie los
nichos donde cada usuario guardaba sus pertenencias; dos bancos de
bronce rodean un brasero; solo falta el agua pero casi la escuchamos y
por poco nos vemos inmersos, hablando de negocios o política con amigos o
conocidos.
Numerosas
casa señoriales nos descubren un sentido del gusto sofisticado,
equilibrado y relajante. Los patios son floridos y agradables. Una
pequeña estatua de un fauno en mitad de una fuente nos trae una sonrisa
mientras que en otra casa un mosaico en el suelo nos avisa de que
tengamos cuidado con el perro. El ya famoso Cave Canem que una vez más
diluye los años que nos separan.
Algunos
de los mosaicos más preciados han sido desplazados al museo de Nápoles
pero una reproducción perfectamente fiel permite admirarlos, así por
ejemplo la batalla de Issos con Alejandro Magno al frente, compuesta por
más de un millón de piedras. ¡Qué paciencia la del artesano y qué gusto
el del propietario!
La
Villa de los Misterios es la más asombrosa de todas. Está en las
afueras de la ciudad y para llegar a ella se sigue un camino jalonado
por mausoleos, probablemente un paseo relajante en esa época. Se llega a
un porche y se puede acceder a las distintas habitaciones, cubiertas
con frescos de colores vivos en perfecto estado.
Como
estamos en una ciudad, no puede faltar el burdel, una parada pintoresca
en nuestra visita. Cuenta con dos plantas y varios dormitorios pequeños
compuestos de poca más que una cama de piedra. En las paredes también
frescos, pero éstos eróticos. Tenían una función profundamente práctica:
cada fresco representa una posición distinta para que así el forastero
que llegara a la ciudad pudiese indicar lo que quería simplemente con
señalarlo con el dedo. En las paredes comentarios grabados en la piedra,
principalmente valoraciones sobre las prostitutas.
Pero
lo que más impacta, lo que se queda grabado de forma indeleble y ha
hecho que el nombre de Pompeya alcanzase tanta fama, son los cuerpos
encontrados. Cuerpos perfectamente conservados en la postura que tenían
en el momento de su muerte, cuando les intoxicaron los gases del volcán,
para luego ser recubiertos por cenizas. Un hombre se acurruca, una
mujer embarazada está tumbada en el suelo, otro hombre coge a un niño.
La muerte les llegó repentina y los dejó fijados para siempre. Sin
embargo el volcán no exterminó toda la población, la mayoría hizo caso
de las señales de la naturaleza y huyó; muchos vieron desde el mar, en
barcos, como su ciudad quedaba arrasada. Pero otros no tenían medios
para hacerlo o no quisieron dejar sus pertenecías presa del saqueo. Ésos
son los que contemplamos hoy asombrados. Se pueden apreciar aun los
pliegues de la toga de algunos de ellos y no podemos evitar sentir un
escalofrío al imaginar sus últimos momentos.
Mágica
Pompeya, la que hace viajar al visitante por unas horas dos mil años
atrás. Una experiencia que nos recuerda nuestra insignificancia y el
peso del legado histórico.
Recomendable para todos.
Fanny Beaudoin
Es uno de los sitios donde tengo que ir algún día. Como comentas, debe ser un salto enorme en el tiempo el hecho de recalar entre esas calles conservadas después de tantos años. Bonita entrada :)
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